Ángel Guerra (Galdós)/088
I
[editar]Del Socorro no fue Ángel directamente a su casa, sino que se estuvo paseando por San Cristóbal hasta la hora de la cena, y no hallándose su mente en la mejor disposición para apreciar el tiempo, llegó a la calle del Locum un poco tarde, cuando ya Palomeque y el capellán de monjas habían trabado relaciones con las sopas de ajo. Poco expansiva estuvo en la mesa, y al levantarse de ella, como sintiese una fuerte atracción hacia el inocente y sencillísimo D. Tomé, se metió en su cuarto, robándole el tiempo y la soledad que para sus estudios y rezos necesitaba. Creía que la persona a quien primero debía comunicar sus graves resoluciones era el santito aquel, capaz, mejor que nadie, de comprenderlas y apreciarlas. Pero no se determinó a romper el sello que tales determinaciones suelen poner en los labios, y ambos frente a frente permanecieron taciturnos. Retirose Ángel a dormir, difiriendo para otra noche la confidencia, y se acostó tan tranquilo, notando en su espíritu una placidez y serenidad bienhechoras, que le calmaban los nervios, soliviantados aún por las agitaciones insanas y el desvarío pasional de aquel crítico día. Durmió poco tiempo, pero profundamente, sin soñar con la máscara griega, ni con Ción, ni con nada, ni caerse desde un quinto piso, y madrugó para ir con Teresa a la misa del Santo en la Catedral. De allí fue a San Juan de la Penitencia, donde oyó la de D. Tomé, y vuelta a la Catedral y a embutirse en la ante-capilla del Sagrario. Mas no podía encadenar por entero su pensamiento al rezo ni a la sostenida atención que la misa exige. El pensamiento, insubordinado y antojadizo, se le escapaba de su propia cabeza, como de mal guardada cárcel, para ir hacia cosas y asuntos que con invencible fuerza le requerían.
La gravedad del compromiso contraído con Leré disculpaba la insubordinación de la mente del neófito, quien no hacía más que pensar en cómo y de qué manera sería su propia personalidad después de la transformación externa que estaba próximo a sufrir. El hombre presente o viejo veía, con poder plástico de la imaginación, al hombre nuevo o futuro. Eran, si así puede decirse, dos yos, el uno frente al otro, el uno espectador, el otro espectáculo. «Fácilmente -se dijo Guerra-, puedo figurarme cómo seré, y casi casi me estoy viendo entrar aquí a decir misa en uno de estos altares. Con toda claridad se me representa mi cuerpo vestido de sotana y manteo, la cara rapada... Esto sí que no me lo figuro bien... ¿yo sin barba?... Pero ello ha de ser, y luego veremos la cara que resulta... Pues me parece que estoy entrando por la Puerta Llana, que tomo agua bendita, que me dirijo a la sacristía, y me revisto y salgo a este altar; digo mi misa, consagro, y realizo la oblación sublime». Un gozo íntimo del espíritu le sobrecogía, pensando esto, gozo que en su exaltación tenía algo de temor, como la cortedad o recelo del que de improviso fuera admitido a la presencia de un soberano poderoso a quien nunca había visto más que de lejos.
De pronto, entráronle vivos deseos de ir a pasar el resto del día al cigarral, y después de orar un rato ante la Virgen, salió de la santa iglesia. En la calle de la Puerta Llana fue sorprendido por espectáculos desagradables. Vio venir dos figuras grotescas, mamarrachos envueltos en colchas, el uno con careta de negro bozal, el otro representando la faz de un horroroso mico, y ambos se le pusieron delante en actitud desenfadada y un poco insolente, hablándole con voz de tiple. «Ya no me acordaba de que hoy es domingo de Carnaval -pensó Ángel, apartando con un empujón a las dos máscaras, empeñadas en que les dijese si las conocía o no. Un poco más allá, a la entrada de la calle de San Marcos, vio a un tío muy sucio, cubierto con una estera vieja, la cara y las manos pintadas de hollín, el cual llevaba una especie de caña de pescar, con cuerda de la cual pendía un higo. En derredor suyo, un apretado cerco de chicuelos, cuya algazara se oía en toda la plaza y calles adyacentes. Empujábanse unos a otros para acercarse, y con la boca abierta daban brincos pretendiendo coger el deseado higuí, que saltaba en el aire con las sacudidas de la cuerda, a los golpes dados en la caña por el horrible esperpento, que tan estrafalariamente se divertía. La bulliciosa inquietud de los muchachos contrastaba con la estúpida seriedad del tiznado personaje. Uno de los chicos que más brincaban y con más anhelo abrían la boca para pillar el cebo era Ildefonso. Guerra le vio, sin que el chico le viera a él, y no pudo menos de reírse de los apuros que estaba pasando el futuro cadete. Llegose a él, y tirándolele una oreja le sacó del grupo, mandándole ir a su obligación, y al rapaz le faltó tiempo para salir escapado con otros monaguillos hacia la Catedral.
