Ángel Guerra/129

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo VI – Final​
 de Benito Pérez Galdós


VII[editar]

Dos horas después volvió el notario con el documento en forma legal, y leído que fue, firmaron el testador y los tres testigos.

-¡Qué tranquilo me he quedado -dijo Ángel a la Sor-, al desprenderme de los bienes terrestres! A cada buen amigo entrego un poquitín de lo que fue mi patrimonio. Sólo a ti no te dejo nada material, porque te quedas con una cosa que vale más que todos los tesoros del mundo.

La hermana salomónica, agobiada por la tribulación, había perdido aquel superior ingenio para expresar las ideas y concretarlas en frases sencillas y elocuentes. Con tal furor le temblaban los ojos que no parecía sino que el Espíritu Santo revoloteaba dentro de su palomar, como en estrecha cárcel, rompiéndose las plumas y lastimándose las alas. Y como el caballero cristiano hablara con grave acento de su tránsito inevitable, rompió en llanto la mística doctora, y exclamó bebiéndose las lágrimas: «D. Ángel, Dios que mira mi interior sabe que mi mayor gloria, mi más vivo deseo no son ni pueden ser otros que morirme con usted, y subirnos juntos a gozar de la vida que merecen los buenos».

-¿Juntos?... hoy no, -murmuró Guerra con el conocimiento un tanto turbado-. Otro día... Quien dice hoy dice mañana.

Sentía ganas de adormirse, y una calma profunda en todo su ser, como suave onda que le envolvía. Mientras Leré le arropaba, Ángel le cogió las puntas de los dedos y se las besó.

-Quiero descansar -dijo el caballero de Turleque ladeándose sobre el costado izquierdo, del lado de la pared.

-Me parece bien: a dormir un ratito -indicó Casado mirando su reloj-. A las tres...

-Ya, ya se -murmuró el enfermo con voz que alejarse parecía-. A las tres viene el Señor. Leré, alma soror, cuando venga me llamas.

Transcurrió media hora de triste sosiego y quietud expectante. Leré y D. Juan, sentados uno frente a otro, rezaban mirándose silenciosos... Por fin, Teresa entreabrió la puerta, dejando ver su rostro compungido. Aproximábase el Señor; la campanilla sonó en el portal... Llamaron al dormido caballero; pero no contestó, porque nadie contesta desde la eternidad.

-¡Oh, qué lástima! -exclamó pasmado el sagreño, llevándose las manos a la cabeza. Leré, consternada, no acertó a expresar verbalmente dolor ni lástima. Su pena y su estoicismo eran mudos. Retirose el Señor, lloraron todos los presentes, y la hermana del Socorro, pasada la impresión hondísima de la muerte de su amigo, recobró por merced divina la serenidad augusta sin la cual no fuera posible su trabajosa misión entre las miserias y dolores de este mundo. Conforme a la regla de la Congregación, recogió su ropa, salió con maravillosa entereza, y pasito a paso se fue al Socorro, mirando tristemente las baldosas y piedras de la calle. Al llegar allá, diéronle orden de acudir sin pérdida de tiempo a la casa de un tifoideo.

Los fieles de Turleque, que acompañaban el Viático, prorrumpieron en llanto al saber que habían llegado tarde. Mancebo apenas podía tenerse en pie. D. Pito no se casaba con nadie. El atlético Virones, que era de los más desconcertados, salió a la calle, donde continuaba la ciega, en invariable actitud desde el día antes, las sayas por la cabeza formando capuchón. «Lucía -le dijo-, ya se acabó todo. Hemos perdido a nuestro divino señor».

-Lo sabía -replicó la ciega, volviendo hacia él las dos esferas vidriosas, cuajadas, inexpresivas de sus ojos muertos-. Poco antes de llegar el Señor, vi que el amo se transportaba... Se encontraron un poquito más allá de la puerta, y juntos se subieron... Recemos... por él no; por nosotros.


Santander.- Mayo de 1891.



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