Ángel Guerra/108
IV
[editar]Llegada Semana Santa, se suspendieron los trabajos, con gran disgusto de Virones, que, según decía, estaba en su elemento cargando peñascos y abriendo cajas de cimientos. No quiso ir a Toledo ni a tiros, y se pasaba el tiempo trayendo leña de la Degollada. En cambio, el apóstol Mateo decidió echarse a pechos todas las funciones de la Semana Mayor en la Catedral, y aunque se sentía lastimado en su amor propio, por el desprecio que el Cabildo hizo de su persona en la elección de los trece pobres para el Lavatorio, no le fue difícil perdonar tamaña injusticia.
La ciega también quiso ir a la Catedral, y Jesús servíale de lazarillo, no muy a gusto, la verdad sea dicha, porque el señor le había dado para que jugase un cabritillo precioso, blanco y saltón, y todo el santo día se lo pasaba el chico con su animal atado de una cuerda, paseo arriba paseo abajo, estimándole más que a las niñas de sus ojos. El niño y la bestiezuela graciosa hacían un grupo encantador.
Guerra fue el domingo a la función de las palmas, cuya solemnidad melancólica le embelesó. D. Francisco Mancebo llevole a un buen sitio del presbiterio, desde donde pudo ver y oír cómodamente la lectura de la Pasión, verdadero paso escénico, lleno de austeridad majestuosa. En él, la liturgia no se contenta con el simbolismo del ritual ordinario, y aspira a producir las desgarradoras emociones del drama. Ángel no quitaba los ojos de los tres sacerdotes que en diferentes púlpitos, y revestidos de alba y estola atravesada, dialogan el texto evangélico, haciendo el uno de Cristo, el otro de Evangelista, y el tercero de Turba. No necesitaba seguir las palabras de San Mateo en el breviario de Semana Santa que Palomeque puso en sus manos, porque había leído el Evangelio detenidamente la noche antes, y la voz clara y bien modulada de los tres cantores permitía la fácil inteligencia del texto. Durante todo el tiempo que duraron las recitaciones, su emoción fue tan honda que apenas respiraba, y cuando oyó cantar el emisit spiritum, se le puso un nudo en la garganta y sintió un dolor agudísimo en el corazón. En todo aquel día, repitiendo con fácil retentiva la salmodia, no pudo desechar su oído la vibración de la robusta voz del capellán salmista que cantaba por Cristo.
A la conclusión tuvo la mala suerte de tropezarse con D. León Pintado, con Felisita, con doña Mayor y María Fernanda, que le entretuvieron, le marearon y no le dejaron paladear libremente toda aquella miel mística que había libado en la patética ceremonia. Obsequiole el Deán con un palmito, que fue cedido a Teresa Pantoja, y a Guadalupe se llevó el que le regaló Mancebo. Por éste supo que Leré prestaba servicio en una casa pobre del cerro de las Melojas, asistiendo a una mujer a quien habían cortado los pechos, esposa de un obrero de la Fábrica de Espadas, llamado Zacarías Navarro, hombre hábil pero muy pendenciero, trapalón y algo sacerdote de Baco.
Al retirarse al cigarral con Jesús y la ciega, ésta le refirió mil particularidades de su familia, por las cuales vino a comprender que el domicilio pobre donde actuaba de enfermera la divina Leré, no era otro que el de la hermana de Lucía. Para cerciorarse diole las señas, y ella contestó:
-Sí señor, me dijeron que la hermanita es una a quien se le zarandean los ojos; y cuentan que es santa.
-Según mis noticias, el cuñadito de usted debe de ser hombre muy dado a camorras.
