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Ángel Guerra/127

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo VI – Final

de Benito Pérez Galdós


«¿Sabes una cosa? -dijo Guerra a su amiga, después de mirarla extasiado, mientras ella se enteraba del plan curativo y ordenaba las medicinas sobre la cómoda-. Paréceme que despierto ahora; que toda esta vida mía toledana es sueño; que apenas ha transcurrido el espacio de una noche entre aquel tiempo de Madrid y la hora presente. Mi herida, tus tocas destruyen esta ilusión. Ya no somos lo que éramos entonces, Leré. Han pasado muchas cosas que contra mi gusto reconozco por verdaderas. El tiempo ha dado mil vueltas; tú también cambiaste. Yo soy el que me encuentro ahora semejante al yo de entonces... ¿Te acuerdas de mi hija Ción, y de lo mona que era? ¿Te acuerdas de la pena que nos causó su muerte? ¡pobre niña!»

-¡Vaya si me acuerdo! -replicó Leré suspirando-. ¡Cuánto la queríamos!

-Me parece que te estoy viendo enojada porque yo le permitía hacer su gusto en todo. Entonces, Lereílla, empezaba yo a quererte; después te quise más y soñé con la dicha de casarme contigo... Luego...

-Don Ángel, (En pie junto a la cama.) mire que no le conviene mucha conversación.

-Déjame acabar. Después nos volvimos místicos los dos, digo, me volví yo, por la atracción de ti, porque una ley fatal me desformaba, haciéndome a tu imagen y semejanza. ¿Te molestan estas cosas?

-No me molestan... pero... no se intranquilice, D. Ángel. Procure dormir.

-Si estoy muy tranquilo. Mi conciencia es ahora como un espejo. Veo con absoluta claridad todo lo que hay en el fondo de ella. No me avergüenzo de nada de lo que siento, y cuanto siento paréceme digno de ser dicho, para que lo sepan mis amigos de acá; que Dios ya lo sabe.

-Todavía se ha de poner bueno y me ha de contar esas cosas bonitas, y yo he de oírlas con muchísimo gusto.

-¿Bueno yo? En eso no pienses. Tan seguro es que me muero como que tú eres una santa. ¡Y cuán a tiempo me voy de este mundo! El golpe que he recibido de la realidad, al paso que me ha hecho ver las estrellas, me aclara el juicio y me lo pone como un sol. ¡Bendito sea quien lo ha dispuesto así! Me voy del mundo sin ningún rencor, ni aun contra los que me maltrataron; me voy queriendo a todos los que aquí fueron mis amigos, y a ti sobre todos; pidiéndote que me quieras mucho y no me olvides nunca.

-Don Ángel, por Dios, (Echándose a llorar.) ¿cómo es posible que yo le olvide...?

-Es la primera vez que te veo llorar por mí. Si tus lágrimas estuvieran corriendo hasta la consumación de los siglos, no expresarían toda la deuda de cariño que conmigo tienes... Y basta; no quiero cansarte. Dame agua, que tengo sed... (Un momento después, tomando el vaso de manos de la monja.) ¿Sabes? Siento una alegría retozona esta noche. Es por el gusto de verte y de que me cuides tú... Toda la noche conmigo... y viéndote siempre que despierte, si es que duermo. Bien, bien. Que no entre nadie más aquí, con una sola excepción, D. Juan Casado. Si ese desea verme, que pase.

-¿Quiere que le llame? En la galería está.

Pasó D. Juan, y Guerra le hizo sentar en la silla más próxima al lecho. «Amigo mío, estoy muy charlatán, señal de alivio pasajero. Es una tregua que ha de durar poco, y la aprovecho para hacer una declaración delante de la hermana soror! y de mi mejor amigo. Declaro alegrarme de que la muerte venga a destruir mi quimera del dominismo, y a convertir en humo mis ensueños de vida eclesiástica, pues todo ha sido una manera de adaptación o flexibilidad de mi espíritu, ávido de aproximarse a la persona que lo cautivaba y lo cautiva ahora y siempre. Declaro que la única forma de aproximación que en la realidad de mi ser me satisface plenamente, no es la mística sino la humana, santificada por el sacramento, y que no siendo esto posible, desbarato el espejismo de mi vocación religiosa, y acepto la muerte como solución única, pues no hay ni puede haber otra». Leré, sofocada, ahogándose en la confusión del llanto y las palabras, se puso de rodillas y cruzó las manos para decir: «¡D. Ángel, perdóneme si le he causado algún mal... perdóneme! No ha sido culpa mía,... bien lo sabe Dios. Él lo ha dispuesto así: conformémonos todos con su santa voluntad».

