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Ángel Guerra/119

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo IV – Ensueño dominista

de Benito Pérez Galdós


En los días de estas vulgares ocurrencias poco dignas de ser contadas, volvió de la Sagra el clérigo D. Juan, lo que tampoco merece, bien mirado el caso, figurar en las páginas de la Historia. Diversos móviles le trajeron a Toledo al mes escaso de haberse ido, y entre ellos fue de más peso la necesidad de hacer algunas compras que el recrudecimiento de los achaques de Felisita, con vahídos frecuentes y dilatación lacerante del diafragma (por haber sabido que el Penitenciario y otro canónigo se habían puesto como ropa de pascuas en la última reunión capitular). Estas y otras razones precipitaron su vuelta, y al siguiente día de su llegada, que era domingo, se encaminó al Socorro, obedeciendo a un recadito que desde allí le enviaron.

Como día festivo, casi todas las hermanitas estaban en casa, pues según las reglas de su instituto, las que asistían enfermos que no se hallaran en situación de suma gravedad, retirábanse el sábado por la tarde, consagrando veinticuatro horas a la oración, al descanso y a recrear sus ánimos con distracciones inocentes. Cuando Casado entró, a eso de las cuatro, algunas rezaban en la capilla, y las más rebullían como colegialas en el patio de la casa, el cual, aunque con honores de jardín o huerta, no podía negar que había sido corral de gallinas. La primera que salió a recibir a D. Juan fue la Madre Sor Victoria, que le dejó al poco rato en poder de Sor Lorenza y Sor Expectación, la negra de alabastro, ambas con el rostro muy encendido por haberse sofocado en el bullicioso juego de las cuatro esquinas.

«Don Juan -dijo Leré al sagreño-, dispénseme que le haya molestado. Quería hablar con usted, y como me dijeron que se marchaba pronto, no quise que se me escapara. Ya sé que lo de su señora hermana no es cosa de cuidado...

-Y aún sería menos, si Felisa no tuviera la maldita costumbre de hacer propias todas las desgracias ajenas; pero es una mujer que llora cuando le duelen las muelas a sus amigas, y que se suena cuando estornuda el señor Deán. Y usted, ¿qué tal? Vaya que se nos está poniendo muy guapa...

-Es favor.

-¡Qué colores, qué tez saludable y qué alegría de ojos! Se conoce que la mejor higiene es vivir revolviendo enfermos asquerosos y oyendo lástimas y bramidos de dolor. ¡Estupendo trabajo! Nada existe en nuestros tiempos más digno de admiración y respeto. El Señor, que todo lo mira, reparte entre sus ministras los bienes de la salud perfecta y de la alegría del corazón, irradiaciones de una conciencia limpia como el sol... Y ahora que recuerdo: me dijo Porras que en una casa donde usted asistía, la quisieron matar.

-Fue más el ruido que las nueces. Cierto que aquel pedazo de bárbaro me amenazó dos o tres veces. ¿Cree usted que tuve miedo? Ni pizca. Pero puse el caso en conocimiento de la Madre, como era mi deber, y la Madre me mandó retirar... Conque vamos al grano, don Juan, que no quiero entretenerle mucho. Yo desearía... pues... como usted tiene tanta influencia con D. Ángel... que le hiciera comprender las dificultades de picar muy alto en eso de la Congregación que quiere fundar.

-Conozco a medias su proyecto, hija mía.

-Pues conózcalo a enteras, y verá que allí hay cosas muy bonitas, si muy bonitas; pero...

-Pero que en la práctica, de puro bonitas se caen... y no hay medio de ponerlas en pie.

-Exactamente. De la forma, del modo con que D. Ángel desarrolle su pensamiento depende que nosotras lo aceptemos o no.

-Le prevengo a usted que él cuenta conque, una gran parte de las socorristas se vayan con él.

-Iremos, ¿quién lo duda? tal vez en ramillete, con nuestra Madre en el centro, si la Congregación es autorizada en toda regla; pero me temo que con los planes demasiado... grandones de nuestro buen amigo...

