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Ángel Guerra (Galdós)/101

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Ángel Guerra
Tercera parte - Capítulo II – Casado confesor y consejero

de Benito Pérez Galdós


II

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CASADO. - (Acelerando el paso para ir decididamente donde guisaban.) -¿Pero no le pasó por las mientes pedir auxilio al único que lo da eficaz contra el Demonio? Volver la voluntad a Dios, invocar a la Virgen son remedios infalibles cuando el alma no está dañada.

GUERRA. - -Nada de eso se me ocurrió, ni me acordaba yo en aquellos instantes de que tal Dios ni tal Virgen existen en el Universo. Cuando pensé en la divinidad, ya había conseguido amarrar la bestia con la cadena del honor y de la dignidad, los primeros instrumentos de defensa que encontré a mano. Un accidente externo vino en mi ayuda. D. Tomé llamó. Acudí a su lado, y la presencia de aquel bendito moribundo puso fin a mis angustias. Vi salir a Satanás rechinando los dientes. Digo que le vi, porque aquella idea de mi salvación, como las anteriores ideas de mi peligro y lucha, tomaba tal fuerza en mi mente, que casi casi le daban forma sensible mis sentidos. Le prevengo a usted que tengo una increíble facultad de materializar las ideas, y cuando la mente se me caldea con un pensar fijo y tenaz, suelo ver lo que pienso. En esta temporada, cuando la idea de hacerme cura ha secuestrado mi pensamiento con exclusión de toda otra idea, ¿sabe usted lo que me ha ocurrido? Pues que he visto en la Catedral y en las calles, de noche, un clérigo que al encuentro me salía o iba delante de mí, un ser corpóreo y tangible, mi misma persona, mi propia cara, y con él, o sea conmigo mismo, he hablado como hablo ahora con usted.

-Eso sí que es raro. Apresurémonos, amigo, que es poco higiénico platicar de esas cosas con el estómago vacío.

-¿Quiere usted otro ejemplo? Pues al amanecer de aquel día, cuando la hermana Lorenza se apareció ante mí por primera vez después de la tentación que he referido, venía rodeada de pies a cabeza de una luz cegadora, y sus ojos me miraron con una severidad que me hizo estremecer, y echándose mano al seno, se arrancó un pedazo de carne... me parece que lo estoy viendo... de carne, sí, grande y blanquísimo, chorreando sangre, y me lo arrojó a la cara, diciéndome con más compasión que ira estas palabras que nunca olvidaré: «Toma... para la pobre bestia».

-¿Pero es eso verdad...?

-Las dudas acerca de la realidad del caso me atormentan desde aquel momento. A veces creo que fue tal como acabo de referirlo, y juraría que oí las palabras y que vi los ojos acusadores; a veces dudo y niego. Lo que sí aseguro a usted es que me alegraría de que hubiera sido verdad. Una de las ansias que más me atormentan es la de lo sobrenatural, la de que mis sentidos perciban sensaciones contrarias a la ley física que todos conocemos. La monotonía de los fenómenos corrientes de la naturaleza es desesperante. Lo sobrenatural, lo maravilloso, el milagro, me hacen falta a mí, y por encontrarlos diera todo lo que poseo.

-Me temo, Sr. D. Ángel, (Suspirando.) que no encuentre usted esa joya, aunque a peso de oro la pague. Pero examinemos ahora el estado de la víctima después de esa semi-catástrofe o caída moral, que caída es, y en un muladar. De que está el hombre manchado hasta el cogote no cabe duda. Falta saber si podrá limpiarse; porque si no...

-¡Ah! yo le juro a usted que el desprecio de mí mismo por aquella acción pensada no puede ser mayor. Mi abatimiento es tal que creo que Dios no ha de querer perdonarme.

-Eso no. No achiquemos la misericordia divina. Proponiéndose no reincidir...

-Por proponérmelo no quedará. Pero...

-Aprisita, que ya estamos cerca. (Atravesando Zocodover.) Allí le diré a usted más de cuatro cosas.

Llegan a la hostería de Granullaque. Casado empuja la vidriera y penetran ambos, encontrándose frente a la boca del horno, guarnecida de azulejos. En el reducido espacio que media entre la vidriera y el horno, hay un mostradorcillo, y tras éste un hombre, de gorra y blusa, fumando en pipa corta, en la mano la pala con que mete y saca los bartolillos o las cazuelas de cabrito y besugo... «Buenos días -dícele Casado-. Que nos den prontito de almorzar».

-¿De vigilia, D. Juan?

-Pues claro. No faltaba otra cosa.

-Mire que la vigilia se está acabando. Muy poco quedará.

