Ángel Guerra/118

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo III – Caballería cristiana​
 de Benito Pérez Galdós


XIV[editar]

«Arístides -le dijo Guerra alargándole la mano-. No te había conocido, aunque venía pensando en ti. Cuando este buen amigo me habló de un desechado del Infierno, sospeché que eras tú.

Nada contestó a este saludo el barón de Lancaster, cuyo abatimiento y postración superaban a cuanto pudiera decirse. Guerra observó el local: una crujía abierta a la intemperie por el lado del Tajo, y que más parecía depósito de inmundicias que habitación de seres humanos, llena de objetos cuya forma no podía determinarse bien a la mortecina luz que la alumbraba, un farolillo semejante a los que arden colgados ante las imágenes en las calles toledanas. Mirando bien, se podían distinguir pilas de diversas formas, pellejos inflados, sacos de greda, y broza de tenerías, más perceptible al olfato que a la vista.

«Sí -dijo Arístides con voz cavernosa, sentándose sobre una caja en la cual había restos de comida entre papeles grasientos-, aquí me tienes. Pues yo, cuando entendí que Zacarías no venía solo, me figuré quién era. Sólo tú eres capaz de sobreponerte a toda consideración y de olvidar rencores antiguos para venir a consolar a estos desgraciados.

Al oír el plural, Guerra ahondó más con sus ojos en aquellas cavidades tenebrosas, y vio que allá en el fondo, sobre un montón de tablas, se alzaba una cabeza. Era la de Fausto, tendido boca abajo, estirados los cuatro remos. Despertó en el momento aquel, y alzándose sobre las patas delanteras (su aspecto era enteramente el de un animal), bostezó y volvió a echarse, recogiendo las manos y apoyando en ellas la cabeza ladeada. Zacarías sentado en un rincón no desplegaba sus labios.

-Pues ya ves cómo vivimos, si esto es vivir -prosiguió Arístides con dolorido acento.

-Tú dirás: «muy gorda tiene que ser la que éstos han hecho para verse reducidos a tal miseria y a escurrir el bulto de este modo». Pues te diré con el alma en los labios, sin atenuar nuestras culpas, que la penitencia no corresponde al pecado. A ti se te debe decir la verdad, la verdad descarnada y seca, que duele al salir de la boca. Yo siento un consuelo en confesarme contigo sin quitarme ni un ápice de responsabilidad. Pues fue que alquilé los caballos para el circo, y hallándome muy raso de dinero, carcomido de acreedores y con mil necesidades angustiosas por satisfacer, los vendí, entiéndase los caballos, y... Después no pude pagar a la compañía; y ya ves... me armaron este lío... Sé que merezco la cárcel... pero mientras pueda defenderme de ella, me defenderé. Mi padre no ha querido ampararme, y con esos pujos de honradez que le han entrado ahora, nos echó de casa a Fausto y a mí. Hemos peregrinado, como perros vagabundos, por diferentes corrales. Pase la falta de libertad; pase el vivir entre tanta porquería; pero el no comer, el aniquilarse por falta de alimento, no se puede sufrir. Yo le dije a Zacarías ayer: «si no salgo pronto de esta situación tan... espiritualista, me tiro al Tajo».

-Pues, aunque no es un consejo lo que te hace más falta -le dijo Guerra-, principiaré por dártelo. Resígnate, Arístides. Has faltado: es forzoso que padezcas. Preséntate a la justicia, ingresa en la cárcel. Yo te pasaré un diario mientras estés allí, para que tú y tu hermano no tengáis que comer el rancho de los presos. ¿Qué? ¿Haces ascos a mi proposición? Careces de espíritu cristiano y de todo sentido de justicia. Estás dañado hasta la médula.

-No, entendámonos. (Acariciándose la barba.) Lo que me dices, querido Ángel, no puede ser más justo. Debo expiar mi culpa. Pero... ¿y lo que he sufrido ya, no vale nada?... los sonrojos, el hambre, la desnudez, el frío y la pérdida de la libertad?

-Yo te daré alimentos y ropa. Todo lo tendrás, menos la libertad que no mereces, como reconocerás tú mismo si no te ciega el orgullo.

-No la merezco, es verdad; pero no puedo renunciar a ella, no puedo. La muerte me espanta menos que la cárcel con la lentitud del procedimiento criminal y las trapacerías de la curia. Mi desgracia consiste en un desequilibrio monstruoso. Mejor soporto la deshonra que el dolor físico. Tengo la epidermis mucho más fina que la conciencia: no lo puedo remediar. Si quieres tú que me corrija, no me mandes a la cárcel, porque de ella saldría convertido en el más avieso de los criminales: lo adivino, lo siento en mí. ¡Ay! si yo me viera algún día sin trampas, y pudiendo vivir con cierta holgura, cree que sería un buen hombre, incapaz de causar a nadie ningún perjuicio... Si quieres favorecerme, proporcióname recursos para llegar con mis pobres huesos a la frontera de Portugal o de Francia.

