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Ángel Guerra/113

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo III – Caballería cristiana

de Benito Pérez Galdós


IX

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No muchos días después de Pascua de Resurrección, dispuso Ángel explanar el terreno en que había de asentarse la proyectada casa religiosa, y no bajaban de cuarenta los trabajadores que en esto se emplearon. Virones hacía de listero, y Mateo de capataz. El apóstol llamado Maldiciones volvió el domingo de Pascua, muerto de hambre, y pidió perdón al amo, rogándole que le admitiese, juntamente con un compañero que traía, apóstol auténtico, pues fue de los agraciados aquel año con la limosna del Lavatorio. Uno y otro fueron bien recibidos, y por cubrir el expediente hicieron como que trabajaban; pero no hacían más que charlar y fumar cigarrillos, esperando las horas de comida y cena.

Confirmó Lucía la noticia de que la hermana del Socorro no prestaba ya servicio de enfermera en casa de Zacarías. La razón de su ausencia o la ignoraba o no quería decirla. Lo que sí aseguró fue que su hermana, desde la partida de Sor Lorenza, carecía de asistencia formal, que allí escaseaba todo, los medicamentos y hasta la comida, porque Zacarías miraba más a sus amigotes que a su mujer. Oír esto y decir Guerra «vamos allá», fue todo uno, y la ciega con grandísima efusión de fe y cariño le contestó: «Si el señor va, la paz será con mi pobre hermana. El señor lleva consigo los consuelos de Dios, y allí donde él entra no puede durar la tristeza».

Pusiéronse en camino sin pérdida de tiempo en la mañanita de un día despejado y fresco, él actuando de Lazarillo, ella mas contenta que unas pascuas, porque en las tinieblas de sus ojos había empezado a ver en el amo un ser extraordinario, encarnación de todas las virtudes, y no ciertamente parecido a los demás hombres. Lo que a todas horas oía contar de su bondad, de su caridad, de sus colosales proyectos filantrópicos y cristianos, llegaba a su mente agrandado en las bóvedas negras y cavernosas de la ceguera, en las cuales la imaginación trabajaba libremente, sin que la perturbaran las realidades de la luz. Por el camino no cesaba de decir: «Si el señor se digna visitar aquella pobre casa, mi hermana mejorará. Hace días que vengo pensando en esto; pero no me atreví a decirle al señor que fuera. Anoche soñé que el señor iba... me lo daba el corazón. Pues soñé que lo mismo era llegar el señor, que animarse verídicamente mi hermana y volverse otra. ¡Cosas del sueño son éstas que a veces salen verdad! Y yo acá me sé que todo lo que veo durmiendo, se cumple de una manera o de otra... Pero tenga el señor cuidado cuando entremos, no sea que esté Zacarías y al pronto nos reciba como acostumbra, con gruñidos de perro guardián. Y no será malo que el señor eche unas cuantas bendiciones y recelo que se acostumbra para espantar al demonio, porque me temo que algún diablillo se esconda en los agujeros altos de la casa».

-Verás tú -le dijo Guerra-, cómo no aparece por allí ningún diablo; y aún confío en que se ablande Zacarías. Todos estos que se comen los niños crudos son los más tiernos cuando alguien les habla al corazón.

Al subir desde el puente a la puerta del Cambrón, encontraron a Mancebo que bajaba. «¡Zapa! esta sí que es buena. Allá iba yo».

-Me alegro de encontrarle, D. Francisco. Nos viene usted como anillo al dedo. Véngase con nosotros.

-¿Pero a dónde demonios vamos, señor D. Ángel? ¿Es lejos?

-El que se decide a trabajar conmigo y a seguir mi camino, no pregunta nunca si es lejos o cerca.

-Pues vamos, hombre, vamos -murmuró D. Francisco un si es no es contrariado, pero decidido a obedecer con tal de entrar en la Compañía y encargarse de algún grave negocio de ella.

Atravesaron la Judería, encaminándose hacía los Gilitos y a las tortuosas callejuelas que rodean la parroquia de San Cipriano. Un poco fatigado de la caminata, harto presurosa para sus flacas piernas, Mancebo refunfuñaba para su sayo: «Pero este D. Ángel me toma a mí por un azacán. Harto sabe que yo soy un águila para funciones administrativas, y no para corredurías sofocantes, echando un palmo de lengua. Pero aguardemos a ver en qué paran estos trotes.

-Pues Sr. D. Francisco, nos viene usted de perillas -le dijo Guerra abrazándole familiarmente poco antes de llegar a las Melojas-. Hoy mismo queda encargado de...

-¿De qué, hombre, de qué...? Satisfaga mi curiosidad.

Tanteando las paredes, Lucía indicó que habían llegado. El clérigo palideció, y echándose atrás dijo:

-Por las trazas del edificio y por el barrio que pisamos, esta es la casa donde quisieron matar a mi sobrina... D. Ángel de mis pecados, ¿a dónde, con cien mil gruesas de demonios, me trae usted?

