Ángel Guerra/126
IV
[editar]Aquel perro que ladraba en Turleque tuvo en gran inquietud durante más de una hora al anciano cigarralero de la finca; el cual, sin moverse de su cama, no hizo más que manifestar a la cigarralera sus temores de merodeo de legumbres. Librada expresó su asentimiento con atronadores ronquidos. Los apóstoles, Virones, D. Pito y demás huéspedes no interrumpieron en toda la noche su plácido reposo. El primero que descubrió la tragedia de Guadalupe fue un mozo de Turleque, llamado Evaristo, que al levantarse a la alborada, echó de menos la petaca que le había dado el amo. Recordó que la tarde anterior, hallándose en el corral de Guadalupe después de sacar agua del pozo, había obsequiado con un pitillo a Virones, dejando la petaca sobre la piedra del lavadero, con intención de recogerla luego. Fue allá, y al pasar por frente a la puerta de la cocina, notó que no estaba cerrada. Un impulso inexplicable determinó en él la acción de empujarla y mirar para dentro. ¡Santo Cristo de las Aguas! Lo primero que vio, a la incierta claridad del día que apuntaba, fue la cara de Jusepa estampada en la pared, los ojos como huevos, fijos en la puerta, la cabeza dislocada, formando ángulo recto con el tronco yacente. El terror le hizo ver la cara a dos varas del cuerpo.
Pasado el primer espasmo de miedo, el pobre chico apretó a correr hacia Turleque dando voces. Virones salió a su encuentro. Confusión, gritos, tumulto. En cuatro zancajos, D. Eleuterio llegó a Guadalupe; tras él fueron Mateo, el cigarralero y otros, y la espantosa vista de Jusepa les dejó perplejos y aterrados. «¡El amo!» gritó Virones corriendo hacia arriba. Viéronle en el suelo, atado a la cama, pero ya con los brazos libres, pues forcejeando toda la noche había conseguido desligarlos de la faja que por la espalda se los sujetaba. «Estoy vivo» murmuró Guerra al ver entrar el tropel de sus amigos; y ya no dijo más, desvaneciéndose en los brazos amantes que le desligaron y le tendieron en el lecho, casi caliente aún del infame cuerpo de Arístides. La consternación no permitió a los de Turleque determinar nada en los primeros momentos. Unos opinaban que el amo estaba muerto, otros que vivía. Le desnudaron; vieron la terrible herida del costado, y los coágulos de sangre en la ropa. Recobrándose de nuevo, Ángel repitió con voz apenas perceptible: «Estoy vivo».
-¡Vivo! -clamaron a una las voces como vidas de aquellos fieles. Mateo, por sí y ante sí, salió a escape para Toledo en busca de un médico. El cigarralero juzgó más práctico mandar a Evaristo que corría como el viento. Que Mateo avisara a D. Juan Casado, a D. José Suárez... D. Pito fue el último que, llegó, y al ver a Jusepa como acabada de espirar en garrote vil, le temblaron las piernas, y se le paralizó la voz... No acertaba a subir la escalera. Por ella bajó alguien que le dijo «está vivo», y se animó a subir. Al ver a su amigo y protector, rompió a llorar como un chiquillo, y le abrazó la cabeza. «Ya... esos pillos... Me lo temía... Que sepan que no es mi hijo... ese... ¡Virgen del Carmen, Señor, que no se muera el maestro...! Mátame a mí que no sirvo para nada».
Reuniose mucha gente, y al fin se tomaron las determinaciones más elementales... lavar la herida, vendarla, dar alimento al señor. El cadáver de la loba dejáronle como estaba hasta que viniese el juez. En un coche, desempedrando caminos, llegó el médico; poco después en otro, echando chispas, Casado. La curia no fue hasta las doce. Ángel declaró que desconocía en absoluto a los criminales... Tres hombres con máscara... En cuanto a cómo y por qué mataron a Jusepa, nada sabía. D. Pito aseguró conocer a los autores del robo y doble homicidio; pero tan disparatada y contradictoria resultó su deposición, que se le llevaron a la cárcel. Arrastrando la pata inválida y dándose golpes en la cintura para sujetarse los pantalones, partió para Toledo el buen capitán, y decía: «Yo lo descubriré todo... me caso con el arco iris... ¡Mentecato de mí que pensé que eran fantasmas! ¡Tómate fantasmas!... Yo cantaré claro... No me importa ir a la cárcel, ni al patíbulo, con tal que la paguen los que la hicieron».