-Magnífico. Eso prueba que hay cristiandad en la feligresía. Vamos allá.

Pasan al patio, donde hay no pocos parroquianos almorzando de tenedor o pasteleando con copas, y se meten en una salita baja, donde no penetra el público. Es lugar reservado a los amigos de la familia. D. Juan toma posesión de una mesa, saludando desde lejos a dos personas que divisa en la habitación próxima, un clérigo y una señora mayor. Palmotea. Preséntase el mozo, la servilleta al hombro.

«Pronto; encarga una tortilla con jamón. ¡Ah, qué disparate!... Quiero decir con espárragos... tampoco, que no es el tiempo. Pues tráenos una tortilla con nada, con huevos. Pero listo, que estamos pereciendo. Venimos nada menos que del cementerio, y con la pena y el aire de la mañana nuestros cuerpos no son cuerpos, sino más bien ánimas del Purgatorio... Oye: tráete en seguida una botella de Valdepeñas. Del bueno, ya sabes. Y que nos preparen un plato de pescado, sea lo que fuere».

Hasta después de la tortilla y de los primeros tragos, no estuvo D. Juan en disposición de ocupar su mente en cosas tan sutiles como los problemas de conciencia. Hallábanse enteramente solos, y del cuarto próximo, separado de aquél por grueso cortinón de fieltro, sólo llegaba el sordo rum rum de una cháchara familiar. El diálogo se reanudó en esta forma:

CASADO. - -Pues ahora, Sr. D. Ángel, acabe de ilustrarme, y sepamos si el caso de autos le ha producido, como parece natural, aversión o desgana de la carrera religiosa.

GUERRA. - -No señor. Del suelo hondísimo y asqueroso en que caí, me he levantado con mayor anhelo de la vida contemplativa. Creo que, una vez en ella, no he de tener esos arrechuchos infames.

-¿Está seguro de ello?

-Seguro, seguro, no; lo presumo, lo espero.

-Pues opino, salvo mejor parecer, que el sacramento del Orden debe aplazarse hasta que haya seguridad completa de que esos arrechuchos, como usted dice, no han de reproducirse. Amigo mío, esto no es cosa de juego. Otros tal vez, indulgentes con esa fragilidad, no le pedirían más que un simple propósito de enmienda; y con tal que quedara a salvo el dogma, la pureza del principio, le darían a usted el pase. Para mí, tan importante como el dogma es la disciplina moral, y no le dejo pasar, no, mientras no le vea bien curado y limpio. Todo se reduce a sofocar los malos pensamientos por medio de la oración, la compunción, el trabajo, las buenas obras y una continua vigilancia de la bestia.

-He comenzado a emplear parte de ese tratamiento.

-¿Sin resultado?

-Así, así. Llevo desde ayer un trabajo mental de los más rudos. No puede usted figurarse cuánto me impresionó la muerte del pobrecito capellán. Creí que presenciaba mi propia muerte. Velando su cadáver, solos él y yo, he tratado de purificar mi espíritu. No estoy descontento. Pero veo a Dios ceñudo, a la Virgen ocultándome su rostro divino, y desconfío del perdón.

-No, ¡vive Dios! no haya desconfianza. (Partiendo un besugo asado y emprendiéndola con su ración.) Varones eminentes de la cristiandad, patriarcas y santos han pasado por ese crisol terrible de las tentaciones. Pues qué, ¿creía usted que la turbamulta caelorum se compone toda de seres como el virginal D. Tomé? No; de todo hay; hombres fueron los más, sujetos a las flaquezas de nuestro infelicísimo linaje. Las vencieron, las lloraron como David con acentos sublimes, y allá están en el quinto cielo. (Bebiendo.) No hay que acobardarse, amigo mío. ¿Quién no ha sido tentado alguna vez? Sólo nuestro Señor Jesucristo pudo decirle al pillo ese: «Vade retro. No tentarás al Señor tu Dios». Pero ¿los demás, nosotros, el mísero gusano terrestre...? Caemos siete veces al día, y otras tantas, si se puede, volvemos a levantarnos... Pero qué es eso, ¿usted no come?

-Ya como.

-¡Hijo, ni que fuéramos anacoretas! ¿Y no bebe?

-También; pero no mucho.

-No condeno la sobriedad. Pero créame, conviene alimentarse, sobre todo cuando es rudo y continuo el trabajo cerebral. Si tuviera usted que meterse en uno de esos confesionarios de monjas que parecen cisternas, y estarse allí toda la tarde oyendo pecaditos o más bien escrúpulos que se quiebran de sutiles, ya me diría si se puede trabajar sin comer... Con que decíamos que habrá perdón siempre que tengamos arrepentimiento de verdad.

