Ángel Guerra/125
III
[editar]Profundo silencio reinó después de esto en las dos habitaciones. Sin hacer caso del otro, que aletargado parecía, Ángel se paseaba en el gabinete, meditabundo, con mucha idea que revolver y ponderar en su magín; mas no tan recogido en sí que dejara de poner atención en los ruidos extraños que en la parte baja de la casa sentía. Al principio no se fijó; pero vencida su abstracción del cuidado que aquellos rumores le dieron, salió a la puerta del cuarto, y asomándose a la escalera, obscura como boca de lobo, llamó a su criada.
-¿Quién habla ahí, Jusepa? Oigo una voz desconocida.
-Es este hombre, el D. Fausto -dijo la moza subiendo la mitad de los peldaños, hasta una altura en que no había suficiente claridad para que su amo pudiese verla.
-Es que yo siento otra voz de hombre, que no es la del D. Fausto.
La villana, antes de contestar, bajó dos o tres escalones, buscando mayor obscuridad en que envolver su rostro.
-Señor, era un mozo de los de Turleque, que vino con Tirso, y porfiaban que les había de dar de cenar. Ya se fueron.
El amo se retiró de la escalera. No se sentía ruido alguno en la cocina, como no fuese la cháchara sorda de Jusepa imponiendo silencio a uno, que era si duda Fausto, pero cuya voz no se oía. Media hora después, Ángel se sentaba un instante en la mesa, y abría y cerraba el cajón de la derecha. Hojeó despacio un legajo de papeles que sobre el pupitre tenía, y se distrajo de su lectura sintiendo o creyendo sentir cuchicheos en la escalera. Levantose con rapidez, impulsado de un presentimiento, y no había llegado a la puerta cuando esta se abrió sin violencia, suavemente, y apareció Fausto... detrás de él otro hombre.
Con la viveza de juicio que le era propia, y con más serenidad de la que al caso correspondía, Guerra les dijo: «Vamos, era de esperar. Pagáis mis beneficios robándome.
Fausto dio algunos pasos dentro de la habitación, mudo y tétrico. Su acompañante se había quedado en la puerta, en la cual encajaba como en un marco y sobre fondo negro, figura chulesca llenando la página de un periódico taurino. Ángel se acercó a él para ver quién era, pues la pantalla del quinqué arrojaba sobre la mesa casi toda la claridad, y lo demás de la habitación quedaba en penumbra verdosa. «¿Y quién es este tipo que viene contigo? ¡Ah! es Policarpo. ¡Qué caro se vende! Adelante.
-¡Pamplinero! -exclamó Fausto sacudiéndose el temor que le embargaba, y buscando con los ojos a su hermano Arístides, que en aquel momento salía de la alcoba, sin manta, tembloroso de brazos y piernas, más parecido a espectro que a persona viva.
-Eh... ¿ya estáis aquí?... (Turbado y dominándose al instante.) El primero que le toque a un pelo de la ropa, se verá conmigo... Ángel no necesita que se le pidan los favores de esa manera para concederlos.
-¡Pamplinero tú también! -dijo Fausto sacando las uñas de su insolencia habitual.
Ángel se retiró hacia la mesa, y de espaldas a ella se encaró con los tres, ya puestos en línea, y les dijo sin inmutarse:
«Bueno; sepamos pronto lo que queréis de mí».
-Queremos -contestó Poli, adelantandose en actitud fríamente atrevida y desvergonzada-, que nos entregues pronto todo el parné que tengas, porque...
-Porque a ti no te hace falta, que bien rico eres -declaró el cojo, queriendo dar a la intimación un carácter pacífico y casi amistoso-, y nosotros lo necesitamos para escaparnos a Portugal.
-¡Bárbaros! no se piden las cosas con tan malos modos -repitió Arístides adelantándose hasta el amo de la casa, como si quisiera protegerle-. Dejadme a mí, bestias, y Ángel nos atenderá.
Hubo un momento, brevísimo, casi inapreciable, en que Ángel quiso imponerse con una mirada paternal, de conmiseración y reproche juntamente. Pero aquel fugaz propósito pasó como chispa, sin dejar rastro. Con desprecio y amargura les dijo, señalando al cajón derecho de la mesa: «Podéis llevaros lo poco que hay».
Movimiento de Fausto y Poli hacia el mueble. Rápida interposición de Arístides, que con inanotadas y voces teatrales quiso detenerles. «Atrás, atrás... No se procede así con este hombre... Es un santo, es nuestro bienhechor. Pedidle perdón del agravio que os impone la necesidad...»
