Ángel Guerra/102

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo II – Casado confesor y consejero​
 de Benito Pérez Galdós


III[editar]

No contaban con las interrupciones impertinentes. Apenas había empezado Ángel a explicarse, cuando entre su palabra y la curiosidad de su amigo se interpuso un cuerpo extraño, que hizo suspender la relación. No era otro que D. Eleuterio García Virones, pretendiente fastidioso de la capellanía de la Penitencia, el cual, al proyectar su estampa sobre la mesa, llenó de consternación a los dos que en ella, charlaban.

«Ya sabía que estaban ustedes aquí... muy señores míos... Me lo dijo el mozo, y no he querido pasar sin saludarles. ¡Carambo! parece que lo ha hecho la Divina Providencia. Pasar yo... decirme el otro... ¡qué casualidad! las dos personas que podrían, si quisieran, conseguirme la plaza...»

Dijo esto apoyadas las manos en la mesa, inclinándose hasta tocar con su desteñida teja las cabezas de ambos comensales.

CASADO. - Mire, D. Eleuterio, aquí hace usted tanta falta como los perros en misa. Hablábamos de cosas reservadas...

VIRONES. - De cosas reservadas. Pues entonces... (Sentándose.) me voy al momento. Pero antes prométanme...

CASADO. - Le prometemos nuestra gratitud si se larga.

VIRONES. - No dé tan fuerte, Hermano. Tenga piedad de un clérigo pobre (Cogiendo un terrón de azúcar.)

GUERRA. - Lo que el señor quiere es que le convidemos a café.

VIRONES. - Si usted se empeña...

CASADO. - ¡Dale! Si se le convida, ya tenemos Virones para todo el día. ¡Café! Mejor querría él una copa de aguardiente.

VIRONES. - Bien sabe usted que no lo cato.

CASADO. - Vaya, tome un cigarro, y retírese por el foro.

A la luz del día, vio Guerra la persona del clérigo en muy distinto aspecto y forma que cuando se le apareció, de noche, en la plazuela de San Justo. D. Eleuterio revelaba en el descuido de su traje y en el poco aseo de su cara y manos cierta conformidad o naturalización con la miseria. Su cara redonda, cetrina, untuosa cual si le hubieran dado aceite; su barba de seis días; sus lagrimales como acabados de salir de un largo sueño; sus labios carunculosos, teñidos de zumo de tabaco; su collarín grasiento; la sotana manchada de babas, de caspa y de ceniza; las manos pringosas y el manteo con tornasoles, declaraban el santo horror al agua, la abstinencia del jabón, y absoluto desprecio del bien parecer.

CASADO. - Haga el favor, amigo Virones, de no acercarse tanto a mí cuando habla, que trae aliento de vinazo.

VIRONES. - No es verdad. ¿Vino yo? No lo pruebo más que cuando consagro. Esas bromas, Juanito, son de mal género. Podría creer el Sr. de Guerra que yo tengo el vicio.

CASADO. - Creería la verdad. En fin, ahí tiene el café con su ron correspondiente.

VIRONES. - Lo tomo por ser obsequio del Sr. de Guerra. ¡Ay Dios mío, qué mal año para los curas pobres! Mire usted, D. Ángel, si pide para mí la placita esa y no se la conceden, le harán un desprecio... vamos, que será una cochinada.

CASADO. - ¡Qué le han de dar! A usted; para que coma, hay que mandarle a una parroquia de las más montunas de la diócesis, allá, entre cerdos, que es donde encaja bien. D. Ángel lo pedirá y yo lo apoyaré, para que se nos vaya usted lejos y no nos tumbe con ese tufo que echa de sí.

VIRONES. - No me gustan a mí las aldeas, donde todo es miseria y basura. Aquí me bandeo mejor, y si me dan la capellanía, con eso y algún sermón de los de moco-suena, moco-suena, defiendo las arrastradas sopas de ajo... ¿Pues no me ha dicho Mancebo esta mañana que pretende la plaza el chico de doña Pepa la Manchada, ese mariquita que se ordenó hace dos meses y que no sabe ni ponerse el manípulo? Estamos ya de injusticias hasta la corona. D. Ángel, ¿echará usted un empeñito por mí? Mire que andamos mal, pero mal.

GUERRA. - Pero, hijo mío, ¿de dónde saca usted que yo puedo sacarle la plaza? Yo no soy nadie...

