Ángel Guerra/107

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo III – Caballería cristiana​
 de Benito Pérez Galdós


III[editar]

A los pocos días de aquella campestre actividad y de casi continuo vivir al aire libre, mejoró notablemente el estado nervioso del neófito, que dormía bien, y ni de día ni de noche volvió a tener alucinaciones, como el encuentro con su propia imagen vestida de cura. Adquirió su alma una serenidad apacible, en la cual veía claramente los nuevos horizontes de su vida. Sentíase fuerte contra las tentaciones, y aun robustecido por la lucha para combatirlas y vencerlas. El estado eclesiástico que pronto abrazaría, representábasele como el más hermoso, el más perfecto, el más adecuado a las ansias de su espíritu, y cuando atrás volvía los ojos para echar un vistazo a su vida pretoledana, sentía tal repugnancia, que antes quisiera mil veces la muerte que volver a ser lo que fue y a pensar lo que entonces pensaba.

El constante trato con sus huéspedes, amigos o hermanos, servíale de distracción y enseñanza, pues observaba sus caracteres, sus buenos o malos hábitos, y de ello inducía reglas prácticas para lo porvenir. A los dos días de residir en Turleque, D. Eleuterio Virones se había convertido en el más desaforado ganapán que jamás se vio en aquellos campos. No pudiendo resistir a la instintiva comezón de ejercitar su titánica fuerza, cargaba piedras enormes, poniéndolas al pie de obra, hacía pared, ayudaba a Cornejo en algún trabajo agrícola, se encaramaba en las techumbres para colocar tejas, y era, en fin, de suma utilidad. Y no le hablaran a él de libros, ni de latines, ni de cosas espirituales o sabihondas. No lo hablaran tampoco de embobarse delante de una puesta de sol, ni de poner los ojos en blanco porque olían los tomillos o cantaban los pájaros. No era poeta, ni entendía de tales cosas. Así pues, aunque se llevaba muy bien con D. Pito, no concordaban en sus gustos y aficiones, pues si al capitán no le daba el naipe por el trabajo físico, ni por la constructividad, Virones no se divertía cogiendo grillos, ni saltando de peña en peña, ni hocicando en los espesos matorrales por ver si había nereidas de refajo escondidas en ellos.

En buena armonía con la cigarralera de Turleque, doña Rosa preparaba la comida para los acogidos y arreglaba la casa y las camas. Con Jusepa no se llevaban bien ni el ama de Virones ni ninguna otra hembra del lado de Turleque, porque Jusepa era geniuda, envidiosa, con más púas que una zarza, y como animal doméstico acostumbrado a campar solo en la finca, gruñía y mordisqueaba a los intrusos. Igual inquina sentía Cornejo hacia toda aquella tropa advenediza, que no iba allí más que a estorbar; pero no dejaba traslucir sus rencores delante del amo.

De los dos apóstoles, el paticojo gruñía sin cesar, por si doña Rosa y señá Liboria, que tal era el nombre de la cigarralera de Turleque, no le daban ración tan grande como él creía merecer. Cuando no devoraba el tío aquel, echaba sapos y culebras por su boca desdentada. Había sido carretero, llamado por mal nombre Maldiciones. El otro, todo humildad y compostura, tenía cara de santo, pareciéndose mucho, pero mucho, al retrato del Maestro Juan de Avila, obra del Greco, que es una de las mejores galas del Museo Provincial: la misma expresión de simplicidad piadosa, de modestia, de ternura inefable. Llamábanle Mateo a secas. Si este infeliz no daba nada que hacer, su compañero traía revuelto todo el cotarro. Una mañana, la ciega fue a D. Ángel con la requisitoria de que la noche anterior el apóstol le había hecho proposiciones amorosas de lo más indecente, amenazándola con una mano de palos si no se dejaba seducir. El amo llamó aparte al pérfido, y le echó una peluca como para él solo. Pero en vez de humillarse, Maldiciones se plantó, diciéndole con la mayor insolencia: «Para lo que usted me da, ¡cójilis!... Mátanle a uno de hambre, y luego le piden virtud... ¡re-cójilis!».

Recogió sus alforjas vacías, y se fue. No podía vivir sino en la mendicidad vagabunda, y sentía la nostalgia de las puertas de las iglesias, en las cuales llevaba veinte años de honrada profesión de cojo. Por una irónica fatalidad, la pobre ciega llamábase Lucía. Su única exigencia era que la dejaran ir a oír misa, y tomando por lazarillo al sobrinuco de Virones, íbase a Toledo los domingos y algunos días de precepto. No tenía más familia que una hermana, mujer de un trabajador de la Fábrica de Espadas, hombre de poca cristiandad, según decía, que la consideraba como carga difícil de llevar, por lo que era feliz en su nueva posición, sin más familia ni más amos que Dios y el señor de Turleque y Guadalupe.

