Ángel Guerra/104

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo II – Casado confesor y consejero

de Benito Pérez Galdós


V[editar]

¡Virgen Sacratísima del Sagrario; santos gloriosos Ildefonso y Eugenio; Leocadia y Casilda, mártires benditas; Cristo Tendido, Santiago caballero y Pedro guardián de las puertas celestiales, todas cuantas imágenes pobláis la sacra iglesia toledana, sin excluirte a ti, San Cristóbal granadero, que tocas el techo con las manos: acudid en auxilio de vuestra fiel parroquiana Felisita, que no sabe a cuál de vosotros encomendarse, tan trastornada entra en vuestra casa, a la hora de vísperas, aún no repuesta de la impresión que le causara lo que oyó aquel día pegándose a la vidriera! Y tan nerviosa salió de su casa, que sus pies no acertaban a fijarse en el suelo, y al pasar bajo el arco de Palacio, en el momento de sonar la campana gorda, se llevó ambas manos a la cabeza, pensando que la torre se le iba encima poniéndosele por montera. Atormentada por la dispepsia, sentía sus ardores como si se hubiera tragado el anafre de la plancha con fuego y todo.

Pues ahí era nada en gracia de Dios lo que escuchado había. Casiano, aquel bruto bargueño de lucida estampa y entendimiento caballar, quería casarse con una que fue de cáscara amarga. ¡En el nombre del Padre, del Hijo...! Mas no era esto lo peor entre los horribles descubrimientos de aquel día, sino que... la ninfa de Casiano había sido antes ninfa de D. Ángel, el que estudiaba para cura. Una de dos: o se hundía el mundo, o amenazaba caer sobre Toledo otro cólera como el del 84... Intentó rezar. ¿Pero quién rezaba con aquel barullo dentro del cerebro? Se volvió medio loca recordando uno de los más inverosímiles detalles de la confidencia pescada. El animal de Casiano amaba a su novia ¿por qué creerán ustedes? ¿Por bonita? No. ¿Por honesta? Menos. Pues ¿por qué? Por flaca. Se había prendado de los huesos. ¿Cuándo se vio capricho más extravagante? Los esqueletos, o las esqueletas estaban de enhorabuena.

A la mañana siguiente, la viuda no pudo oír con devoción la misa de Reyes Nuevos. La distraían dos señoras que entraron poco después de ella, y se pusieron a examinar los sepulcros antes de que saliera el sacerdote. Mal rato pasó discurriendo quiénes podrían ser aquellas dos mujeres, y la pena de su curiosidad no satisfecha prodújole un intolerable amargor de boca. Rara vez veía en Reyes Nuevos, a tal hora, personas desconocidas, como no fueran ingleses irreverentes, que todo lo quieren fisgonear. De las dos señoras, la mayor enseñaba las regias sepulturas a la más joven, alta y de agraciado rostro. ¿Serían protestantes, Dios Sacramentado? ¡Ah! no, porque al salir el sacerdote se hincaron ambas y oyeron su misa devotamente. De Madrid debían de ser. Concluida la misa, la señora mayor volvió a extasiarse en la contemplación de las estatuas yacentes de los Enriques II y III, y sus respectivas consortes. Acercose la de Fraile con disimulo y oyó estas palabras: «Mira, mira qué guapetona está la Reina doña Catalina. Según dicen, el retrato vivo de mamá. Este D. Enrique era la persona más corriente que puedes figurarte. Como que empeñó el gabán para salir de un apuro. Aquel otro de barba cerrada, y que parece hombre de malas pulgas, es el de Trastamara. Le quiero y le respeto como de la familia; pero no me gusta que matara a su hermano Pedro, aunque en rigor, de aquella trapatiesta tuvo la culpa un francés, un lipendi que llamaban D. Claquín...