Media hora después, Ángel había pasado el puente, y marchaba con lento paso por la polvorosa carretera de Polán. Al pasar más allá de la Venta del Alma, parose a contemplar su querido caserón de Guadalupe emplazado en una de las crestas del montuoso terreno, en situación eminente y dominadora, y se dio a imaginar la gallarda vista de la soberbia construcción que dentro de algún tiempo allí se alzaría. Por el camino bajaban carretas de bueyes cargadas de carbón, conducidas de paletos montunos con angorras de correal, chaquetón de raja, sombrero de velludo deslucido por la edad y el polvo, y abarcas de cuero; tipos enjutos, todos sequedad y delgadez avellanada, sin barba, y el polvo sentado en las cejas y en los labios. Algunos conocían a Guerra, de verle en la Venta Nueva cuando se paraban a descansar, recibiendo de él la fineza de un vaso de vino, y le saludaron con urbanidad campechana tan seca como sus huesos, pero cordial y bien entonada.
Al llegar, al cigarral, salió D. Pito a recibirle gozoso, pues ya no se hallaba sin él. Además, el pobre marino no era tratado en Guadalupe con toda consideración cuando el amo no estaba presente, y días hubo en que le fue preciso empalmar el bacalao asado del desayuno con las sopas de la cena, pues la Jusepa se iba a lavar al río, Cornejo a trabajar en el monte, y ninguno se cuidaba de él. Con Tirso no hacía buenas migas después de los rebencazos y la peladilla de marras; pero alguna vez, acosado por el hambre, no tuvo más remedio que acudir a él para que le diera queso y mendrugos de lo que en su zurrón llevaba.
«Gracias a Dios, hombre, que viene usted por aquí. Ya pensaba yo ir a buscarle, Carando. ¡Cinco días seguidos en Toledo! Yo, la verdad, aunque no me va mal aquí, me aburro cuando pasan días sin hablar con gente. Siempre, siempre entre animales no es para mí. Acostumbrado estoy a las soledades del mar... cosa magnífica, que ensancha el alma; pero estas soledades de tierra y firmamento, viendo lagartos en vez de peces, y piedras donde debieran estar las olas, y cruzándose con Tatabuquenque que ladra y con Cornejo que relincha, no me petan, no. Con usted sí, con usted me voy yo a donde quiera, y me establezco en la última grieta del mundo.
-Bien, hombre, bien. No hay que buscar grieta mejor -le dijo Guerra-. Nos agazaparemos en ella, y aquí acabará usted su miserable vida. Yo cuidaré de que nada le falte.
-¿Nada, nada? ¡Ah! D. Ángel, usted piensa jugármela; pero no, no me dejo coger. A mí me han dicho que... vamos, no sé si será discreto repetirlo.
-Sí, hombre, desembuche todo lo que piense.
-Pues allá va. Me han dicho que usted es un santo, o que lo quiere ser... o... vamos... No, no se asombre. Me lo han dicho. Y no hay inconveniente en explicarle cómo y cuándo. Porque verá usted: tan aburrido anduve estos días, solo y olvidado, como pobre en puerta ajena, que me entró la comezón de bajarme a Toledo, y fui, y medio medio nos hemos reconciliado mi hermano y yo... ¡Si viera usted qué tiberio el de ayer en aquella casa, y cómo se puso la Catalina!... Compañero, nunca la he visto más perdida. Dijo que ella no reclama la corona de España porque no quiere chocar; pero que su dinastía es la legítima, así, así, y que D. Carlos, y Alfonso son unos usurpadores... Pero vamos al caso. (Desmemoriado.) ¿Qué estaba yo diciendo?
