El Anti-Maquiavelo/XXII

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El Anti-Maquiavelo (1854)
de Federico II el Grande
Capítulo XXII
Nota: Se respeta la ortografía original de la época.


Exámen.

Hay en el mundo dos clases de príncipes, unos que todo lo ven por sus propios ojos, y que gobiernan por sí mismos sus estados: otros que descansan en la buena fe de sus ministros, y que se dejan gobernar por sus favoritos.

Los primeros son el alma de sus pueblos: sobre ellos pesan los cuidados del gobierno, como el mundo sobre las espaldas de Atlas; ellos dirijen los negocios interiores y esteriores, y son a un tiempo supremos majistrados de la justicia, jenerales de ejército y directores del tesoro público. Sus ideas, concebidas en grande, son ejecutadas minuciosamente por hombres entendidos y laboriosos; porque sus ministros no son mas que instrumentos manejados por la mano de un hábil operario.

Los soberanos de segundo órden que no han recibido estos dones de la Providencia, podrán suplir su incapazidad si saben escojer buenos ministros.

El rey que goza de salud robusta, y que tiene la capazidad necesaria para desempeñar los arduos trabajos del gabinete, falta a su deber si se entrega en manos de un ministro; pero creo que el príncipe desprovisto de estas cualidades compromete sus intereses y los de su pueblo si no emplea toda su sana razon en escojer un hombre de mérito que soporte el peso de los negocios. No todos los hombres tienen talento; pero si pueden todos descubrir con la razon natural el mérito de otros hombres. Vemos que el artista mas insignificante sabe distinguir y apreciar las obras de los maestros del arte: que el soldado mas rudo sabe lo que valen sus jefes; y que el último oficinista de un ministerio conoce hasta donde llega la habilidad de un ministro. Sería, pues, preciso que el soberano fuese ciego para no conocer el grado de capazidad de los ministros que emplea.

Por lo que hace a la probidad, no es tan fácil conocerla. Un ignorante no podrá jamás ocultar su ignorancia; pero un hombre astuto, que tenga interés en engañar a su soberano, puede ocultarle por mucho tiempo su perfidia y mala fe. Si Sisto V pudo engañar a setenta cardenales, que debian conocer su carácter, ¿qué es de estrañar que un simple individuo oculte sus designios a la penetracion de un príncipe que no ha tenido ocasion de conocerle?

Hay hombres que pasan por virtuosos mientras no tienen ocasion de darse a conocer, pero que renuncian a la virtud desde que su probidad se pone a prueba. Nadie hablaba mal en Roma de los Tiberios, Calígulas y Nerones antes de ser emperadores, y tal vez nos fueran hoy desconocidos los crímenes que cometieron estos odiosos tiranos, si la ocasion no hubiese desarrollado en ellos el jérmen de su perversidad.

Tambien hay hombres de grandes talentos y fina sagazidad, que albergan en su pecho un alma negra e ingrata; al par que otros, mas humildes en sus aspiraciones, poseen un corazon jeneroso y bueno. Algunos príncipes suelen escojer estos últimos para el desempeño de aquellos cargos que afectan la administracion interior del país; y a vezes se valen de los primeros para llevar a cabo ciertas negociaciones diplomáticas que requieren mas astucia que probidad. Y en efecto parece natural que, cuando se trata de mantener el órden y la justicia, la probidad sola llene este objeto; pero cuando se emplea la intriga, la perfidia y la mala fe para persuadir un aliado, es preferible valerse de hombres perversos, porque así, al menos, no se profana la virtud.

El príncipe no puede nunca recompensar demasiado a los que le sirven con zelo y fidelidad, porque el sentimiento mismo de la justicia le recomienda en estos casos la gratitud. Y por otra parte su mismo interes le aconseja ser tan espléndido en la recompensa como parco en el castigo; porque los ministros que vean que la virtud es el instrumento de su fortuna, no emplearán el crimen para enriquecerse, y preferirán naturalmente los beneficios de su soberano al oro de los estranjeros. La justicia y la prudencia estan acordes en este punto. El príncipe obraría con tanta crueldad como imprevision si, haciendo gala de su ruindad, espusiese la virtud de sus ministros a una prueba difícil de resistir.

No es menos censurable la lijereza con que algunos soberanos cambian sus ministros, castigando con demasiado rigor la menor irregularidad que observan en su conducta. Los ministros que trabajan diariamente a vista del soberano, no pueden siempre ocultarle sus defectos, por mucho que quieran correjirse; sobre todo, si el príncipe es penetrante, y si le han servido mucho tiempo. El soberano suele al fin impacientarse y castigarles con la pérdida de sus puestos; con lo cual, da muestras de intolerancia y de muy poca filosofía. Pero el príncipe que conoce los hombres, sabe que todos llevan impreso en sus caractéres el sello de la humanidad; que nadie es perfecto en el mundo; que las grandes cualidades estan casi siempre equilibradas con grandes defectos; y que el hombre de jenio debe sacar partido de todo. Por eso prefieren conservar sus ministros, aceptando sus buenas y malas cualidades, a menos que estos insistan en no querer correjirse, porque vale mas fiarse de las personas ya conocidas, que de aquellas que no conocemos; del mismo modo que un musico hábil prefiere ejecutar con un instrumento viejo, pero ya esperimentado, que con uno nuevo, cuya bondad le es desconocida.


El Príncipe de Maquiavelo, precedido de la biografia del autor y seguido del anti-Maquiavelo o exámen del Príncipe, por Federico, el Grande, rey de Prusia, con un prefacio de Voltaire, y varias cartas de este hombre ilustre al primer editor de este libro, no publicado hasta ahora en España. Imprenta de D. Jose Trujillo, Hijo. 1854.

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