No necesitó Felisita oír más. «Ellas son, la madre y la hija, la madre loca, que se cree emparentada con estos reyes... nuevos, y la hija flaca, la reina vieja de D. Ángel, y ahora reina nueva, de Casiano. ¡Tanto como me habló de ellas Juan, y yo rabiando por conocerlas! ¡Qué casualidad conocerlas ahora! Virgen Santísima, ten compasión de mí. Que no me dé ahora el arrechucho gordo. Me sentaré hasta que pase este sudor frío, y este bulto que me sube de la boca del estómago, como si me inflaran un globo aquí dentro. ¡Con que las Babelas! Y verdaderamente es guapa la chica. (Mirándolas desde un banco de enfrente.) Ésta es la que, según me contó Juan, se curó del amor con unas terribles borracheras, y luego le mataron el vicio con la religión bendita... Pues lo que es yo no me voy sin echar un parrafito con ellas. ¿Qué haré para trabar conversación? No se me ocurre nada. Me consta que aprecian mucho a Juan, y en cuanto me conozcan... A ver si me atrevo... Ahora quieren ver de cerca el enterramiento de D. Juan I, que tiene corrida la cortina. Si viniera Pepe, él la descorrería. ¿Dónde demonios se habrá metido ahora este pelmazo de sacristán? Vamos, la descorreré yo misma, y así trabaremos conversación». Dirígese a la cabecera de la capilla, y tirando de la cuerda, descubre la estatua orante de D. Juan I.

Gracias, señora -dijo doña Catalina con muchísimo remilgo.

-Ya, ya sé que son ustedes de sangre real -afirmó Felisita echando por la calle de en medio.

-Ay, señora, me alegro de que usted lo sepa y lo declare, para que no me digan que lo invento yo.

-Mamá, mamá -murmuró Dulce a su lado, tirándole de la manga del abrigo.

-Porque nadie quiere creerme, ¡ay de mí! y mis propios hijos se burlan cuando les digo y les demuestro que la sangre que llevamos... Estate quieta, hija...

-Todo sea por Dios -murmuró Felisita, que no hallaba medio de presentarse mientras doña Catalina no abandonase su real manía.

Dulce contemplaba la estatua, y doña Catalina seguía desbarrando, hasta que la de Fraile metió baza, diciendo:

«Usted no me conoce. Yo soy la hermana de Juanito Casado.

La de Alencastre prorrumpió en chillidos.

«Dulce, hija mía, mira, ven. La hermana de D. Juan. ¡Qué felicidad conocerla! Pues no se parece... digo sí. En los ojos tiene un no sé qué... Señora mía, ¡cuánto gusto...!»

Hiciéronse las tres los cumplidos de ordenanza, y Dulce preguntó a Felisita, con grandísimo interés, por su hermano.

-¡Qué caro se vende el pícaro! Tantísimos días sin dejarse ver. Yo creí que había marchado a la Sagra.

-Ocupadísimo, hija. Las hermanitas no me le dejan vivir. Gracias que el amigo Porras va mejor... Pero díganme: ¿piensan ustedes oír otra misa? En esta capilla ya no hay más. Pero podremos alcanzar la de D. Mateo en el Sagrario.

-Vamos allá, vamos -dijo la de Alencastre-. Si usted la oye, nosotros también, que harto necesitamos pedir a Dios que nos saque del berenjenal en que nos vemos metidas.

Oyeron la misa de D. Mateo, y durante ella, ardía en febril curiosidad la viuda por saber en qué berenjenal habían caído las Babelas. No fue preciso pinchar a doña Catalina para que hablase, porque la buena señora sentía verdadero furor de comunicación y familiaridad, y en cuanto salieron al claustro por la Puerta de la Feria, se franqueó con su flamante amiga cual si tuviese con ella conocimiento de muchos años.

-Ay, señora mía, tengo unos hijos que son las plagas de Faraón. Así como de ésta no hay quejas, porque es, ahí donde usted la ve, más buena que el pan, virtuosísima y trabajadora como ella sola, los varones, ¡ay! los varones me consumen la figura, y acabarán por llevarme al panteón antes de tiempo. Por el lado de ésta, todo es felicidad, y ahora vamos a casarla con un conde...

-Mamá, por Dios... mamá.

-Quiero decir... con... No seamos materiales.

-Con Casiano... Si le conozco. Es amigo nuestro.