Después de prestar declaración, Ángel no se dio cuenta de nada, ni siquiera de que le conducían a Toledo en una camilla, y le instalaban en su cama y alcoba de la calle del Locum. Al recobrar sus facultades, la primera persona que vio fue Teresa Pantoja, que lloraba sentada en una silla próxima a la cómoda. Causaron al herido gran extrañeza el Niño Jesús con zapatos de raso, el retrato de Lorenzana y los acericos, cual si no hubiera visto en un siglo aquellos objetos. Inconmensurable distancia ponía su mente entre el pasado y aquel presente triste, desilusión de la vida ante las evidencias de la muerte. Luego vio entrar a D. Acisclo, con Casado y Palomeque, los tres desconcertados, haciendo de tripas corazón y procurando aparentar que se las prometían muy felices. Hiciéronle mil preguntas: si le dolía por aquí, si le dolía por allá; inspeccionole el médico, y no faltaron las expresiones de consuelo propias del caso. Pero el paciente les dijo con serenidad estoica: «Basta de pamemas, señores míos. Ya sé que me muero: me lo dice mi propia máquina, desgobernada ya, y rota. El morir no me asusta. Al contrario, entendiendo voy que es mi única solución posible. La muerte resuelve el problema de mí mismo, embrollado por la vida. Me resigno, y bendigo a Dios que me ha traído a este fin, porque así conviene a la justicia, a la lógica y al descanso de mi alma: Lo que deseo es que no se aparten de mí las personas que me son caras, las predilectas de mi corazón. Es lo único que se va ganando en este juego de la vida: el gusto y la alegría de amar».
Protestó D. Isidro contra la idea de morir, sosteniendo que él había visto casos de heridas más graves terminados con felicísima cura. Explanó teorías muy audaces sobre el diafragma, el peritoneo y el hígado, colocando estas partes donde mejor se le antojaba; y el médico tuvo la caridad de asentir a tantísimo despropósito. Casado no se metió en tales dibujos, y acercándose al herido le dijo en voz queda. «Como esto va largo, aunque no hay peligro de muerte, y necesitamos una asistencia delicada, he dispuesto que venga esta misma tarde la maravilla del Socorro, Sor Lorenza». Harto sabía el sagreño que ésta era la mejor medicina. «Bien, bien, don Juan -díjole su amigo-; sabe Dios que se lo agradezco con toda el alma. Esperaba de usted ese consuelo, porque usted me entiende».
Mal rato pasó aquella tarde, por la imposibilidad de tomar y retener el alimento, que al instante devolvía, y por los agudos dolores que difícilmente cedieron a las inyecciones de morfina. En uno de los descansos que le dio su mal, tuvo que prestar nueva declaración ante el Juzgado, y sencilla y noblemente se ratificó en lo depuesto por la mañana. No conocía a los agresores, ni podía sospechar quiénes eran. Entraron, quizás sobornando a la criada, y le hirieron mortalmente por apoderarse de la suma, no superior a tres o cuatro centenares de pesetas, que destinaba al pago de jornales. Dicho esto, intercedió con el juez para que soltase al pobre D. Pito, absolutamente inculpable en la tragedia de Guadalupe. Su inocencia era palmaria, como se desprendía de las declaraciones de los huéspedes de Turleque, que a su lado le tuvieron toda la noche. El Juzgado no debía dar ningún valor probatorio a las manifestaciones del navegante, verdaderos delirios engendrados por la embriaguez y por la monomanía persecutoria que le afectaba, a consecuencia de antiguos disentimientos con sus sobrinos y su hijo.
No se había marchado la curia cuando recaló D. José Suárez, afectadísimo. Su alma burguesa y chapeada de sensatez, fluctuaba inconsolable entre dos sentimientos de muy distinta calidad, la pena que el martirio de su pariente le causaba, y la rabia de considerar que toda aquella trapisonda era de la propia hechura del interfecto, ¿pues qué otra cosa podía resultar de tanto disparate, y de aquellas levas de apóstoles y perdidos? ¡Al Demonio se le ocurría encerrarse en Guadalupe entre gentuza incógnita, y gastar tontamente el dinero en mantener vagos, y en construir ratoneras para frailes y monjas! Con tales ideas, D. Suero tuvo para su sobrino cariños y reprimendas suaves, con aquello de «ahí tienes, ahí tienes los resultados... etc.». En la sala baja charló con los amigos y conocidos, tratando de inquirir si Ángel había hecho testamento antes de la tragedia. Pero ni Teresa Pantoja ni Casado le sacaron de sus dudas, y se fue caviloso, recelando que su pariente repartiese el caudal de los Guerras y Monegros entre toda la caterva eclesiástica, monjil y apostólica que le había sorbido el seso.