-¿Pues por qué me salí yo de allí, señor de mi vida, sino porque no le podía aguantar? Y el caso es que María Antonia, ¡la mi pobre! para la operación que le han hecho, está mejor allí que en el hospital. La hermanita tiene mismamente los serafines dentro del cuerpo. ¿Sabe, señor? El cura de San Andrés fue quien la llevó. Pero Zacarías es muy cabezudo, y aunque habla poco, ¡da más guerra...! ¡Qué cáscara de hombre! Lo sabe ganar cuando quiere, porque es muy mecánico de suyo; pero ahora está, como quien dice, más allá de la cuarta pregunta. Ni viendo a su mujer como la ve, y la casa tan revuelta, y los niños sin más madre por hoy que la hermanita, no se cura de sus mafias, y siempre anda entre mala gente.
En estas y otras informaciones menos interesantes pasaron el camino, y en Turleque encontraron a Virones jugando a la barra, y ganando a cuantos con él, en tan vigoroso ejercicio, se atrevían a contender. D. Pito era el menos afortunado de la partida, lo que le tenía furioso. Todo lo soportaba menos ser vencido por un clérigo en empuje de brazo, y se amoscaba cuando los espectadores se reían de su flojedad. Tatabuquenque era el único capaz de medir sus fuerzas con D. Eleuterio; pero no le llegaba ni con mucho. Viéndose el último, D. Pito no hacía más que despreciar los ejercicios corporales, ensalzando los del entendimiento, y sosteniendo que la idea más trivial de un tonto vale más que todas las proezas gimnásticas de atletas de circo y curas gigantones.
El lunes volvió Guerra a Toledo con Mateo, llevándose por delante a Jesusito y a la ciega. A ésta le encargó fuese a visitar a su hermana, por enterarse de cuanto allí ocurría y de si trataban bien a la enfermera. «La función de hoy en la Catedral no tiene nada que ver ni menos que oír. Váyase al cerro de las Melojas, y llévese al chiquillo. Pero no tarden mucho, que luego estaré con cuidado. Al medio día les esperamos en el puente de San Martín, para volvernos juntos a casa».
Fueron allá Lucía y el Niño Dios, después de oír misa en San Juan de los Reyes, y les recibió Leré, a quien contaron que vivían en el cigarral con D. Ángel, lo que interesó mucho a la hermanita. Mil preguntas les hizo de la vida Guadalupense y Turlequina, de la gente que allí moraba, de los edificios que iban a construir, a lo que respondía Jesús con grandísimo tino y discreción: «Ahora no estamos haciendo más que paderes, para que no salte nadie a robarnos la fruta, y dimpués vamos a hacer unas casonas mu grandes, donde habrá curas, monjas y sacristanes... Yo tengo un cabrito que entiende todo lo que le digo... Por la mañana tomamos chocolate, al medio día nos ponen tajadas y sopa, higos pasados y nueces; por la noche tajadas otra vez y ensalada de escarola, que a mi tío le gusta mucho... Mi ama Rosa, que sabe de sastra, le está haciendo una chaqueta nueva al Sr. Mateo. D. Ángel llevó de Toledo la tela... Don Ángel me da lección, y dice que yo sé mucho, y que voy a ser un sabio, y qué sé yo qué... Hay uno allí que le llaman Sr. de Pito, que era el que pasaba la barca en unos ríos grandes de agua que llaman la mar, y tiene mal genio... Anda dando trallazos a los árboles y a las piedras, y dice que se... casa con los Reyes Magos».
Leré no podía tener la risa oyendo estas inocencias, y le dio mil besos, admirada de su hermosura y gentileza. Dejole jugando con los niños de María Antonia, y se fue a sus quehaceres. Lucía encontró a su hermana muy abatida, prisionera en el lecho, llena de vendajes que no la dejaban moverse, circundada de horror y pestilencia. Gracias a la prodigiosa enfermera y a su omnímoda disposición, apenas se conocía en la casa la terrible situación de su dueña. Tempranito barría Sor Lorenza toda la casa, preparaba el desayuno para Zacarías y el almuerzo que había de llevar a la Fábrica. Después levantaba a los niños, hembra de seis años y varoncillo de dos, les lavaba, les vestía, les daba de comer, y sin descansar de esta faena, a la alcoba de la enferma a curarle las terribles heridas, a darle los medicamentos, a oír las órdenes del médico para ejecutarlas puntualmente. «Si estas mujeres no se van derechas a gozar de Dios -opinaba María Antonia, no sé yo quién ha de ir. Como si no le bastara con asistirme, me acompaña, procura distraerme, reza conmigo, me cuenta cuentos, me anima, me alienta...»