-Y algo pariente, según creo. De modo que vamos a emparentarnos todos. ¡Qué dicha!... Pues decía que mis hijos... El mayor, hombre de gran talento, de presencia tan elegante y fina que cuando estrena ropa me le tomarían por duque o vizconde, tiene la desgracia de que todo lo que emprende le sale al revés, y el pobretín ¡se ve metido en unos enjuagues...! El cuento es que no trabaja, y quiere hacerse capitalista en un abrir y cerrar de ojos. Hay tan malos ejemplos, señora, que no es de extrañar que los jóvenes pierdan el sentido y salgan con la antigua martingala de lo que es de España es de los españoles. En fin, que mi Arístides ha tenido que esconderse porque un juececillo de Madrid dictó auto de prisión contra él... Verá usted... el desventurado se metió a empresario de circo, contrató la compañía y los caballos, tomó dinero, y ahora dicen los saltimbanquis que no les ha pagado, y que si vendió o no vendió las caballerías.

-¡Cosas de chicos! -indicó Felisita con cierto flujo de adulación.

-Justo y cabal. Pero váyale usted al juez con esas chiquilladas. El otro hijo mío, no menos despejado que su hermano, sólo que le da por las matemáticas, también ha tenido que escurrir el bulto porque un señor de aquí, que le llaman D. José Suárez, fue al juez con la cantinela de que le habían estafado con una letra falsa. Los criminales debieron de ser unos tipos venidos de Madrid; pero como tuvo mi hijo la mala suerte de pasear con ellos, vea por donde el pobre Fausto es quien paga los vidrios rotos. Y el juez quiere trincarle. Hemos pasado ayer un día infernal. ¡Qué de menos echamos al buen D. Juan para que nos consolara y nos diera un consejo de los que él reserva para los amigos, con aquel talentazo de Dios!... Mi marido no sirve para estas cosas, y en cuanto oye hablar de justicia, no le llega la camisa al cuerpo. Hombre de bien a carta cabal, podría ocupar las más altas posiciones sólo con echarse a la espalda sus ideas de toda la vida. Pero es tan delicado, que no ha querido nunca destinos pingües sino alguna placita modesta y obscura, porque, lo que él dice: «no se debe vivir para comer, sino comer para vivir, y estoy más tranquilo en un rincón, que no quemándome las cejas en una dirección general o desempeñando una cartera». Lo mismo pienso yo, y aunque por mi parentela pico muy alto, también me inclino a la obscuridad sin afanes, y más me gustaría que mis hijos fuesen carpinteros o albañiles y me trajeran un jornal, que ver los, como he visto a mi Arístides, hoy tirando millones y mañana buscando una triste peseta.

Aunque gozosa de conocer personalmente a la original familia, Felisita principiaba a cansarse de las jeremiadas de la rica-hembra, y procuró llevar la conversación a otro terreno. Dieron varias vueltas en el ala del claustro, y en una de ellas las invitó a volver a entrar para oír otra risa. Vacilación de Dulce; desgana de dona Catalina, que ya creía haber cumplido con Dios. Decidieron por fin separarse; y la viuda de Fraile, que de buena gana habría seguido con ellas hasta introducirse en su casa, y registrarla toda, y ver cómo vivían, se asustó de las trapisondas que la Babel contó de sus hijos, y con exquisita prudencia se abstuvo de intimar con semejante gente. Despidiéronse con mucho melindre, mucho dengue y mucho ofrecimiento de visitas, y la Casado se metió otra vez en la Catedral, diciendo: «¡Ay! me han dejado la cabeza como un bombo».

Sus nervios, no obstante, se tranquilizaron, y la mañana habría sido de las más apacibles, si uno de los apóstoles no le hubiera llevado el cuento de que ya estaban elegidos los trece pobres del Lavatorio, y que él y su amigo (el otro protegido) no iban incluidos en la lista. (Berrinche, acideces, timpanitis y regurgitaciones intolerables). Marchose a su casa de muy mal talante, y lo primero que hizo al ver a su hermano fue contarle el encuentro de aquella mañana, y repetirle con fiel memoria todos los disparates dichos por doña Catalina, con lo que se divirtió mucho el buen clérigo


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