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Ángel Guerra/122

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo V – A Bargas

de Benito Pérez Galdós


De la calle de la Misericordia poco tardó Casado en llegar a la suya, y por el camino iba pensando acerca de su amigo cosas que no es bien se queden inéditas. «¡Qué barullo en aquella cabeza, Santa Bárbara bendita! Las intenciones buenas, el corazón generoso; pero no puede contener el temperamento que se le dispara... Quiere ser asceta, y sin pensarlo, cátate revolucionario. ¡Pobre D. Ángel, en qué parará!... Por un lado creo salvadora la influencia de la hermanita, y por otro le tengo más miedo que a un arma cargada a pelo. No sé qué pensar de este caso extrañísimo; no sé si alegrarme de que el hombre se ordene, o echarme a temblar. Mi razón y mi experiencia no me dan la clave de esta naturaleza en que facultades y sentimientos tan diversos se confunden y entrelazan, y por más vueltas que le doy al acertijo, no lo puedo descifrar».

Con estas cavilaciones entró en su casa, y habría continuado revolviéndolas en su caletre, si no diera de narices un encontronazo tremendo con doña Catalina de Alencastre que esperándole estaba, y ya tenía medio trastornada a Felisita.

-¡Pero D. Juan -exclamó la noble señora corriendo a él con los brazos abiertos-, que ha estado en un tris que nos vayamos a la Sagra sin verle! Hoy, cuando me dijeron «está en Toledo», cogí la mantilla, y me vine como un cohete por esas calles.

-Yo también... no quepo en mi pellejo de puro gozoso, viendo a mi señora doña Catalina tan campante, y con cara de Pascuas.

-¡Ay, no, D. Juan! Por un lado contenta estoy, pues lo de Dulce parece cosa hecha. Pero por otro, ¡ay, mis hijos, mis pobres hijos! Nadie sabe a dónde han ido a parar. Paréceme que se han muerto los pobrecitos, y no puedo arrancar de mí la pena que me causa el no saber en qué rincón del mundo se han metido. Ellos se merecen lo que les pasa, por que otros más destornillados no creo que existan; pero soy madre, y no puedo menos de... (Lloriqueando.) En fin, sea lo que Dios quiera... Por el lado de mi hija (Echándose a reír.) todas son bienandanzas... Ya Casiano se arrancó, y me alegro, porque estaba la niña, como San Alejo al pie de la escalera, sin saber si bajaba al Cielo o subía al Infierno, digo... lo contrario... ¡Cómo tengo la cabeza! Pues sí, Casiano es nuestro, amigo D. Juan. La Virgen del Sagrario se ha portado como quien es, y yo le estoy muy agradecida.

Al oír esto, la viuda por poco pierde el conocimiento; pero se dominó. La pirosis le abrasaba las entrañas. No tuvo más remedio que hacer el dúo a su hermano, expresando las mismas congratulaciones con menos sinceridad.

-Felicito a la familia y felicito a Casiano -dijo el clérigo-, y me felicito yo, porque así no habrá más consultas.

-Gracias, gracias, D. Juan santísimo y reverendísimo -chilló doña Catalina soltando una risa epiléptica, que alborotó más los nervios de la viuda, poniéndolos vibrantes como cuerdas de violín heridas por el arco.

-Pero no ha llegado todavía el momento de dejar libre y horro a nuestro grande amigo y consejero -agregó la rica-hembra-, y he venido a suplicarle que se pase por allá y eche unos exorcismos a la niña, porque desde anoche se me ha puesto muy triste... ya ve usted, cuando debía bailar de gusto..., sí señor; y habiéndola reprendido por su tristeza, díjome que, sin despreciar a Casiano, más que dar el sí a un hombre, le gustaría dárselo al Ser Supremo, metiéndose monja. ¿Ha visto usted qué patochada? De algunos días a esta parte, la niña se me ha vuelto tan babosa con la religión, que toda la mañana se la lleva en las iglesias, besuqueando reliquias y diciéndoles secreticos a las imágenes. Francamente, esto me da mala espina.