En el tren de la noche llegó Braulio Rojas, a quien llamaron por telégrafo. Tan afligido estaba el buen administrador de Madrid, que no quiso entrar en el cuarto de su señor y amigo, difiriendo para el siguiente día la penosa entrevista, y se fue a dormir a casa de D. Suero.
Mancebo, que pasó casi toda la tarde en la salita baja, sin subir a la alcoba por no molestar al enfermo, no podía con su alma de inquieto y descorazonado. Del disgusto se le había recrudecido el mal de los ojos, obligándole a ponerse las vidrieras, que a cada instante levantaba con el pañuelo para secar sus lágrimas. Pensaba que un hombre tan pío, tan benéfico, padre de los pobres y providencia de los necesitados, no se debía morir en tan lozana edad. Murieran antes los estafermos como él, ya inútiles y cansados de vivir. Pero Dios así lo disponía, y qué remedio había más que acatar los inescrutables designios. En esto llegó Leré, con el envoltorio en que traía su ajuar casero de ministra de los enfermos. El tío salió de la salita para hablar con ella en el patio; mas con la opacidad verde de sus empañados anteojos, no pudo observar la consternación que en el rostro de la hermanita se pintaba. «¡Dios mío, qué pena! -exclamó ahogándose-. Me ha dicho don Acisclo que no hay esperanzas, que la muerte es segura».
-¡Ay, Jesús mío! Nada de esto habría pasado -dijo el clérigo poniendo toda su alma en un suspiro-, si hubieran hecho caso de mí... si tú... Vamos, que tú tienes la culpa de toda esta tragedia, porque si cuando don Ángel te quiso tomar... Vamos, no hay consuelo... ni sé lo que me digo. Señor, Señor, ¿verdad que yo acerté? ¿Verdad que yo dispuse con arte los caminos de la felicidad, y ellos con su cleriguicio los torcieron?
-No desbarre, tío -dijo Leré desentendiéndose de aquella idea-. ¿Pero será cierto que no hay esperanza? Si, sí, esperanza siempre hay. ¿Qué saben los médicos? Confiemos en Dios, pidámosle...
-Verás tú el caso que te hace. Fíate tú del petitorio. Cuando Él permite que las cosas vengan a esta extremidad dolorosa, es por que quiere meternos en la cabeza la idea de que no se juega impunemente con la lógica humana... ¡Ah! sabe mucho el de arriba. Humillémonos y reconozcamos que somos un polvillo miserable que va y viene con el viento... Ahora, hija mía, consuélale en sus últimos instantes; sé condescendiente y piadosa con él, entendiendo la piedad por todo lo alto; y si, como creo, se muestra sensible y amoroso contigo, que al fin el hombre nunca es más hombre que cuando se ve a dos dedos de la sepultura, no respondas a su cariño con los rigores de la mistiquería, ni te conviertas en el puerco-espín de los escrupulillos religiosos. Llévale el genio que saque; baila al son que te toque; asiente a cuanto te diga, que ello ha de ser noble y honrado, aunque tierno; endúlzale las últimas horas, pues nuestro don Ángel, bien lo he comprendido, te quiere siempre por lo humano, pese a todos los transportes y deliquios etéreos. Si así lo hicieres, practicarás la verdadera caridad con el moribundo.
Contestole la Sor que haría lo que su conciencia le dictara y lo que le inspirase Dios, pues harto conocía sus deberes de ministra de los enfermos, y la inmensa gratitud y consideración que a D. Ángel por tan diferentes motivos debía.
En el patio y en la escalera oíanse susurros y cuchicheos. Los amigos entraban por turno en la alcoba del enfermo, y bajaban luego a la sala a comunicarse sus impresiones, ora tristes, ora risueñas. Este ir y venir de gente llevó a los oídos del enfermo la especie de que había llegado la inspirada socorrista, y tiempo le faltó para pedir que comenzara sin dilación su preciosa, irremplazable asistencia.