VIRONES. - Que no es nadie, ¡carambo! Y no saben dónde ponerle. Y cuando va por la calle, la gente se le queda mirando, y dice: «ese es ese tan rico que va a cantar misa». Cualquier día cantaba yo misa si tuviera la décima parte de lo que tiene usted. ¡Vaya un oficio y vaya unos tiempos! Por un sermón del Patrocinio de San José, que tiene miga, vaya si tiene miga, ¿sabe lo que dieron? Seis duros, dos en calderilla. Vale más procurarse una borrica y ponerse a llevar agua o carbón a las casas. ¡Cuando me acuerdo de que hice ascos a la carrera de albéitar! El maldito latín me perdió. Le tomé afición como se podría uno enviciar con el aguardiente o el tabaco. Me gustaba Cicerón. ¡Maldito sea, y toda su casta! Alguien me susurró al oído que me darían una prebenda. Tragué el anzuelo con voracidad de tiburón, y aquí lo siento clavado todavía en el mismo buche. Me pescaron, y aquí me tiene usted fuera de mi elemento...

CASADO. - No nos venga usted con la historia de que su elemento es el agua...

VIRONES. - Mi elemento es el trabajo, quaerens panem.

GUERRA. - (Con prontitud.) Sr. Virones, si no lo lleva a mal, yo me permito aconsejarle que no piense más en la capellanía. Otra cosa mejor y más propia para usted he de conseguirle yo.

VIRONES. - No me lo diga, D. Ángel, que del gusto paréceme que me desmayo. ¿Qué va a ser ello?

GUERRA. - Un curato de pueblo.

CASADO. - Hombre, sí. Se ha muerto el ecónomo de Pelahustán, partido de Escalona.

VIRONES. - Pues a Pelahustán me voy, si me nombran. Vegetaremos. ¿Pero de veras...?

GUERRA. - Hoy mismo veré al Secretario del Cardenal.

CASADO. - Se hará, D. Eleuterio; pero a condición de que usted nos deje en paz, y se vaya a tomar el aire.

VIRONES. - (Suplicante.) D. Ángel, por la preciosa sangre de Cristo, no deje pasar el día de hoy sin dar el golpe. Yo le acompañaré. Ahora está el Secretario en la oficina.

GUERRA. - Pues ahora. (Levantándose.)

CASADO. - ¿No lo dije? Ya le cayó que hacer.

VIRONES. - El llanto sobre el difunto.

CASADO. - Buena breva le ha caído a usted, compadre Guerra.

VIRONES. - Cállese, sagreño maldito, y déjele entender la caridad como entenderse debe. Jesucristo dijo: «lo que has de hacer mañana, hazlo hoy».

CASADO. - Jesucristo no dijo tal cosa.

VIRONES. - Lo dijo Franklin: lo mismo da.

CASADO. - Lo mismo no da, hereje.

VIRONES. - Pues lo digo yo: «si me has de dar el pan, dámelo pronto». La diligencia es prima hermana de la caridad. Pax multa diligentibus.

CASADO. - ¡Pobre D. Ángel! Día de prueba. A la noche me lo contará.

GUERRA. - ¿No hemos de hacer algo por el prójimo?

VIRONES. - ¡A Palacio! ¡Vivan los hombres de resolución! Casadillo, fastidiarse.

CASADO. - Divertirse.


(Salen GUERRA y VIRONES.)


Retirose D. Juan, después de charlar un ratito con el hombre situado en la boca del horno, y al atravesar el callejón que conduce a Zocodover, encontrose de manos a boca con su amigo Casiano, el cual le dijo: «A buscarte iba. Ya supe que almorzabas en el comedor bajo de Granullaque. Me lo dijo Bartolo. Entró, y te vi desde la puerta; pero como estaban contigo el Padre Virones y D. Ángel, el masón ese que ahora estudia para cura, no quise pasar.

-¿Has venido hoy?

-Esta mañana, y no quiero volverme sin parlamentar contigo.

-¿Cómo anda aquello? (Con vivo interés.) ¿Está bien nacido lo mío? ¿Sabes si compró Palomo las dos mulas que le encargué? ¿Qué tal pinta tiene el sembrado de la suerte de abajo? Supongo que no habrá humedades por allá. ¿Será tarde ya para sembrar el garbanzo? ¿Y qué tal estamos de gallinas? ¿Viste mis tres cerdos? ¿Te parece que podremos trasquilar dentro de un mes?