Algo quiso poner de su cosecha el sagreño; y no pudo. Hizo levantar a la hermanita, y procuró sosegar al uno y a la otra: «Vaya, vaya... Claro que nadie tiene la culpa. Estas cosas, estas desviaciones de la existencia estas... no sé qué, vienen así: las dispone Dios».

La hermanita se levantó y seguía llorando Ángel, con notable tesón, agregó lo muy importante que aún restaba por decir:

«¡Que tú me has causado mal!... ¡Tonta, si te debo inmensos bienes! Gracias a ti, el que vivió en la ceguedad, muere creyente. De mi dominismo, quimérico como las ilusiones y los entusiasmos de una criatura, queda una cosa que vale más que la vida misma, el amor... el amor, si iniciado como sentimiento exclusivo y personal, extendido luego a toda la humanidad, a todo ser menesteroso y sin amparo. Me basta con esto. No he perdido el tiempo. No voy como un hijo pródigo que ha disipado su patrimonio, pues si tesoros derroché, tesoros no menos grandes he sabido ganar.

Dicho esto, cayó en gran postración, sin dolores ni sufrimientos agudos, pero con la inteligencia un tanto turbada, sin llegar al delirio. Era más bien como una opacidad o depresión de las facultades de pensar y sentir. Durante toda la noche le asistieron Leré y Teresa, que no quiso acostarse. Bregaron ambas con él para hacerle tomar las medicinas, que rechazaba con repugnancia, convencido de su inutilidad. A la madrugada descansó algunos ratos. El desfallecimiento y la fiebre le adormecían, y la sed le despertaba: en esta lucha se iban gastando los pocas fuerzas subsistentes en tan vigorosa naturaleza. En los breves letargos, su cerebro reproducía con fugaz espejismo escenas y pasos de su vida, como la ejecución de los sargentos, la algarada de Septiembre y la muerte de doña Sales. Por la mañana, la presencia de Braulio, que le abrazó conmovido, trajo a su mente reminiscencias tristes de la época en que fue más insoportable y enfadoso el despotismo materno. Recordó los disentimientos con doña Sales, su matrimonio, su viudez y otros mil sucesos y lances, casi desvanecidos ya en su memoria. Y para cada una de estas reversiones del pasado tuvo una palabra en su coloquio con el administrador fidelísimo, no olvidando preguntarle por todos los conocimientos de Madrid, sin omitir a ninguna persona de la clase de antipáticos. Pidiole noticias del de Pez, de Bringas, de don Cristóbal Medina y del marqués de Taramundi, inquiriendo con gracejo si había llegado al fin a la meta de sus aspiraciones políticas.

No queriendo abandonar a su amigo durante la noche, Casado se quedó allí ocupando el cuarto en que había vivido el seráfico D. Tomé. Por la mañana, tomando chocolate, Palomeque y el sagreño sostenían en presencia de D. Acisclo una viva discusión médica, pues el anticuario se preciaba de no ser menos fuerte en inscripciones lapidarias que en la ciencia de Hipócrates, y sustentando la tesis optimista en el caso de Ángel, desembuchó mil desatinos con la mayor frescura. Allí barajó el páncreas con el piloro y el endocardio con el canal raquídeo; pero D. Acisclo, que con Casado sostenía la tesis pesimista, echo el peso de su autoridad en la contienda, manifestando que el caballero cristiano no podía vivir. Tenía el hígado partido por la profunda cuchillada, gravemente afectado el peritoneo, y la hemorragia interna era un hecho patentizado por los vómitos de sangre digerida (pozos de café). Sólo Dios evitaría la muerte, y para esto necesitaba permitirse un milagro, mandando las leyes fisiológicas a paseo. No se daba por convencido D. Isidro, que gozando de perfecta salud, despreciaba a los médicos y hacía chacota de sus doctrinas.