Felisita sentía que se le atravesaban en el esófago lo menos diez o doce cuchillos muy afilados, y que la saliva que tragaba se le volvía pintura verde de persianas.

-Pues eso no está mal -dijo el socarrón de Casado-. Buena preparación para el matrimonio es la vida mística. En suma, ¿qué quiere usted de mí? ¿Que vaya y la...?

-Eso es: que vaya usted y la coja por su cuenta, y le eche un par de párrafos de esos que usted sabe. Yo creo que no cerdea; pero, vamos... podría... La imaginación es una gran lunática, y a lo mejor sale por lo s registros más absurdos. Yo que para agarrar la ocasión por los cabellos me pinto sola, he resuelto que nos vayamos mañana a Bargas, donde se celebrará la boda lo más a prisita posible. ¿No le parece bien esta determinación? (Con nerviosa risotada.) El llanto sobre el difunto, y quitamos a la niña de esta atmósfera de santurronería, y de otras atmósferas que aquí hay, no sea que sus nervios nos hagan alguna trastada.

-Admirable partido. A Bargas con el negocio -dijo Casado-, y que el cura de allá les eche las bendiciones en cuanto lleguen. Estas cosas, doña Catalina, cuanto más a paso de carga, mejor.

-Bendita sea su boca, D. Juan. Pues nos vamos mi hija y yo solas, con el novio... Ya sabrá que a Simón le trasladaron a Albacete.

-No lo sabía... Por muchos años.

-Yo me alegro, porque la sombra de mi marido no me gusta para estas cosas. Él es bueno, sí, y más honrado que los ángeles. Pero como no viene de cepa ilustre, a lo mejor le mete a usted la pata, y... No, no; que se vaya a la Mancha, y redondee su capitalito. Lo que siento ¡ay! es marcharme sin saber qué es de mis hijos, en dónde benditos de Dios se han metido. (Moqueando.) Todo no puede ser felicidad, y por buenos y nobles que seamos, no merecemos que Dios nos haga nuestro santísimo gusto en todo. ¿A dónde iríamos a parar?...

-Claro; ¡a dónde iríamos a parar, si nuestros deseos se cumplieran sin tasa! La felicidad se nos indigestaría y reventaríamos de dichosos. Más vale así. Doña Catalina, bienandanzas por un lado, sufrimientos por otro, hoy se llora y mañana se ríe, y así se va uno defendiendo en esta vida mortal, que no es más que un engaño, una ilusión, un sueño, comúnmente de los más tontos. Conque...

-Nada, D. Juan, (Levantándose.) que le estamos muy agradecidas, y espero que no me faltará mañana. Salimos a la una.

Felisita, al despedirla, de buena gana le habría clavado las uñas en el rostro; pero la cortesía pudo más que su saña nerviosa, y recíprocamente se rociaron la cara con mil lisonjas y floreos de urbanidad.

Puntual y atento, D. Juan se personó al siguiente día en la casa babélica a punto que las dos señoras ponían su ropa en los baúles. D. Simón le secuestró el primero, acorralándole detrás de una mesa, para decirle que se alegraba de cambiar de provincia, por el oprobio que sus hijos le habían arrojado a la cara en Toledo y Madrid. Felizmente, ninguna de las indecentadas de Arístides y Fausto le alcanzaban a él. El Ministro, satisfechísimo de su gestión, quería llevarle a la Secretaría.

A Dulce la encontró D. Juan melancólica, pero firme en las líneas que su destino le marcaba. No vacilaría, no, pues la generosidad de Casiano era como uno de esos tablones flotantes a los cuales hay que asirse irremisiblemente en caso de naufragio. Cierto que su espíritu, en los últimos días, había sentido querencias hondas hacia lo espiritual y religioso; pero el sentimiento de la realidad a todo se impuso. A pesar de haber rezado tanto y pedido infinitas veces perdón a Dios y a la Virgen por la mala conducta de antaño, aún no las tenía todas consigo, y su conciencia no acababa de serenarse, por aquello de encajar al bargueño moneda falsa en vez de la de ley que él se merecía.