-No me pidas que favorezca la impunidad. (Con energía.) Yo no te delataré; yo te ocultaría si pudiera. Pero hemos de reconocer y confesar que también es cristiano el dueño de los caballos. Te daré de comer; te vestiré si estás desnudo; te visitaré en la cárcel si vas a ella. ¿No es esto bastante?

-¡Ay, es más de lo que yo merezco! (Rebañando en su mente exhausta para buscar una idea.) Pero... ¿qué te importa a ti, ni qué le importa a la cristiandad que yo me ponga en franquía? Si por pudrirme yo en la cárcel cobrara el de los caballos... Pero si no ha de cobrar... ¿Qué van ganando la justicia teórica ni la justicia práctica con que yo esté encerrado tres, seis o más años?

-No me importa a mí la justicia oficial. Sí me importa la moral, o sea la que el cristianismo llama penitencia. Has faltado; tienes necesariamente que padecer.

-¿Te parece (Con desaliento.) que mi existencia ha sido un puro goce? ¿Qué sabes tú, hombre rico, dueño de tus actos, qué sabes tú lo que es padecer? Llamas padecer a imponerse una privación, ayunos y quisicosas místicas, que se practican con gusto por el recreo que dan a la imaginación. Yo te traería conmigo a mi escuela de sufrimientos; a esta escuela de las necesidades reales, hondas, que llegan a lo vivo; a la clínica de la mortificación impuesta por la fatalidad, no por caprichos de nuestra propia mente, y aprenderías lo que es padecer... Y en último caso, Ángel, (Levantándose con gallardía.) yo me pongo en tus manos. La desesperación no me permite escoger entre éstos o los otros remedios. O me mato, o te obedezco en todo y por todo. ¿Dices que a la cárcel? Pues a la cárcel.

-No, yo no te mando a la cárcel. Te propuse que te impusieras tú mismo esa pena infamante, como expiación de tus delitos. No quiero yo echarte la cruz encima, sino que tú la tomes y andes con ella. Haz lo que gustes. Sin cruz no hay redención, Arístides.

-De modo que, en suma, ¿qué me das? ¿Comida y vestidos dentro de la cárcel?

-O fuera de ella si burlas a la justicia.

-Pues opto por lo segundo. De todas maneras, reconozco que eres un hombre excepcional, y que debiéramos besar la tierra que pisas... Seguiré defendiendo mi libertad como pueda. Algo es algo, (Animándose.) y con lo que me das para comer y vestir, quizás pueda ponerme en lugar seguro, aunque sea ayunando y en cueros vivos. Suceda lo que quiera, conste que te reverencio, que me pesa haberte ofendido, y que te adoraría si no conociera tu modestia. (Con emoción.) Sólo el hecho de haber venido a esta pocilga merece gratitud eterna. Discurre en qué forma puedo pagarte tantos beneficios.

-No necesito recompensa, pues nada vale lo que hago por ti. Es lo corriente, lo vulgar, lo que haría cualquiera.

-No, no te achiques. Favorecer al que ha sido nuestro enemigo, al que quizás lo fue hasta el día de ayer... eso, Ángel, no es corriente ni vulgar. Y la prueba es que me parece que yo no lo haría. (Vibrando, como si le aplicaran una corriente eléctrica.) Ya ves si soy sincero. Desde mi imperfección admiro tu virtud sublime... y por lo mismo que estoy... tan bajo y tengo que alzar mucho la cabeza para verte, es mayor mi... admiración.

Poco más hablaron. Zacarías y Fausto no pusieron de su parte una sola palabra en este sombrío diálogo, perfectamente adecuado a la inmunda lobreguez del sitio y a la candileja angustiosa que lo alumbraba. Convinieron en que Ángel enviaría sus socorros por mediación del amigo que allí le condujo, y con una despedida cordial terminó la visita. El caballero cristiano y su guía se retiraron de aquel antro de tristeza miserable. Menos locuaz a la vuelta que a la ida, y sin cuidarse tanto de inspirar miedo a su acompañante, Zacarías le llevó hasta su casa.

Dos días después de esto, hallándose Ángel en su gabinete del cigarral de Guadalupe, recibió una extemporánea visita. Era el barón de Lancaster, de pies a cabeza transformado, sin barba ni bigote, con grosero traje de paño de Sonseca, faja negra, zapatones blancos, y sombrero de los más comunes. Pues el pícaro, en aquella traza tan desconforme con su figura y sus hábitos, había encontrado modos de resultar airoso, y hasta un poquitín elegante. Pero nada le desfiguraba como su buen humor, contraste rudo con las murrias tétricas de las Tenerías. Anticipose a la curiosidad de Ángel, explicándose en estos términos:

«No contabas conmigo en estos barrios. Pues, hijo mío, tú tienes la culpa de mi frescura. ¿Para qué eres tan bueno? Gracias a tu divina generosidad vivo y... he podido tomar esta facha. Francamente, me cuesta trabajo creer que no estamos en Carnaval... Pues bien, aquí me tienes... a tu disposición. ¿Me denunciarás?

-¿Estás loco? ¡Denunciarte! Mi opinión, ya te lo dije, es que debes imponerte tú mismo el sacrificio de entregarte a la justicia; pero si te falta valor para sacrificar tu libertad, y vienes a que yo te dé asilo, cuenta con él. Para eso y para otras cosas de más empeño estoy aquí.