Alargó los brazos hacia Ángel como si abrazarle quisiera. La actitud del caballero cristiano había sido hasta entonces severamente despreciativa, como la resignación del ser superior insultado por sabandijas. Hizo un esfuerzo de presión terrible sobre sí para sostenerse en el temperamento seráfico del dominio. ¡Qué hermosura, qué majestad ofrecerse indefenso a las injurias y al saqueo de semejante canalla! ¡Qué mérito tan extraordinario dejarse pisotear; no proferir contra ellos ninguna expresión de protesta; no pedir auxilio ni hacer uso de su vigor muscular; proceder, en fin, ante los ultrajes, en perfecta imitación de la conducta del Divino Jesús! Pensándolo estaba Guerra, cuando vio a poca distancia de sí la cara de Arístides, flácida, compungida, macilenta, con expresión de traidora amistad en los ojos febriles, y lo mismo fue ver aquella máscara que sacudírsele interiormente todo el mecanismo nervioso, y explotar la ira con crujido formidable. La manotada fue terrible. Restalló la cara de Arístides como la pelota disparada por la palma ardiente del pelotari, y el hombre, dando un brinco, fue a caer de cabeza contra el sofá, los pies por el aire. En el mismo instante Fausto y Poli se echaron sobre Guerra, que se preparó a parar la embestida. Su coraje le dio tiempo para pensar que si no traían armas fácilmente daría cuenta de los tres. Fausto intentó echarle mano al pescuezo, y el otro se había quitado la faja con intención sin duda de atarle. La lucha fue breve, y las dos manos fortísimas del señor de Turleque se defendían con bravura de las cuatro zarpas babélicas. El cojo cayó patas arriba.
«¡Infames ladrones, rateros viles! -vociferó la boca de Ángel entre espumarajos de rabia-, me como a los tres... y aunque fuerais veinte.
Oyéronse los gemidos roncos de Arístides, que arrastrándose hacia la mesa decía: «No matar... cuidado con matar...»
Si Fausto no valía para nada, Poli era vigoroso. La desgracia de Ángel fue que en las convulsiones de la lucha a brazo, cayó en tierra, y el majo echole encima todo el peso de su cuerpo. Aun esto no fue bastante, y Guerra se le sacudió. Ya le tenía dominado, cuando Fausto le abrazó por el cuello, tirándole hacia atrás, mientras el otro, irguiendose lívido y jadeante, sacó de su cintura, una navaja. Con el chasquido del resorte al abrirse la hoja, se confundió la voz del zorro diciendo: «Te voy a matar; te mato».
-Poli... que no... Poli, sangre no. No seas bestia -gruñó con clueca voz Arístides, revolviendo ya el cajón de la mesa.
Ángel no se aterró ante el acero que el majo le mostraba. Por dicha suya, enredose Fausto los pies en la faja con que había intentado amarrar al señor de Guadalupe, y cayó al suelo. Mientras se recobraba, Guerra se abalanzó al zorro, sujetándole la mano con que empuñaba el arma. En un tris estuvo que se la quitara, porque sus dedos eran como alicates. La intervención, aunque tardía segura, de Fausto dio la ventaja al asesino, y Ángel fue herido en el costado derecho. Al sentir la hoja fría atravesándole las carnes, sus manos destruyeron lo primero que encontraron por delante... Apenas se dio cuenta de que sus dedos estrujaban una cosa blanda. ¿Era un ojo, un labio o una oreja de Fausto? En tal tumulto no era fácil saberlo. Vencido por el arma traicionera, el héroe de Guadalupe cayó, bramando como fiera cazada.
-Estúpidos -gritó Arístides, con un acento que no se puede expresar sino diciendo que gritaba en voz baja-; sangre no... os he dicho que sangre no.
Poli, dejando en el suelo a la víctima que no se defendía ya, se miró las manos. Ni gota de sangre en ellas. Ángel, más aturdido del golpe que en la cabeza recibió al caer, que agobiado por la herida, aunque grave no mortal inmediatamente, volvió pronto sobre sí. Su tremenda voluntad podía más que el desfallecimiento físico, y se incorporó en actitud rabiosa, clamando contra sus infames verdugos. «Os voy a matar... no valéis nada para mí».
-Atarle, atarle -dijo Arístides, que ya se había llenado los bolsillos con todo el numerario en billetes y plata que en el cajón halló-. ¡Pobre Ángel! esto le pasa por terco... No matarle digo, que es un buen hombre. Asegurarle... con muchísimo respeto.