-¡Ay, que tiene miedo, que tiene miedo! -exclamó Guerra con hilaridad zumbona-. Pues amigo, el cobarde no sirve para andar conmigo. ¿Qué teme usted? ¿que nos asesinen a los tres? Pues por su parte, después de una larga vida honrosa y santa ¿qué más puede desear que el martirio? ¡Morir en el ejercicio de la caridad! O somos cristianos o no lo somos.

Haciendo de tripas corazón, D. Francisco entró receloso y precavido, a bastante distancia de Ángel, que daba su mano a la ciega.

Los dos hijos de María Antonia jugaban en la sala tirando de un carretoncillo con una sola rueda, cargado de pedazos de baldosín. Dos vecinas acompañaban a la enferma, bastante agravada, tan abatida que apenas podía hablar. Ángel sintió mucho que no estuviese Zacarías, por ver si era el león tan fiero como le pintaban. Lo primero que hablaron las vecinas presentes fue para expresar la absoluta precisión de llevar a María Antonia al hospital, si había de tener mediana asistencia.

-Nosotros -díjoles Guerra-, traemos el hospital aquí. ¿Qué hace falta? ¿Tres o cuatro visitas diarias de médico? Las tendrá. ¿Medicinas? Todas las que sean necesarias, sin tasa alguna. ¿Qué más se pide? ¿Una persona que cuide a la enferma y de ella no se aparte? Bien; pero como, por el genio que gasta el señor de la casa, no puede encargarse de la asistencia una mujer sola, pondremos una mujer y un hombre. La mujer será cualquiera de las que me oyen, si tiene algún tiempo que perder; el hombre será mi amigo Mancebo...

-Querido D. Ángel... yo... -dijo el beneficiado balbuciente-. Verá usted... yo...

-Ya sé lo que me va a decir. Sus ocupaciones... Corriente. Yo le ayudaré: turnaremos en la guardia. Usted por las mañanas: después del coro, una horita; dos horitas por la tarde. El resto del día y toda la noche, yo. Me parece que no se quejará de exceso de trabajo.

Don Francisco sintió un nudo en su garganta. Eran las objeciones que querían salir, y que se tropezaban con la saliva entrante. No se atrevió a indicar que a él no le daba el naipe sino por la contabilidad monda y lironda. Adelantándose a su pensamiento, Guerra le dijo: «En cambio de la brevedad de la guardia, amigo Mancebo, queda encargado usted de la administración de este hospital domiciliario; usted toma nota de todos los gastos y los abona con los fondos que recogerá del Sr. D. José Suárez, mi pariente. Cómprese un libro, en cuya primera hoja abrirá la cuenta de esta asistencia inaugural, y continúe la serie hasta que podamos llevarnos a Turleque a nuestros pobres enfermos desvalidos».

Mancebo, algo consolado con aquello de tomar dinero, distribuir fondos y anotar números en un libro, expresaba su aquiescencia con expresivas cabezadas.

«Y ya deseo empezar mi guardia -añadió Guerra mirando a las dos vecinas-, porque tengo ganas de que salga el Zacarías ese tan fiero, que tuvo el increíble valor de amenazar de muerte a una hermanita del Socorro. Veremos si se atreve conmigo.

-Señor -dijo Mancebo receloso-, permítame... Ese Zacarías será todo lo bruto que se quiera, pero es dueño de su casa y jefe de su familia, y nosotros, con fines muy santos y muy buenos, eso sí, nos hemos colado en su domicilio, somos unos intrusos, y nada tendría de particular que el hombre se amoscara y nos pusiera en la calle. De modo que, a mi juicio, lo primero es traernos un permiso de la autoridad para allanar moradas caritativamente, y lo segundo, que dicha autoridad nos dé una parejita de la Guardia civil por lo que pudiera tronar.

-Déjese usted de autoridades, y de permisos, y de guardias civiles -replicó Ángel nervioso-. Los que se presentan desinteresadamente en la casa del dolor con el doble carácter de médicos del cuerpo y del espíritu, no necesitan la papeleta de un alcalde. Nuestros poderes vienen de más arriba. Si no quieren recibirnos, si nos ultrajan, si nos arrojan, salimos tan frescos y nos vamos a otra parte. Verá el descreído y expedientero D. Francisco como al fin somos admitidos y agasajados. Cierto que al principio hemos de tropezar con la ingratitud y la barbarie; pero ya verá, ya verá como luego se allanan nuestros caminos. Por eso quiero yo hacer esta prueba; quiero asaltar con mi ejército de caridad la casa de un enemigo. ¡Que nos rechaza! Nos vamos. ¡Que nos injuria! Oímos y callamos. ¡Que nos da golpes! Los sufrimos con paciencia. A otra parte con nuestra música, y el que no tenga fe, D. Paco, que se vuelva atrás, y se vaya bendito de Dios.


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