El Anti-Maquiavelo/XIV

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​El Anti-Maquiavelo​ (1854) de Federico II el Grande
Capítulo XIV
Nota: Se respeta la ortografía original de la época.


Exámen.

El príncipe que solo se dedica a estudiar el arte de la guerra, no cumple su mision sinó a medias, porque tiene otros deberes que llenar distintos de los de soldado. He dicho en el primer capítulo de esta obra que los príncipes son a la vez majistrados y jenerales, no como los pinta Maquiavelo, semejantes a los dioses de Homero, que eran poderosos y fuertes, pero no justos y equitativos. Francisco Sforza, en cuyo ejemplo se apoya el autor, tenía razon en ser esclusivamente hombre de guerra, porque era un usurpador.

Las razones que mueven a Maquiavelo a recomendar a los príncipes el ejercicio de la caza me parecen débiles y fútiles en estremo. El autor cree que por este medio aprenderán los príncipes a conocer la situacion topográfica del territorio que gobiernan; y yo creo que, si el rey de Francia o el soberano de un gran imperio se propusiese adquirir de esta manera un conocimiento exacto de sus estados, necesitaría recorrerlos con la misma constancia con que la tierra jira al rededor del sol.

El lector me permitirá que descienda a examinar esta materia mas detalladamente, pues, aunque sea digresion, toda vez que el placer de la caza es la pasion dominante de los reyes, nobles y grandes señores, sobre todo en Alemania, no creo que serán ociosas algunas reflexiones sobre este punto.

La caza es un placer sensual que desarrolla el cuerpo y embrutece la intelijencia. Sns apasionados me dirán que es el placer mas noble y antiguo de cuantos han conocido los hombres, y que muchos héroes de la antigüedad fueron cazadores. Esto podrá ser muy bien; yo no condeno el uso, sinó el abuso. Hoy dia la caza es una diversion que dura algunas horas; pero antiguamente y sobre todo, en tiempos del feudalismo, era una ocupacion diaria y seria. Nuestros antepasados no sabían en que ocuparse; y por eso distraían su ociosidad persiguiendo a las fieras en los bosques, no teniendo la capazidad ni la cultura necesaria para pasar el tiempo en buena sociedad. Yo pregunto sin son estos ejemplos dignos de imitarse en nuestros dias; si la rudeza de costumbres debe dar lecciones a la cortesanía, o si no es mas natural que los siglos ilustrados sirvan de modelo a los siglos bárbaros?

El hombre es superior al bruto por su intelijencia, no por la fuerza; y la intelijencia de un cazador de profesion abunda demasiado en rústicas ideas. Hay algunos tan groseros y brutales en sus maneras, que es de temer lleguen a ser con el tiempo tan inhumanos para con sus semejantes como lo son para con los brutos; o cuando menos debe suponerse que la costumbre de hacer padecer a los animales y de verlos sufrir con indiferencia borrará de sus corazones esos sentimientos piadosos que nos inducen a compadecer y aliviar las miserias humanas. Y en tal caso, ¿qué nobleza puede haber en semejantes placeres? ¿Cómo puede ser digna esta ocupacion de un ser intelijente?

Se objetará que la caza es un ejercicio saludable, habiendo demostrado la esperiencia que los que se han dedicado a ella han llegado a una edad muy avanzada, y que es muy conveniente a los príncipes porque les permite hacer gala de magnificencia, los distrae de los cuidados del gobierno, y los familiariza con la imájen de la guerra. Yo estoy muy lejos de condenar el ejercicio moderado; pero observaré de paso que el ejercicio continuo y sistemático no es absolutamente indispensable sinó a los enfermos y a los incontinentes. Pocos príncipes habrán vivido tanto como el cardenal de Fleury, el de Jimenez de Cisneros o el papa Clemente XII, y sin embargo no fueron cazadores. ¿Y de qué sirve que el hombre llegue a la edad de Mathusalen si ha de llevar una vida indolente e inútil? Cuanto mas estudie y medite, tanto mejores serán sus obras, y tanto mas fruto sacará de la vida.

La magnificencia, es verdad, conviene a los príncipes; pero pueden manifestarla por otros medios mucho mas útiles para sus súbditos. La caza solo sería útil si fuese tanta la abundancia de animales que dañase a las campiñas o causase perjuicios de consideracion en los sembrados y plantíos; en cuyo caso, el príncipe debiera tener cazadores o monteros bien pagados, que purgasen sus estados de tamaña plaga. Un buen rey no tiene jamás tiempo suficiente para instruirse y atender a los cuidados de su gobierno.

A Maquiavelo, en particular, podría yo responder que no es necesario ser cazador para ser gran capitan. Gustavo Adolfo, Turena, Marlborough, el príncipe Eujenio, a quienes nadie disputará el rango de hombres ilustres y habiles jenerales, no cazaron nunca; ni nos dice la historia que Cesar, Alejandro o Escipion hayan cazado en su vida. Si el objeto del autor es que los príncipes ejerciten a la vez el cuerpo y la intelijencia, debiera proponerles el ejemplo de los filósofos peripatéticos; pues yo creo que un hombre puede hacer reflexiones mas sólidas sobre el mapa de un pais, o sobre el arte de la guerra, mientras se pasea tranquilamente, que no cuando los galgos, ciervos, perdizes distraen su imajinacion. Recuerdo que un gran principe, que hizo en Hungría su segunda campaña, estuvo a pique de caer prisionero de los turcos por haberse estraviado cazando. Sería tambien muy conveniente que los jenerales prohibiesen la caza a los ejércitos que van de marcha, para evitar los desórdenes de que ha sido causa esta diversion.

Concluyo, pues, diciendo que es muy escusable en los príncipes este pasatiempo, siempre que lo disfruten con poca frecuencia o con el objeto de dar treguas a sus cuidados, que suelen a vezes ser muy tristes. Yo no escluyo ningun placer morijerado; pero creo que el mayor de todos es el de saber gobernar, hacer la felizidad de los pueblos, protejer y ver prosperar las ciencias y las artes; y desgraciado el príncipe que busque otros placeres.


El Príncipe de Maquiavelo, precedido de la biografia del autor y seguido del anti-Maquiavelo o exámen del Príncipe, por Federico, el Grande, rey de Prusia, con un prefacio de Voltaire, y varias cartas de este hombre ilustre al primer editor de este libro, no publicado hasta ahora en España. Imprenta de D. Jose Trujillo, Hijo. 1854.

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