¿Intentaría el león defenderse, aún? Imposible. El hierro en cobarde mano le rindió, y su grande espíritu hubo de ceder a las fuerzas miserables que combinadas habían llegado a resultar superiores. Incapaz de desarrollar energía muscular, pasó por la prueba horrible de verse a los pies de aquella vil gentuza, conservando sus facultades. Le sujetaron los brazos a la espalda con la faja de Poli, le condujeron a la alcoba, y con una cuerda que Fausto había traído liada a la cintura, le amarraron a las patas de hierro de la cama. Con venenoso sarcasmo le dijo Arístides, inclinándose para verle de cerca el rostro: «Si eres santo, ¿por qué no accedistes sin insultos ni provocaciones a lo que estos infelices te pedían? Lo que te pasa por tu culpa es. Yo he querido evitarte un disgusto. Si eres santo, perdónanos, y muérete pidiendo a Dios que nos lleve sanos y salvos a la frontera».
Algo quiso contestarle Guerra, que al ver ante sí los encandilados ojos del barón y su cara mística con destellos infernales, sintió inundada su alma de un furor leonino, como si todo el coraje humano se condensara en ella. No pudo articular palabra; pero revolvió en su boca toda la saliva amarguísima que pudo, y... ¡chas! se la escupió con puntería certera. El salivazo se chafó en mitad de la cara de Arístides.
Tal ultraje habría tenido contestación, dada la impotencia de la víctima para defenderse, si no hubiera ocurrido algo que desconcertó a los tunantes. En la puerta del cuarto apareció Jusepa con cara de terror, la boca como de máscara trágica, erizadas las greñas, los ojos saliéndosele del casco, los dedos tiesos; y en cortadas frases que más bien eran ladridos roncos decía: «Al amo... daño no... al amo no...»
-Esa mujer nos pierde -observó Arístides con la rápida inspiración de un general en jefe. Al instante comprendieron los otros dos el peligro que corrían, pues Jusepa se lanzó otra vez a la escalera. Faltábale aliento para chillar; pero bien se veía que su intención era salir alborotando. Poli corrió tras ella y en el tercer peldaño le echó ambas manos al pescuezo. «Si chillas, te matamos» le dijo Fausto sujetándola por los hombros. Hechos un revoltijo bajaron los tres a la cocina, tristemente alumbrada por el candil que pendía de la campana. La pobre Jusepa, clavando sus aterrados ojuelos perrunos en el guapo madrileño, pudo repetir con un resoplido su angustiada frase: «Al amo daño no».
-A callar -dijo Poli con mugido fiero, atenazando el cuello de la pobre mujer entre sus manos. Jusepa cayó contra la mesa... y sus dedos rígidos se engarzaron inútilmente en la pechera y solapas del que para ella era don Álvaro. La mirada de interrogación suplicante que le echó no pudo ser entendida por aquel bárbaro ciego. A las manos de Poli uniéronse pronto las de Fausto en la garganta y cogote de la loba infeliz, que agarrotada vomitó su propia lengua, y sus ojos se salieron del casco, fijos en su principal verdugo, quien no acertó a ver en aquella mirada última la estupefacción del amor al sentirse inmolado y vendido. No era bastante, y Fausto le echó al cuello una delgada y fuerte cuerda del repuesto que en la cintura traía. Tiraron, y arrastrando el cuerpo de la villana hasta un ángulo de la cocina, dejáronlo allí, seguros de que ya no cantaría.
Arístides, cuyo afeminado temperamento no se avenía con las emociones de escena tan brutal y repugnante, abrió cauteloso la puerta de la cocina, reconociendo el campo para la retirada... Serena era la noche y obscura, pues la luna no había salido aún, y las estrellas apenas brillaban sobre el cielo brumoso. La Naturaleza les favorecía para la fuga, y sin necesidad de concertarse, deslizáronse fuera los malhechores, después de matar la agonizante luz del candil. El instinto les guiaba. La excitación de la pasada tragedia y el sentimiento del peligro que corrían, dieron a los tres ojos de lince y flexibilidades felinas. Junto a los cipreses y dirigidos por Poli, que ya había estudiado el terreno adyacente, saltaron la tapia que les separaba del campo propiamente cigarralesco, y por entre las sombras de los olivos y albaricoqueros fueron en demanda de la cerca exterior de la finca. Al saltarla, sintieron ladrar un perro del lado de Turleque, opuesto a la dirección que llevaban. Apresuráronse por lo que pudiera tronar, y a los pocos minutos sólo Dios sabía por dónde andaban los audaces asaltadores de Guadalupe.