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El Anti-Maquiavelo/III

De Wikisource, la biblioteca libre.
El Anti-Maquiavelo (1854)
de Federico II el Grande
Capítulo III
Nota: Se respeta la ortografía original de la época.


Exámen.

El siglo XV, en que vivía Maquiavelo, participaba aun de la barbarie de los antiguos tiempos. Entonces se prefería la funesta gloria del conquistador y aquellos heróicos hechos que asombraban por su osadía, a todas las verdaderas virtudes: a la justicia, a la bondad y a la clemencia. Hoy veo que, por el contrario, se estiman en mas los sentimientos humanos que todas las cualidades del conquistador, y nadie se cuida ya de alimentar con poéticas alabanzas esa sañuda pasion de la guerra, que ha causado con tanta frecuencia el trastorno de las naciones.

—Yo quisiera preguntar a los maquiavelistas, ¿qué razones puede alegar un hombre para engrandecerse y fundar su poderío sobre la miseria y la destruccion de otros hombres, ni como puede nadie conquistarse un nombre ilustre en la tradicion o en la historia, haciendo desgraciados a sus semejantes? Por muchas conquistas que haga un soberano, no hará mas opulentos ni mas ricos los estados que ya poseía, porque sus pueblos no sacan partido alguno de sus victorias, y se engaña a sí mismo el príncipe que crea por este medio aumentar su propia felizidad. ¿Cuantos príncipes hay que han conquistado, con la espada de sus capitanes, provincias y reinos, que no se acuerdan de visitar? Semejantes conquistas, teniendo tan poco valor para los soberanos que las emprendieron, pudieran llamarse imajinarias; y es infame el causar la desgracia de tantos hombres por contentar el capricho de uno solo, que tal vez debiera vivir ignorado.

Por otra parte, supongamos que un conquistador sometiese el mundo entero a su dominio: ¿podría acaso gobernarlo, por muy adicto que el mundo le fuese? Aun siendo el mas grande de cuantos principes han existido, sus facultades, como las de todo hombre, serían limitadas, apenas podría conservar en su memoria los nombres de sus estados; de modo que su misma grandeza serviría tan solo para hacer mas evidente su verdadera pequeñez.

La gloria de un príncipe no depende de la mayor o menor estension del pais que gobierna, ni adquirirá mayor renombre por haber conquistado algunas leguas mas de territorio porque, si así fuese, podríamos del mismo modo suponer que el hombre mas digno de estimacion es el que mide mayor número de aranzadas en su propiedad.

Pero si los errores que propagó Maquiavelo acerca de la gloria de los conquistadores pudieron ser jenerales en su época, seguramente no era jeneral la perversidad de aquel escritor. Nada mas repugnante que los medios que propone para conservar los paises conquistados; examinándolos con detencion, no hay uno solo de sus arbitrios que sea razonable o justo. «Es necesario, dice, que el soberano aniquile la raza entera de los príncipes que reinaron en el país antes de su conquista.» ¿Quien puede leer semejantes máximas sin estremecerse de horror e indignacion? Eso es hollar cuanto hay de mas sagrado en el mundo; es abrir camino al egoísmo y al interés para que puedan perpetrar toda clase de crímenes; es decir que, si un hombre ambicioso se apodera por la violencia de los estados de un príncipe, tiene derecho para asesinarlo o envenenarlo.

Pero el conquistador que obrase de este modo sentaría un precedente que tarde o temprano le acarrearía su propia ruina. Otro príncipe mas ambicioso o mas hábil podría castigarle con la pena del Talion, invadiendo sus estados, y condenándole a morir con la misma crueldad con que fué condenado su predecesor. El siglo mismo de Maquiavelo nos ofrece numerosos ejemplos que demuestran la verdad de esta asercion. ¿No hemos visto al papa Alejandro VI próximo a ser depuesto de su dignidad, en justo castigo de sus crímenes? ¿No vimos a su odioso bastardo César Borjia despojado del fruto de sus rapiñas, y morir al fin en la mayor miseria? ¿Y a Galeaso Sforza asesinado en una iglesia de Milan; y a Luis Sforza, el usurpador, que murió en Francia encerrado en una jaula de hierro; y a los príncipes de York y de Lancaster, esterminándose unos a otros; y a los emperadores griegos asesinándose sucesivamente, hasta que los turcos se aprovecharon del horror que inspiraban sus crímenes para destruír su vacilante poderío? Si hoy son menos frecuentes estas revoluciones en los pueblos cristianos, es porque empiezan ya a propagarse los principios de la sana moral; porque los hombres, al cultivar su intelijencia, han suavizado sus costumbres, y tal vez debamos estos beneficios a los hombres de letras que han civilizado a la Europa.

La segunda máxima de Maquiavelo es que el conquistador debe fijar su residencia en sus nuevos estados. En esto al menos no hay crueldad; antes parece cordura, bajo cierto punto de vista. Pero es preciso considerar que los grandes estados se hallan, en su mayor parte, colocados de tal suerte, que no pueden los príncipes separarse de su centro sin que el reino todo se resienta. El soberano es el primer principio y foco de actividad en el cuerpo de la nacion, y no es posible que abandone su centro sin que sufran las estremidades.