-Poco a poco: no decirle a nuestro buen amigo que puede faltarle la autorización, por que fácil es que se lo lleve todo pateta, y que el fundador caiga con un golpe de ictericia. Lo que ha de hacer usted es ir recortándole poquito a poco los vuelos. La influencia de usted sobre él, en el orden espiritual y en las más puras formas que cabe imaginar, es decisiva, legítima influencia de lo divino sobre lo humano. No tiene más que extender su dedo sobre las constituciones escritas por él, y decirle: «borro esto, y esto y esto». Puede que rezongue; puede que su voluntad, hecha a las iniciativas, cerdee un poco, pareciendo que se rebela y no transige; pero al fin transigirá. Créame a mí: coja las tijeritas, y con mucho mimo y mucha suavidad, hoy le corta usted una pluma, mañana otra, hasta dejarle las alas en disposición de no poder volar más arriba de cierta altura razonable. Yo no le he visto desde que he vuelto; pero mañana mismo...

Sor Expectación, que se alejó un instante, picada su curiosidad por el ruido de pasos y voces que en la próxima capilla se oía, volvió diciendo: «Si está ahí D. Ángel... en la capilla. La Madre le enseña el San José, que nos ha venido de Madrid... ¡Qué cosas tiene D. Ángel! Dice que es un horrible adefesio de gusto francés, y que si le pegamos fuego, él le arrojará la primera cerilla».

CASADO. - En nombrando al ruin de Roma... Yo me voy, Sor, y le encomiendo a su habilidad.

-No; quédese, por Dios. A usted le hace más caso que a mí.

-¡Ay, hija mía! nos estimamos mucho; pero en el fondo no nos hacemos recíprocamente gran caso.

Entró Ángel, echando pestes contra la iconografía moderna, y al ver al sagreño, su sorpresa y alegría hiciéronle olvidar los horrores artísticos de que abominaba. Abrazáronse fraternalmente. La Superiora, que en pos de él entró, parecía un tanto amoscada de la irreverencia con que el caballero de Turleque, discurriendo como artista, se burlaba de la escultura que ella creía exactísimo retrato del Santo Patriarca. Reanudada la disputa, D. Juan, tomando el partido de Guerra, dijo más de cuatro cuchufletas a la Superiora, con quien, por ser primos, gran confianza tenía. Rebatiolas la Madre Vitoria con más fe que sentido estético, y un cuarto de hora se llevaron los cinco enzarzados en una polémica que hubo de terminar quedándose cada cual con su opinión, y el San José tan espigado, tan fresco de mejillas y tan estiradito de cuello como le dejaran el carpintero y el pintamonas que de la nada de un pedazo de peral le habían sacado. Fuéronse la Madre y Sor Expectación, y no bien se quedaron solos los dos amigos y la hermanita, rompió D. Juan de esta manera:

«Hablábamos de usted, D. Ángel, y yo decía que no he acabado de entender la nueva Congregación Guadalupense y Turlequina.

-Amigo Casado, (Nervioso.) no sea usted marrullero, y si tiene reparos que hacerme, hágalos de frente.

-¿Reparos? Al conjunto, a la idea total hay que quitarles el sombrero. Pero ciertos detalles de organización no me entran... Mejor que las descripciones detalladas, valdrán los ejemplos prácticos, para darme luz sobre ciertas particularidades. Vamos a ver: siéntese usted, y escuche y responda. Supongamos que yo no soy quien soy, sino un pobrecito de las calles, y que me caigo de hambre y tengo las carnes al fresco. He oído decir que de la parte allá del puente de San Martín hay una casa de Dios donde apañan a todo el que llega, y arrastrándome como puedo me voy hacia ella...

-Llama usted a la Puerta de la Caridad: se le abre al momento...

-Y me encuentro delante de un conserje de sotana o de una portera con tocas, que me toman el nombre...

-No le toman nada. Le conducen sin pérdida de tiempo al departamento de hombres, donde le visten si es que llega mal de ropa, y pasa usted al gran refectorio, donde habrá próximamente cincuenta o sesenta plazas...

-¿De asilados o de hermanos?

-No hay diferencia para el caso. En la misma mesa comen unos y otros. Supongamos que llega mi hombre a la hora de comer y que todos los sitios están ocupados: hay treinta y cinco acogidos y quince hermanos profesos. Pues uno de éstos se levanta, le deja a usted su puesto y se va a comer a la cocina.

-¡Ah!... ya... (Con asombro.) Pues mire, eso es nuevo, novísimo de puro viejo. Volvemos a los primitivos tiempos de la Iglesia, a la fraternidad pura.