-Que le habían dicho que yo soy santo; y si fue doña Catalina quien le dio la noticia, (Echándose a reír.) poco hemos adelantado.
-No fue Catalina; fue Casiano... digo... no sé si fue el bargueño, porque la memoria hace algún tiempo que se me ha dormido, como los compases en día de niebla. Siempre que tenemos calma, no sé qué me pasa, la memoria se me va, y no me acuerdo de maldita cosa ¡me caso con mi abuelo! Pero en fin, dígamelo quien me lo dijere, yo sé que usted va a fundar una cosa, una casa, un convento o no sé qué demonios para recoger menesterosos, amparar huérfanos, vestir desnudos, curar enfermos, enderezar tullidos, y todo lo demás que es pertinente a la caridad en grande. Buena idea, buena, y el mejor trampolín para dar el gran brinco hasta el Cielo, y salvarse bien salvado. ¡Qué envidia le tengo, D. Ángel! Pues no crea usted, he pensado en esto toda la noche, y me he dicho para mi capote: «Pues si este bendito de Dios piensa recoger desgraciados, aquí me tiene a mí para desgraciado fundador...»
-¿Eso qué duda tiene? D. Pito el primero.
-Pero espere usted un poco, compadre. Al pensar en esto, al pronto me alegré, y después me entristecí. Primero dije: «ya hice mi suerte; ya tengo aseguradito el combustible para las singladuras que me quedan». Pero luego me ocurrió que... y me volví a poner triste, y así estuve entristeciéndome y alegrándome por turno hasta que me dormí.
-Ya -dijo Guerra penetrando el pensamiento de su amigo-. Es que no se puede entrar en el seno de una Congregación religiosa sin dejar los vicios a la puerta.
-Justo y cabal. Yo calculo así: «pues, como quiera que sea, Pito querido, en ese establecimiento de religión, llámese como se llame, Carando, ha de haber mucho catolicismo, ¡me caso con Judas! y mucho melindre de confesonario; y le sacarán a uno el mandamiento, y la tabla de Moisés, haciéndonos creer que en el Infierno se trinca y en la Gloria no. Pues yo digo, con perdón, que si me quitan el consuelo, no hay quien me embarque, porque el beber, más que vicio, es en mí naturaleza, y dejarme en agua pura es lo mismo que condenarme a muerte. Y si no, dígame, ¿qué va ganando mi alma con que yo beba agua, convirtiendo mi estómago en una casa de baños? No, señor; en mí no quita lo bebedor a lo cristiano, y si Dios me ampara y la Virgen del Carmen no me vuelve el rostro, al Cielo me pienso ir, sin avergonzarme de empinar, pues con ello no hago yo mal a nadie; y aunque me trastorne, ¿qué? Nada importa el trastorno de la cabeza, si aquí está la conciencia más limpia y más pura que la coronilla de los ángeles.
-Descuide usted -replicó Ángel riendo-, que todo se arreglará. ¡Lucida estaría una Religión en que se permitiera la embriaguez! Pero para todo hay bula, compañero, y no estoy porque se condenen en absoluto los hábitos arraigados en una larga vida, y que al fin de ella vienen a ser la única alegría del anciano.
-Eso se llama cristiandad, amigo D. Ángel. Ist
. Vivan los hombres de sal... y de... gramática.
-Cuando estés conmigo -le dijo Guerra tuteándole por primera vez-, no te faltará nada de lo que necesites para vivir. Cada edad, cada estado, cada naturaleza tienen su sed. Unos la aplacan en este vaso, otros en aquel. El tuyo no es bueno; pero no seré yo quien te lo quite.
Comprendiendo la piedad suprema y un tanto sutil que encerraban estas palabras, D. Pito se conmovió. El oírse tutear pareció le natural, como signo de su inferioridad evidente, mientras que Ángel le aplicaba el tú casi sin darse cuenta de ello.
«Maestro -suplicó D. Pito, a quien se le vino a la boca este tratamiento para suavizar el tú que también empezó a usar-, si te parece, como a mí, que no es muy católico que estemos en ayunas a las doce del día, manda a esos fámulos tuyos que nos hagan un almuercito.
-También yo tengo ganas, ¡vaya! -dijo el solitario entrando en la casa y dando sus órdenes a Jusepa.