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Ángel Guerra (Galdós)/092

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo I – El hombre nuevo

de Benito Pérez Galdós


Entre otras prendas eminentes, dio el Cielo a Felisita una curiosidad a prueba de secretos, pues mientras más enigmáticas eran las cosas, más empeño ponía ella en descifrarlas. No habría tenido precio para egiptóloga, y si la emprende con los jeroglíficos de Menfis o con cualquier clase de garabatos en piedra o papiro, de seguro que les saca toda la enjundia que tuvieran, y aun un poco más. Su vista era de lince; su oído cazaba al vuelo toda sílaba perdida y las inflexiones lejanas de la voz. Desde que su hermano y Guerra se encerraron en el despacho o gabinete del primero, no tuvo sosiego, y para poder arrimar el hocico a la vidriera, despidió a sus amigas a fin de quedarse sola. Deslizose a lo largo de la sala, cuyas maderas cerró completamente para rodearse de obscuridad; sus zapatillas de fieltro eran el silencio mismo; pasó, cual si fuera a caza de un ratón, agachándose junto a los vidrios y aplicando la oreja derecha, que era la más lista de las dos y la que principalmente funcionaba en casos de espionaje mayor.

«¿Qué tratarán? ¿Será cosa de compras de tierras? No sé para qué quiere este hombre más fincas, cuando tiene ya media Sagra. ¡Ay, las tierras! no las puedo ver. Siempre pensando en el nublado, en el pedrisco. Y por causa de las condenadas tierras, tiene una que alegrarse cuando llueve, yo que detesto la lluvia.

A la primera sílaba pescada, entendió que no se trataba de tierras, sino de cielos, es decir, de cultivos espirituales. «Es cosa de conciencia -se dijo relamiéndose de gusto-. Ya; este señor será algún pecador muy malo, que quiere enmendarse, o algún marido burlado que pide el divorcio, y quizás están de por medio hijos naturales o esposas artificiales... Anda, anda, parece que hablan de una monja, de una hermanita del Socorro...»

Aguzó de tal modo el oído, que era como una lezna. ¡Y qué conceptos tan raros ensartó en el aire la sutil punta! Juanito preguntaba al señor aquel si su vocación era sincera, si no habría en ello alguna jugarreta de la imaginación, de esas que, por lo bien tramadas, engañan a la misma sabiduría. Luego contestaba el otro en voz baja y apenas perceptible, con gran impaciencia y enojo de la viuda de Fraile, que habría querido que gritara como un energúmeno. En cambio don Juan todo lo decía tan clarito, que un aspirante a sordo lo podría entender desde la sala. «Porque hay casos, se han dado y se dan casos de pasiones que a sí propias se creían espirituales y místicas, y luego ha resultado que por dentro de ellas corría el aliento de Satanás. Hay que estar muy en guardia y escarbar mucho, hasta descubrir el tuétano». Felisita sonreía admirando el talento de su hermano. ¡Pasión mística, resabios de amor mundano, vocación de sacerdote, monja de por medio! ¡Qué comidilla más sabrosa! La espía se chupaba los labios, como si tuviera entre ellos una pastilla dulcísima o un licor delicioso. Pero aquel condenado de hombre no se explicaba claro. Su voz era un muje muje, del cual apenas se destacaba tal cual sílaba, o alguna frase más bien adivinada que oída. Supliendo el conocimiento auditivo con la interpretación libre, entendió Felisita que la cosa había empezado por noviazgo, u otra forma cualquiera de amoroso enredo. Pero al fin, todo era puramente espiritual, y en cuanto a su vocación... Aquí la voz de Juanito arrojó nuevamente claridades deslumbradoras sobre el obscuro diálogo, y la escuchante pudo comprender que el sujeto aquel deseaba cantar misa. Realizada cumplidamente en él la más radical metamorfosis, el hombre viejo había perecido, cual organismo que muere y se descompone, saliendo de sus restos putrefactos un hombre nuevo, un ser puro... Luego siguieron palabras en tropel que apenas se entendían, porque D. Juan se puso de espaldas a la vidriera y echaba la voz para el otro lado.

Felisita no volvía de su asombro. ¡Aquel señor quería ser presbítero! ¡Cosa más rara! ¡Y ella creía que el presbítero nace y no se hace, es a saber, que la carrera eclesiástica se empieza siempre en la juventud, mejor dicho, en la niñez, y que sólo la siguen muchachos pobres y campesinos, rarísima vez los señoritos de familias urbanas y acomodadas! Entre las frases sueltas que pudo pescar, había oído «mi hija». ¡Luego era viudo, o tenía familia a espaldas de la Iglesia! Y sin duda era rico, porque algo dijeron también de cuantiosos intereses y de fundar un Asilo para pobres... ¡Vaya, vaya, que un caso como aquel no lo había visto la viuda de Fraile en todos los días de su vida! ¡Un caballero de buen porte, viudo, rico, meterse cura, consagrarse a cuidar enfermos y recoger mendigos callejeros! ¿En qué tiempos vivimos? ¿Podrá tal cosa suceder? El sueño, la historia, que viene a ser como un sueño retrospectivo, ¿pueden acaso revestirse de realidad y hacerse sensibles a la vista y al tacto del hombre despierto? La dama curiosa pensaba que es muy divertido vivir, cuando viviendo se ven cosas tan raras, y se puede llegar a la consoladora tesis de que nada es mentira.