GUERRA. - -Y en cuanto a si debo persistir o no en mi propósito, observaré que se ha hecho de tal modo mi espíritu a la idea de pertenecer al estado eclesiástico, que me será difícil renunciar a él. ¿A dónde voy yo ahora con mi persona, solo, sin familia, sin afecciones, con los gustos enteramente cambiados? He tomado grande afición al ritual católico; me enamoran, me seducen los actos religiosos, particularmente el ceremonial de la misa, todo amor, piedad y poesía. «¿Será esto, me pregunto a veces, dilettantismo, delirio estético y amor de la forma?». No lo sé. Pero sea lo que quiera, adoro el simbolismo del culto, y quiero ser artista de él. Es una clase de vocación que usted no puede rechazar, porque la rúbrica me hace amar el dogma.

CASADO. - -Eso es empezar por el fin; pero no importa. Adelante... ¡Ah! (Después de beber un buen trago.) Se me ocurre una gran idea. Establezcamos una distancia prudencial entre usted y esa hermana del Socorro, que es quien nos perturba, y habremos ganado el pleito. Yo haré que la manden a otra provincia.

GUERRA. - (Excitado.) -Eso no. De ella han partido las inspiraciones de esta mudanza mía. Si es cierto que en momentos breves, peligrosos, fue causa inocente del trastorno que he contado, y en todo tiempo su presencia, su mirar, su voz, acortan la distancia entre mi pensamiento y la divinidad. Cualquier exhortación suya me hace amar el bien y la virtud con pasión verdadera. Dejarla, dejarla, si no se quiere que yo me convierta en el más vulgar de los hombres.

CASADO. - -Bueno... transigiremos Amigo D. Ángel, (Con alegría decidora.) todo se arregla, habiendo buenos deseos y espíritu de verdad... (Al mozo.) Oye tú, ¿no nos traes algún postre?... Pues decía que vamos bien, bien. Yo, sin embargo, me permito proponer que no nos precipitemos en el cambio de estado. No quiero sobre mí la responsabilidad de un siniestro grave. Porque el otro, el malo, el sinvergüenza ese que por buen nombre llaman Ángel de las tinieblas, podría armar un lío muy gordo con todo eso de la estética del culto, y la musiquita, y la hermana inspiradilla, los ojos que miran, el espíritu que hace de las suyas, y la materia que se dispara... y tal y qué sé yo. A Segura le llevan preso. Sigamos instruyéndonos, sigamos preparándonos. Buenas son las lecciones de canto; pero no hay que olvidar la teología dogmática y moral. La historia eclesiástica, el derecho canónico, son magníficos sedantes para los nervios excitados. Y por encima de todo eso recomiendo el reposo, que nos trae la claridad de entendimiento; la vida metódica sin abstinencias ni paseos solitarios que suelen dar de sí desvaríos y alucinaciones. Conviene además no arrojar del pecho la alegría, no zambullirnos en metafísicas agotantes, ni empeñarnos en buscar lo sobrenatural, pues las leyes físicas no son cosa de juego, y no las ha hecho el caballero ese de arriba para que cualquier barbilindo de por acá las altere a su antojo... Si le parece, tomaremos café... Y volviendo al caso grave, perdonado queda; pero se me ha de dar cuenta diaria de las disposiciones en que cada día se encuentra el sujeto, para ver si asoma algún síntoma sospechoso... Medianillo está el brebaje, que llamaremos pseudo café. Vea usted, no puedo meterle a esta gente en la cabeza la rúbrica de hacer el café como Dios manda... Fumaremos un cigarrito... Conque ¿se ha enterado? Un parte diario de la situación moral, y si hay paliques con la hermanita quiero saber qué efectos...

GUERRA. - -Créame, D. Juan: de mis conversaciones con ella salgo siempre dispuesto a dejar tamañitos a los santos del cielo.

CASADO. - -Eso no está mal... El cigarro es infame. Este debe de ser de las tabaquerías del Infierno, y de los que se fuma el perro cabrón ese, más feo que yo, y más malo que su madre, la serpiente del Paraíso... Y para concluir, sepamos también de una vez cuándo se pone mano en esa fundación, que Toledo aguarda como la novena maravilla. ¿Es una secuela del Socorro, con más amplitud, con más elementos? ¿Es algo nuevo que exige autorización pontificia? ¿Será simplemente toledana, o tendrá ramificaciones en toda la Península, radicando aquí la casa matriz? ¿Abraza la beneficencia domiciliaria y la hospitalaria? ¿Qué nombre, qué advocación llevará?

GUERRA. - Ahora mismo le sacaré a usted de dudas.


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