Sobre esto la tranquilizó D. Juan en el ratito que hablaron a solas, diciéndole que nada de lo concerniente al pasado borrascoso ignoraba Casiano, y que pues él así la quería, no resultase ella más papista que el Papa. Grandes elogios hizo Dulce de su futuro, poniéndole en los cuernos de la luna, asegurando que, sin sentir por él ese entusiasmo que es la flor fina del querer, le estimaba y le respetaba y... vamos, le quería honradamente como a su amparo y sostén en esta vida mortal. ¡Y qué noblote, qué sencillo, qué buenazo! Todo cuanto ella le decía, era para él como los santos Evangelios. Su generosidad no tenía límites: después de llenarles la casa de pollos y gallinas, de quesitos y chorizos, de jamones y conejos, últimamente le llevó un regalo tan magnífico como delicado, que estuvo anunciando algunos días sin precisar lo que era, manteniendo así en gran tensión la curiosidad de las Babeles. Era un soberbio vestido de bargueña, de lo más fino, con todos sus arrequives y faralaes, el cual agradó mucho a Dulce, que lo halló pintiparado para su cuerpo y talle, como si le hubiera tomado medidas la más hábil modista, y doña Catalina, del entusiasmo que le entró, estuvo si se dispara o no se dispara con aquello de los Reyes.

En resumen, Dulce esperaba felicidades en su matrimonio. Luego preguntó a D. Juan si no iría alguna vez a Bargas, porque era muy sensible que no se volviesen a ver. Replicó el clérigo que aunque las más de sus propiedades radicaban en país sagreño, algo tenía también en la patria de su amigo, así como éste poseía intereses en tierra de Cabañas. De modo que se comunicarían frecuentemente.

-Don Juan -dijo doña Catalina metiendo su cucharada-, allá nos veremos, y hemos de brincar juntos por aquellos campos de Dios. Paréceme mentira que pronto sentaremos nuestros reales en mi bendita patria: Yo le juro a usted que de esta hecha me vuelvo pastora, cojo un cayado y me lanzo en trenza y en cabello por aquellas dehesas, llevando por delante mis ganados.

-Todos seremos pastores -agregó Casado con cierta emoción-. ¡Viva el campo, viva la paz de la aldea, viva la agricultura! Nos haremos todos rústicos, y rústicamente viviremos en la mejor de las Arcadias, con bienes comunes, y comunes goces y penas. No, penas no, porque en aquella región de sosiego no las habrá.

-Don Juan -indicó Dulce algo conmovida-. Que todo eso que ha dicho no se quede en jarabe de pico. Seremos todos rústicos, todos pastorcitos, y formaremos una sola familia...

-Eso es, y ¡viva la tierra generosa, madre de todo bien!

-¡Vivaa!

-Don Juan -chilló doña Catalina, llevándose a los ojos la punta del pañuelo-, no me podré acostumbrar a dejar de ver su cara preciosa.

-Señora -replicó el clérigo-, no me adule usted tanto que me voy a trastornar.

-No, no me vuelvo atrás; «su cara preciosa» he dicho y lo sostengo. Esa fama de hombre feo que le han dado a usted es una injusticia, y yo me pronuncio contra ella.

-Eso mismo digo yo cuando me miro al espejo. Injusticia. No lo entienden.

-Bueno, convengamos en que es feo; pero con una fealdad bonita.

-O bonitura fea: lo mismo da. Bien dicen que el que no se consuela... Yo, sin embargo, no necesito consolarme, porque voy muy a gusto por el mundo con mi mascaroncito de picaporte.

-Pero es usted muy salado, D. Juan -dijo Dulce con toda su alma-; pero muy salado. Llegó el momento de partir, y Casado las acompañó hasta la posada de donde salía el coche, llevándoles el cesto de la merienda, porque ellas y D. Simón no tenían ya manos para más líos, paquetes y sacos. Casiano las esperaba; subieron al estrecho vehículo, y éste no tardó en partir por el Miradero abajo. Dulce por una portezuela y doña Catalina por otra saludaban con sus pañuelos al presbítero, el cual sentía y disimulaba una penita inexplicable, y al propio tiempo un contento... inexplicable también.


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