Gran confianza tenía Casado en su hermana, y de todo le daba noticia, exceptuando, claro está, los asuntos de conciencia. Así pues, en cuanto se retiró el otro, no fue preciso que Felisita le instara para saber de su boca lo que en buena ley podía ser contado. Escuchó lo que con avidez la viuda, coordinándolo con los retazos tornados al oído por ella, y de todo formó su composición. Dígase en honor suyo que la curiosidad y manía de enterarse no iban acompañadas del furor chismoso, máxime en asuntos que pudieran relacionarse con su hermano. Era incapaz de profanar las confidencias delicadas que éste le hiciese, llevándolas a las tertulias de beatas que suelen improvisarse en algún rincón de Reyes Nuevos o de San Ildefonso, antes y después de las misas tempranas, o al círculo de cotorronas que en el comedor de su propia casa y al amor del brasero algunas tardes se formaba.

Pero de nada valía la discreción, pues a los dos días de la visita de Ángel a D. Juan, observó Felisita que era público y notorio parte de lo que ella escuchó pegada a la vidriera. En la casa de Mariano el campanero, allá en las alturas de la torre, donde tiene su vivienda el que modula todo aquel vocerío misterioso de los sonoros bronces, oyó hablar del caso, como noticia corriente en Toledo. A Guerra le conocían de vista dos señoras que hablaron de su próxima investidura eclesiástica; pero entre las verdades metieron mil exageraciones y patrañas: que el tal D. Ángel había sido masón de los peores; que en una de las trifulcas de Madrid mató él solo más de doscientos militares, y que su fortuna era tan grande, pero tan grande, que gozaba una renta de tantísimos miles de duros diarios. A cada paparrucha, seguía otra mayor, desafiándose las bocas a cuál disparataba más. Salió a relucir allí la rutinaria conseja, ordinariamente atribuida a un inglés, de que el Sr. de Guerra quería comprar al cabildo el cuadro del Expolio, dando por él la cantidad de onzas que cupieran bien colocadas sobre la tela, hasta cubrirla, y la otra fábula, también antiquísima y popular, de que el edificio proyectado por D. Ángel había de tener un número de puertas y ventanas igual al de los días del año. Todo esto se picoteaba en la galería de piedra del frontispicio de la Catedral, sobre la puerta llamada de los Escribanos o del Infierno, tomando el sol de la tarde. La tal galería, que corresponde a la morada del campanero, y es como balcón o solana a más de veinte metros de la calle, no tiene precio para sitio de tertulia. Los únicos ruidos que allí pueden turbar la placidez de la charla son el mugido del viento forcejeando con la torre, y el clamor vibrante de las campanas próximas. Entre las columnas de granito hay algunos tiestos, que alteran, desde fuera, la severidad arquitectónica. Las palomas, avecindadas en desconocidos agujeros de aquellas alturas, cruzan sin cesar por delante de la galería, desde la cual se ven también, considerablemente agrandados, los profetas y obispos que decoran el frontis, disformes, cabezudos, unos con mitra colosal, otros con emblemas de bronce o hierro en sus manos ingentes. El gato del campanero suele familiarizarse con toda aquella vecindad escultórica, y no tiene que brincar mucho para echar una siesta sobre el libro de San Fulgencio, que parece un Diccionario, o sobre el arpa de David.

Pues, como se iba diciendo, Felisita, en la tertulia campaneril, a la cual no pocas tardes concurría sin temor de los ciento diez escalones, se dio bastante tono, manifestándose mejor informada que las preopinantes, poniendo las cosas en su verdadero lugar, y atribuyendo a su hermano el mérito de la preciosa conversión del madrileño. Se habían hecho tan amigos, que D. Ángel no daba paso alguno sin previa consulta con su director, y no pasaba día sin que a la puerta llamara dos o tres veces. «Ya no tengo manos para tirar del cordón, y el tal entra ya en casa como si fuera la suya propia. Eso sí; es hombre fino, que cuando le estropea a usted un cojín o le deja barro en las alfombras, pide mil perdones, y a la chica me la tiene trastornada de tantas propinas como le da. Enjambres de pobres le esperan a la puerta cuando sale, por lo cual tengo el zaguán perdido de pulgas... y de otra cosa peor. Mi hermano le da libros y papelorios para que lea y se vaya enterando». Alguien dijo después haber oído que en cuanto Guerra se ordenase le harían arzobispo, pues era hombre muy bienquisto en la Corte, y se tuteaba con Ministros y personajes que fueron compinches suyos en la masonería.



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