A este aluvión de preguntas contestó el bargueño con brevedad, ansioso de abordar otro tema; pero cuando iniciarlo quería, el amigo le tapaba la boca con sus nostalgias campesinas. «¡Ay, Casiano de mi alma! ya no puedo más. Estoy de monjas hasta aquí. En mal hora me comprometí a sustituir al amigo Porras, que ya va bien: Dios le conserve. Pues digo, esta tarde tengo que ir allá y sepultarme en un lóbrego confesionario, donde debo llamarme Jonás, porque me parece que estoy en el vientre de la ballena. Y oiga usted allí, hora tras hora, los tremendos pecados de esas benditas. Ya me los sé de memoria. Y mañana función y misa cantada; comunión general; manifiesto. Por la tarde, reserva. No va a ser mala carrera la que eche yo el día que me suelten. No me vuelven a ver aquí hasta el Corpus lo más pronto. Con que dime, ¿qué tal trabaja la Capitana que me compraste en Villaluenga? ¿Empareja bien con la Repulida?

-Parecen mellizas la una de la otra, y hermanas de ellas mismas enteramente, -replicó el de Bargas, y sin más se fue al bulto-: ¿Vas a tu casa? Pues iré contigo; tengo que hablarte sobre lo que me urge.

-Pues habla pronto, aunque sea debajo de tus urgencias.

-Nada; que yo ando irresoluto, Juan, y el cuento es que no tengo sosiego, y quisiera decidirme por el sí o el no. Necesito un consejo de amigo, y tú vas a dármelo. Es caso de conciencia.

-Por lo visto, hoy se saca ánima. Estoy de suerte, y hasta las piedras de la calle se me vuelven casos de conciencia. Casiano, por ser tú quien eres, no te pego un empujón. Vámonos a casa.

Diez minutos después, hallábanse ambos en el gabinete de D. Juan, la puerta vidriera cerrada, y a obscuras la sala próxima.

-Pues llegó el momento, Juan amigo, de decirte con todas mis potencias naturales que esa mujer me tiene trastornado.

-Lo sabía, Casiano, lo he visto, y he pedido a Dios por ti. Dulce es guapa, graciosa, sentimental, requetefina y elegante. Tiene, pues, todas las hierbas maléficas para trastornar a un bárbaro como tú, que en tu vida las has visto más gordas, digo, más flacas, pues en el ramo de carnes, hay que confesar que tu prima no está de buen año... Pero entendámonos, y fuera caretas. ¿has pensado en casarte?

-¡Ay, hijo de mi vida, ahí está el basilio! La muchacha me peta. ¿A qué andar con rodeos? Yo soy más claro que el sol. Me gusta como el agua en tiempo de sequía, como el sol en humedades. Vamos, que me gusta como el santísimo pan que uno come cuando tiene hambre. Pero...

-Pero... Por ahí. La chica, de por sí te llena; pero tiene más peros que un peral.

-Así es, y no se atreve uno con tanto pero.

-Algunos de ellos gordos, de tres libras.

-¡Que no fuera ella sola, caída de las estrellas, sin padre ni madre!

-Ni hermanos.

-Dígote que el padre es un punto como pocos. Su madre, mi tía Catalina, no es mala en el fondo.

-¡Qué ha de ser mala en el fondo!... pero cuidado con la superficie!...

-No hay más sino que está más loca, que todos los que moran en el Nuncio.

-Pero en su locura es un ángel... de cornisa. No hace mal a nadie, como no sea a los republicanos, por aquello de mentar tanto a los reyes, que fueron sus abuelitos.

-Pues dígote de los hermanos... ¡Potra, qué par de pillos! Para un rato, pasen; pero si les dejas tomar confianza, te sacan los ojos.

-Lo que es a mí...

-Cada sablazo que me dan, crujen los andamios del firmamento.

-Y tú tan tonto que te lo dejas dar.

-Potra, ya no. Hoy les metí a entrambos el resuello en el cuerpo.

-Así, así. Y que te traigan ratas, o cuñados con sable. Si Dulce ha de ser tu mujer, ponle por condición que se declare huérfana de padre y madre, y de hermanos. Tú haces una raya, y de allí no te pasa ningún Babel.

-¿Pero qué has dicho? ¡Casarme! ¿Me lo aconsejas tú?

-Yo no te aconsejo nada. Dígolo porque si no hay más peros que esos...

-Hay más peros, Juan; quedan por relatar los peros peores.

-Dios nos asista. Querido Casiano, se me ponen los pelos de punta oyéndote. Si has de contarme alguna cosa muy tremenda, prepárame en forma gradual, porque me dañan las emociones fuertes.

-Juan, no necesito prepararte paliativamente ni aun decirte nada, porque tú todo lo sabes.


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