Por sabido se calla que todos los parroquianos de Turleque acudieron a informarse del estado de su favorecedor y amigo. Lucía se presentó la primera con las sayas por la cabeza, cogida del brazo de Mateo, y Cornejo, D. Eleuterio y Maldiciones no faltaron tampoco, atribulados y entontecidos. Salieron de allí con pocas esperanzas, viendo desvanecida en el humo de una vulgarísima realidad aquella ilusión de un vivir continuamente placentero. Razón tenía Virones, que por el camino había venido echando latines y filosofando con amargo pesimismo. Todo lo bueno es humo, nube, sombra. El padecer y las necesidades que agobian son lo único real y tangible. ¡Pobre D. Ángel! ¡Cuántos con menos motivo se habían colado en las páginas del Año Cristiano! La ciega no quiso abandonar a su señor, y con fidelidad perruna quedose acurrucada a la parte afuera de la puerta, inmóvil y rezando entre dientes interminables letanías y misereres.

Don Juan se maravilló, al entrar a ver a su amigo, de verle bastante despejado; pero no cobró por esto esperanzas, porque bien veía la muerte pintada en el moreno rostro, cuya amarillez lívida hacía más intensa la negrura de la barba y cabello. Sereno y melancólico, Ángel sostenía una inocente broma, que Leré conllevaba con gracejo, movida de una flexibilidad profundamente caritativa. Sus maneras, su tono, su franca risa eran lo más gracioso que se puede imaginar. Casado intervino para decir a su amigo una cosa importante. Aunque no existiera peligro de muerte, el buen cristiano debía estar siempre preparado para un cristiano morir... porque...

-Don Juan, dígalo claro y, al derecho. Conmigo no se, necesitan esos circunloquios... ¿Pero tanta prisa corre que...?

Parecía vacilante. El sagreño fijó en él una mirada profunda, y no advirtió disposiciones muy claras a la piedad.

-Como usted quiera... Yo, si usted me lo permite, propongo...

-No se apure -dijo Guerra-. En esto, como en todo, yo no haré nunca más que lo que disponga mi mujer.

Y como D. Juan se riera y la Sor también, esforzándose por poner en su rostro la máscara de una infantil alegría, Ángel añadió: «No hay que reírse... Sepa usted que nos hemos casado anoche... in articulo mortis. Fue testigo el cardenal Lorenzana que ve usted ahí, y nos echó las bendiciones el Niño Jesús... En fin, ¿qué opina mi mujer de lo que dice el amigo de la casa?

-Yo ¿qué he de opinar? -replicó la socorrista apoyando las manos en el lecho, y contemplando muy de cerca la cara sellada por la muerte-. Ya sabe cómo pienso. Si quiere que yo esté contenta y que le quiera mucho; póngase a las órdenes de D. Juan. ¡Si usted lo está deseando!... Como que a todos puede darnos lecciones de cristiandad y de amor a Dios.

-Bendita sea tu boca -le contestó Ángel con ligero movimiento de su rostro hacia el de ella-. D. Juan salado, usted manda y ye obedezco. Reconozco que mi mujer es la que lleva aquí los pantalones, así en lo doméstica como en lo religioso. Ella es el alma, yo el cuerpo miserable. Santa mujer, ¡qué dicha ser su esclavo y salvarse con ella!

-Bueno -murmuró el sagreño, acariciándose una mano con otra-. Pues esta tarde...

Leré, deseando salir para romper a llorar, se aproximó a la puerta.

-No te vayas, Sora -le dijo Guerra-. ¿Crees que necesito quedarme solo para confesar? Confesado estoy. Todo lo que yo pudiera decirle a este clérigo campestre, arador de mi alma, ya lo sabe él. Me ratifico, y nada tengo que añadir.


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