Leré oía y callaba, con suprema modestia.

«Bueno, bueno. Pues tocan a recogerse. Supongo que me llevarán a un dormitorio...

-No, señor. ¿Qué? ¿creía usted que los hermanos duermen cada uno en su celda, y que almacenamos a los asilados en dormitorios de cuartel o de colegio? (Con acento machacón.) No hay más que celdas: en ellas duermen los profesos siempre que no haya un acogido que las ocupe. De modo que llega D. Juan, y si tenemos todos los departamentos ocupados, un hermano le deja su celda y su lecho, y se va a dormir a un banquito del claustro.

-Ya... ¿Y si me da un tifus, viruela o el trancazo?

-Pues en la propia celda donde ha dormido, se le cuida y se le cura, o se le amortaja. No hay salas de hospital donde los enfermos son colocados como casos clínicos, donde el dolor y la muerte se multiplican por el número de camas puestas en fila.

-Muy bien, muy bien, si la práctica responde a la hermosura de la idea... Vamos a otra cosa. Figurémonos que en vez de ser yo el tipo ese que he dicho, soy un perdis, un criminal, un bandolero, que arrepentido de veras o de mentirijillas, me planto allá, tiro de mi campana...

-Se le recibe lo mismo. Nadie le pregunta si es bandido o qué demonios es. A usted le tocará decirlo, si ha ido con la intención de descargar su conciencia y buscar consuelo en la paz de aquella familia religiosa. Y no crea que la casa le servirá de escondite contra la justicia, porque ésta tiene la puerta abierta de día y de noche para entrar y registrarlo todo. Vamos, que si el hombre se ha colado allí por librarse de la Guardia civil, se lleva chasco.

-No; debo suponer que si voy allá es porque temo a mi propia conciencia más que a la policía. Enterado. Los hermanos me consuelan, me reconcilian con Dios, me quitan de la cabeza mis malos pensamientos... Bueno. Pero supongamos que en vez de darme por seguir las vías pacíficas y espirituales, me da por lo contrario, y me rebelo y armo camorra, y la emprendo a bofetada limpia con el primer turlequino que me echo a la cara...

-En ese caso, el profeso que reciba un porrazo, con él se queda. Está prohibida la defensa. Para casos muy extraordinarios, que espero sucedan rarísima vez, tendremos dos o tres hermanos del orden seglar que cojan al rebelde agresor, y sin causarle daño alguno le acompañen a la Puerta de la Esperanza, y le hagan salir por ella... Confío mucho en la oxigenación moral, en los efectos saludables y rápidos de la mansedumbre y de la persuasión evangélica.

-Hermosísimo como idea; pero en la práctica... -observó Casado mirando a la hermanita, que ni con palabras ni con la expresión del rostro dejaba entender su pensamiento.

-¡La práctica! -exclamó Guerra excitándose-. Ya veía yo venir la muletilla. Es el comodín que sirve para amparar las rutinas más estúpidas. La práctica, amigo mío, no puede menos de responder a toda buena teoría. No seamos timoratos; no pensemos mal de la realidad, juzgándola como la infalible desilusión de nuestras ideas, como el hálito vicioso y malsano que ha de convertirlas en humo. Cultivemos la idea sin desconfiar de la realidad, que vendrá ¿pues no ha de venir? a dar forma y vida al pensamiento, pues para eso existe. El mundo físico, ¿qué es más que un esclavo del mundo ideal y el ejecutor ciego de sus planes? Basta, D. Juan, basta. No nos asustemos con el coco de la práctica, con ese fantasmón traído a nuestros tiempos por un positivismo huero y sin substancia. No; la realidad es mejor de lo que usted cree. Cabalmente desea ella, en los desmayados tiempos que alcanzamos, que le echen ideas grandes, ideas sublimes para materializarlas y darles cuerpo y vida, en bien de los humanos y para gloria de quien hizo los astros y el polvo de la tierra. Y si me apuran, diré que la realidad hállase hoy como hastiada de su pedestre y vil trabajo, con tanta vulgaridad económica y mecánica, y anhela, ¡vive Dios! remontarse a más altas esferas.

Don Juan, aturdido, no supo qué contestar. Leré, con toda su modestia y compostura grave, no pudo disimular la absoluta concordancia de su pensamiento con el de su espiritual amigo.


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