El chiquillo de Virones (sobrino se quiere decir, y lo era realmente), la más preciosa adquisición de la flamante hermandad, tenía todo el desarrollo propio de sus seis años, cosa rara en estos tiempos de raquitismo: su perfecta hechura de cuerpo, su rostro de peregrina belleza recordaban los inspirados retratos que hizo Murillo del Niño Dios, de ese niño tan hechicero como grave, en cuyos ojos brilla la suprema inteligencia, sin menoscabo de la gracia infantil. Para mayor encanto llamábase Jesús, y no era ésta la última coincidencia: había nacido en un pesebre, yendo su madre de Cuerva a Mazarambroz en una fría noche de Febrero. D. Eleuterio contaba el caso con prolijidad; como que acompañaba a su hermana María (ya viuda del Secretario del Ayuntamiento de Ajofrín) en aquel trance mal previsto, pues la señora se equivocó en la cuenta, y no creía librar hasta Marzo. Unos pastores les prestaron auxilio, llevándoles alimento. A no ser por la fecha y porque no vinieron reyes de Oriente, ni tampoco de Occidente, el caso habría ofrecido, según Virones, una perfecta semejanza, en lo accidental, con el nacimiento del Redentor del mundo.

Encantaban a Guerra la dulce seriedad de aquel niño, su quietud, su docilidad, sus travesurillas, de lo más cándido que puede imaginarse, su lenguaje claro y con acentos de misteriosa ternura. Manso como un cordero, se habría dejado castigar sin protesta, si hubiera sido alguna vez merecedor de castigo. El amo le llevaba de la mano, pareciéndose al San José del Greco que decora la capilla de Guendulain; sólo que le faltaba la capa amarilla con que la iconografía cristiana viste al carpintero de Nazaret. Se entretenía conversando con él, y a veces, quizás por espejismos de su propio pensamiento, encontraba cierto sentido profundo y simbólico en lo que el chiquitín decía. Un buen rato consagraba diariamente a darle lección de lectura y escritura, en su despacho, tarea sumamente grata, porque Jesús era la misma obediencia, se aplicaba un poquitín, y al trazar con sus dedos rígidos el palote ponía unos hocicos muy monos. Expresaba su cansancio suspirando, por no atreverse a manifestarlo de otro modo, y entonces el maestro le mandaba a jugar.

El resto del tiempo consagrábalo a madurar su proyecto, y a discurrir sobre los inconvenientes que cada día iba descubriendo en él. La última visita de D. Juan habíale dejado la impresión de que alguna particularidad importante no gustaba al sagreño, a pesar de los elogios que al conjunto y a la idea tributó con más cortesía que sinceridad. Esto le traía intranquilo, y no cesaba de pensar en ello, ya manteniéndose firme contra la rutina, ya inclinándose a la transacción. «No sé qué razones de peso pueden oponer a mi plan de instalar cada sexo en sendas alas de un edificio, unidas por la fraternidad, separadas por la decencia. Esta prevención contra la proximidad de hombres y mujeres, es quizás la causa de la mayoría de los escándalos que ocurren en el mundo. ¿A qué ese temor? ¿A qué ese alejamiento absurdo, con tantísima reja y con el valladar de la distancia? El trato honesto, la decente aproximación son mejor defensa de la virtud que los desvíos huraños. Contra tales rutinas tengo yo que sostener una lucha, en la cual no pienso ceder ni un ápice de terreno. La verdadera santidad no se asuste de la vista y trato entre personas de distinto sexo: al contrario, más expuesta es la soledad soñadora. Hizo Dios al hombre para la sociedad, y en ella es mayor mérito la pureza... Por consiguiente, diga lo que quiera Casado, no habrá quien me apee de esto... Es fácil que clamen: «escándalo, escándalo», y que alguien intrigue para que no me concedan la autorización indispensable. Pero no me importa. Lucharemos. Ya sabré dar mis razones. ¡Pues no faltaba más!... (Exaltándose.) La mujer es la gala de la Naturaleza, el encanto del hombre así en la vida casta como en la que no lo es. La razón, que es el hombre, no daría de sí jamás ningún fruto, sin que el, sentimiento, o sea la mujer, no la alentara y encendiera. Sin mujer, somos como lámpara vacía y sin mecha. La castidad, el más perfecto y sublime estado, no es tal castidad, no es virtud, no es nada, sino en la comunicación decente de los dos sexos. Para luchar con el mal social, se necesita del conjunto de todos los elementos sociales. Aislándonos, no valemos nada. La noción primera del amor no surge sino en medio de la vida, en el inmenso escenario poblado de seres distintos, y en el tumulto de las varias pasiones que los unen y los separan. Tanta reja, tanta precaución y tanto encierro entre paredes, extinguen la fuente del amor. En cambio, el trato social y la castidad misma, aunque extraño parezca, la enriquecen de aguas purísimas. Esto diré yo a los rutinarios y cortos de entendimiento que escrupulicen sobre el particular. Defendereme con brío, y mis ideas prevalecerán pese a quien pese».


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