Extrañó Lucía el sentir pasos como de hombre en la habitación alta o desván de la casa, y María Antonia, después de vacilar y desmentirse varias veces, le dijo en baja voz: «Pues sabrás... Pero esto es un secreto, y no lo has de contar ni a tu sombra. Me temo que Zacarías, mala y todo como estoy, me arme un zipizape. Ahí arriba tenemos a un amigote suyo, que está escondido porque anda buscándole la justicia. Le llaman Fausto, y sabe de hierros y máquinas tanto como mi marido. No sé qué diabluras ha hecho que le quieren meter en chirona... La verdad, molesta poco; pero siempre estoy sobre ascuas, no sea que... (Alzando la voz). Hermana Lorenza, ¿le ha dado de almorzar al bergante de arriba?
-¿Qué años hace? -dijo Leré risueña, entrando de la habitación próxima-. Ya se ha puesto entre pecho y espalda una chuleta como la rueda de un carro, y todo el vino que había. ¡Qué risa con el hombre! No hace más que dar patadas y echar mil herejías indecentes por aquella boca... y que el juez es un pedazo de tal. ¡Pobrecillo! Yo le digo que sea bueno y no haga picardías. Pone la cara muy afligida y me contesta: «¿Por qué cree usted que me persiguen? Pues porque quiero hacer un gran bien a la humanidad y sacarla de la esclavitud. Aquí donde usted me ve, soy un petit Mesías. Pero los hombres... ¡qué atajo de animales! se los come la envidia y no me dejan funcionar.
-Buenas funciones serán las suyas -dijo la enferma con desfallecimiento-. Pero este marido, ¡qué incumbencias me trae!... Y que estoy yo para bromas, hecha una carnicería...
-Pues oiga -añadió Leré, riendo-. Esta mañana va y me dice: «Compañera, si usted quiere, le puedo dar la clave para averiguar los números que han de salir premiados en la Lotería. De modo que si no se saca el premio gordo es porque no le da la gana». Me eché a reír. «Si a mí ya me cayó -le respondí-. Buen tonto es usted si sabiendo el intríngulis, no tiene ya en el bolsillo todo el dinero del Gobierno». ¡Pues si le vieran cuando le da por tirarse de los pelos y echar maldiciones...! Yo le riño, le digo mil barbaridades, y concluye por echárseme a reír. Me pide papel y tinta, se lo llevo, y se pone a hacer garabatos, rúbricas, firmas y unas escrituras tan monas, que parecen de letra antigua. A lo mejor se vuelve tierno. Me dice que yo soy santa, y que él también lo sería... si tuviera dinero.
-¡Valiente trápala! -murmuró la ciega, y ya no hablaron más del huésped. Lleváronle a María Antonia los niños para que los acariciara sin aproximarlos a su cuerpo herido, escena por demás triste y conmovedora. Por fin, retiráronse Lucía y su lazarillo, tomando el camino del puente de San Martín, donde el señor de Guadalupe les esperaba. Todo el resto del día estuvo Leré trajinando en la casa, sin un momento de descanso. Los ratos que no pasaba junto a la enferma, asistiéndola con manos blandas y espíritu de excelsa caridad, empleábalos en sus rezos y meditaciones, o en entretener a la paciente con charla de cosas santas, dulcemente festivas y consoladoras.