-Me has devuelto la vida -replicó Arístides tomando asiento con muestras de cansancio-, y si algún sacrificio grande pudiera yo hacer, haríalo por ti, amparándote como me has amparado. Pero no necesitarás nunca de mi inutilidad. Soy tan desgraciado, que ni siquiera puedo demostrar mi gratitud más que con palabras que se lleva el viento. No me creerás lo que voy a decirte, pues tengo la desdicha de que hasta mis intenciones han de ser tenidas por moneda falsa. Pero créaslo o no, yo te digo que siento que no vivamos en tiempos de esclavitud para venderme a ti, y ser tu esclavo.

-Vamos, amigo Babel, (Con gracejo.) tú, con tal de tomar cuartos...

-No me vendería por dinero. Tus beneficios no se pueden tasar, ni mi libertad tampoco. (Con humildad un poco teatral.) Juro que sería tu esclavo incondicionalmente.

-Yo no compro esclavos. Prefiero tenerte por amigo, que es lo que me manda Jesucristo, verdadero y único Señor de nuestros cuerpos y de nuestras almas.

-Pues si no me quieres como esclavo, acógeme como peregrino. Me basta con que me des un rincón en cualquier desván de tu casa. Quien hace cerca de un mes que no ha dormido en cama, no extrañará...

-¿Cama? En esa alcoba tienes la mía; acuéstate cuando quieras. En ella descansarás esta tarde y dormirás esta noche.

-¡Y que me digan a mí que no eres un ángel! No, no, descansaré muy bien en este sofá.

-Que no. Has de dormir en mi cama: es el mayor gusto que me puedes dar. Si te descuidas te trato como a esclavo, y te mando acostarte bajo pena de azotes.

-Pues obedezco... ¡Hermosa servidumbre! (Insinuándose con exquisita flexibilidad.) Si das las sobras de tu mesa a este infeliz que hace tanto tiempo no prueba comida caliente, completarás tu caridad...

-¿Sobras dices? Cenarás conmigo, y te obsequiaré como a huésped extraordinario.

-¡Ah! no creía yo en lo sublime; pero ya lo veo y lo toco. No, querido Ángel, no merezco sentarme a tu mesa. Cumple con este pobre prójimo dándole una ración de la sopa boba que repartes a los acogidos de Turleque. Además, no quisiera que mi tío Pito me viese...

-No temas al pobre capitán, que no hará sino lo que yo le mande.

-Bendito tú mil veces... Pero a todas estas no he podido explicarte por qué estoy aquí. Zacarías nos entregó puntualmente lo que le diste el primer día para comprarnos ropa. Pero lo que le diste ayer... No te enfades... El pobrecillo tuvo una mala tentación, se fue maquinalmente al garito, y cátate que una mal intencionada sota le escamoteó lo que el filántropo de Guadalupe destinaba al socorro de nuestras miserias. Perdónale, que no sabe lo que se hace. El desdichado nos confesó casi llorando su culpa. Y lo que más le requemaba el alma era que tú llegaras a enterarte... Pues esta mañana, viéndonos sin auxilio mi hermano y yo, socorridos a medias, pues él había comido más que yo, y yo en cambio le ganaba en ropa, deliberamos. Con este arranque y esta espontaneidad que me ha dado Dios, opiné que debíamos acudir a ti, y contarte la verdad. Fausto que no, y que no. Suele pecar de altanería quijotesca. Recuerda que cierto día te ofendió gravemente de palabra, y no quiere humillarse a pedirte una limosna. En vista de que no podíamos ponernos de acuerdo, yo he venido, y él se ha quedado allá.

-¿En aquel inmundo albañal? Que venga, que venga también.

-Esperaba tu arranque generoso... Por más que se te pinche por ver si surge en ti un movimiento de cólera o de inhumanidad, nada, nada. Te petrificaste en la perfección; eres otro hombre, fundido en crisol nuevo. (Con énfasis.) Delante de ti, se avergüenza uno de respirar y hasta de vivir.

Con esto terminó el coloquio, y los antes fieros enemigos, reconciliados ya, ¡singular caso de caballería cristiana! salieron juntos y se encaminaron a Toledo, separándose en San Juan de los Reyes. Ya entrada la noche, apareció de nuevo Arístides en Guadalupe, en compañía de un cojito con blusa enyesada como la de los albañiles. Los que alcanzaron a verles comentaron su llegada, expresando cada cual una opinión distinta.

«No vos calentéis la cabeza -dijo el apóstol Mateo, rascándose la suya-, en pensar si serán o no serán estos o los tales y cuales, aparentes o viceversa efectivos, caballeros en traza de pobretes o al revés. Yo vos aseguro que el primero que vino es artista, verbigracia, barbero, y que debe de venir para afeitar al amo y quitarle toda la barba y raparle la corona, porque se me antoja que es llegado el caso, mismamente lo veréis pronto, de ponerse D. Ángel en la propia fisonomía y figuración de señor eclesiástico.



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