La tercera máxima de política es que conviene enviar colonias a las provincias conquistadas para que contribuyan a conservar la fidelidad de los nuevos súbditos. Maquiavelo se apoya aquí en el ejemplo de los Romanos; pero no considera que, si los Romanos , al enviar colonias, no hubiesen enviado sus lejiones para que las protejiesen, poco hubieran tardado en perder sus conquistas. Tampoco considera que, además de sus colonias y sus lejiones, poseía aquel pueblo el secreto de hacerse aliados en todas partes. En los tiempos felizes de la república, los Romanos eran los bandidos mas discretos de cuantos habían asolado la tierra hasta aquella época. Supieron, es verdad, conservar con su prudencia lo que habían adquirido con injusticia; pero al fin acontecióles lo que a todo usurpador, y fueron a su vez hollados y oprimidos.

Examinemos ahora si esas colonias, para cuyo establecimiento quiere Maquiavelo que su Príncipe cometa tantas injusticias, son en realidad tan útiles como aquel autor pretende. O las colonias que envíe el príncipe al pais conquistado han de ser grandes, o pequeñas: si lo primero, tendrá que despoblar sus antiguas provincias y espulsar un crecido número de sus nuevos súbditos para dar cabida a los antiguos; con lo cual debilita sus propias fuerzas: si lo segundo, mal podrá una colonia pequeña sofocar el descontento, en un país que llora su perdida independencia; de modo que habrá sido preciso espulsar a los habitantes y hacerlos desgraciados, sin que de ello resulte al conquistador una utilidad tal, que compense su injusticia.

Hoy dia los soberanos obran con mas prudencia, ocupando militarmente aquellos paises que la suerte de la guerra coloca bajo sus dominios; porque, al menos, las tropas bien disciplinadas no pueden cometer grandes escesos en los puntos de guarnicion, ni gravan directamente a los particulares, estando acuarteladas y mantenidas a costa del Estado. Esta política es mejor que la de Maquiavelo; pero no era conocida en su tiempo. Los soberanos de entonces no se cuidaban de mantener grandes ejércitos; las tropas eran mas bien cuadrillas de bandidos, que vivían jeneralmente del fruto de sus violencias y rapiñas. No se sabía lo que eran milicias, reunidas constantemente bajo sus banderas en tiempo de paz, ni se conocían cuárteles, casernas, ordenanzas y otros mil reglamentos e instituciones que contribuyen a la seguridad de un pais durante la paz, protejiéndole contra la ambicion de sus vecinos y contra la violencia misma de los soldados que paga para su defensa.

«El Príncipe, continúa Maquiavelo, debe protejer y atraerse a los príncipes pequeños sus vecinos, sembrando entre ellos la discordia para poder mas facilmente rebajarlos o engrandecerlos, segun convenga a sus intereses.» Esto es su cuarto precepto: no de otro modo obró Clovis, que fué el primer rey bárbaro que se hizo cristiano, y su ejemplo ha sido después imitado por otros que no le han cedido en crueldad y barbarie. ¡Pero qué diferencia entre estos tiranos y un príncipe virtuoso que quisiese servir de mediador entre los príncipes pequeños; que terminase amigablemente sus contiendas, y se captase su confianza en fuerza de su misma probidad, justicia y desinterés! Su discrecion, entonces, le granjearía el título de padre, en vez de obligarle a ser tirano de sus vecinos, y su misma grandeza le induciría a protejer a los pequeños en vez de interesarse en su abatimiento.

Por otra parte, no es menos evidente que los príncipes que se han empeñado en engrandecer o entronizar a otros por medios violentos, se han labrado ellos mismos su propia ruina. En nuestro siglo hemos visto dos ejemplos de esta verdad: uno es de Carlos XII, que puso a Estanislao en el trono de Polonia; el otro es mas reciente y fácil de adivinarse.

Concluyo, pues, repitiendo que ningun usurpador será jamás acreedor a la verdadera gloria; que el asesínato será siempre abominado del jénero humano; que los principes que emplean la injusticia y la violencia para gobernar, se enajenarán siempre el amor de sus súbditos, en vez de captarse sus voluntades; que el pretender justificar el crimen es tentativa inútil, y que los que traten de hacer su apolojia raciocinarán tan mal como Maquiavelo; porque el raciocinio es una espada que nos ha sido concedida para nuestra defensa, y el que la emplea contra la humanidad se hiere con sus propias armas.



El Príncipe de Maquiavelo, precedido de la biografia del autor y seguido del anti-Maquiavelo o exámen del Príncipe, por Federico, el Grande, rey de Prusia, con un prefacio de Voltaire, y varias cartas de este hombre ilustre al primer editor de este libro, no publicado hasta ahora en España. Imprenta de D. Jose Trujillo, Hijo. 1854.

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