Al anochecer llegó Zacarías, hombre de buen ver, recio, delgado y flexible como el puro acero, la faz morena, algo impregnada de ese tizne lustroso que no pueden desechar los que trabajan en hierro; los ojos como ascuas, reflejando siempre las chispas de la forja sobre el negro profundo del carbón; más vivo de genio que de lengua. Acarició a los chiquillos, sentado junto al lecho de su mujer, haciéndose el cariñoso, en realidad más compasivo que amante, y mostró esperanzas (que no tenía) de verla pronto curada. Fue después cautelosamente al desván del recluso, con quien estuvo charlando más de media hora, en tanto que Leré le arreglaba la comida, y bajó con cara fosca y mirar atravesado. Mientras comía no desarrugó el ceño. Chupando un cigarro salió a la puerta, y examinó cuidadosamente la calle, como receloso de que alguien vigilaba su morada.
María Antonia dormía. Leré rezaba, de guardia junto al lecho. Zacarías la llamó con un ps, ps, y llevándola a un rincón de la salita, le habló en esta forma:
-Hermana Lorenza, me parece que fisgonea la calle uno de policía. Si alguien ha llevado el soplo, y ese alguien es usted...
-¡Yo! Déjeme en paz. Yo no llevo soplos, bien lo sabe Dios.
-Ya, ya sabemos que va para santa. Por tal la tengo. Pero podría creer que la santidad... pues... obligaba a denunciar... Este amigo mío es un chico honrado.
-Mejor. ¿Y a qué me viene usted a mí con esa historia? Yo estoy aquí para cuidar a su pobre mujer. Si mi asistencia no le conviene, me retiro.
-No, no es eso: de la asistencia no hay queja... (Agarrándole un brazo y apretándoselo como con tenazas.) Pero así y todo, ¡Dios! si usted lleva el cuento de mi amigo, ¡Dios! yo no reparo, y sin dejar de mirarla como santa, como ángel y como todo lo que se quiera, ¡Dios! le corto a usted el pescuezo.
-Ea, suélteme el brazo, que me duele, pedazo de bruto -respondió Leré, animosa-. Yo estoy aquí cumpliendo con mi deber y sirviendo a Dios, y no temo nada, pero nada, ¿lo entiende usted? porque Dios vela por mí; y ni usted me ha de cortar la cabeza, ni se ha de atrever tan siquiera a rasguñarme con la punta de un alfiler. ¿Qué modos son esos, Zacarías? ¿Qué es eso de cortar pescuezos? ¡Ah, pensaba el muy tonto que yo me iba a poner a temblar y a dar chillidos! Más miedo le tengo a una pulga que a usted.
-Si no hay soplo, nada digo... (Desconcertado.) Era un supongamos. No hay ofensa, ¡Dios! Portándose bien...
-No es usted, el bobo de Coria, quien ha de juzgar mi comportamiento. Ea, bastante hemos hablado. Es tarde: acuéstese, que aquí no hace ninguna falta.
-¿Pero también vela usted esta noche?
-¿Pues para qué estoy aquí? He dormido la siesta. Más cansado está usted que yo, con la cabeza más caliente. Váyase a la cama, y déjenos en paz.
-No tengo sueño.
-Pues entreténgase en afilar el cuchillo con que me quiere descabezar.
-Bien afilado está -gruñó Zacarías, sacando de debajo de la blusa una faca tremenda que abrió, mostrando la brillante hoja, cuya sola vista causaba estremecimiento de las carnes, cual si éstas presintieran la fría desgarradura del corte. Los ojos de Leré pestañearon ante el espantoso acero, como aves que aletean asustadas, y su rostro palideció un poquitín, pero nada más que un poquitín.
-No crea que tengo miedo -le dijo dominándose-. Pero guarde el chisme ese, que María Antonia me parece que ha despertado. Buena se va a poner si oye las gracias de su querido esposo. Váyase a dormir la mona, y mañana tempranito, con la fresca, entra y... aquí me encontrará, ya con la cabeza preparada para que me la corte. Ea, buenas noches.
El bárbaro aquel se introdujo, rezongando, en el lóbrego mechinal donde dormía, y Leré contó todas las horas de la noche junto a su enferma, que tuvo ratos larguísimos de insomnio y crueles sufrimientos.