El príncipe (1854)/Capítulo III

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El Príncipe: precedido de la biografía del autor y seguido del anti-Maquiavelo o exámen del Príncipe, por Federico, el Grande, rey de Prusia, con un prefacio de Voltaire, y varias cartas de este hombre ilustre al primer editor de este libro, no publicado hasta ahora en España (1854)
de Nicolás Maquiavelo
traducción de Anónimo
Capítulo III
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CAPITULO III

De los principados mistos.

Síguese, pues, que las dificultades mas grandes se encuentran en el principado nuevo, al cual podrá llamarse soberanía mista, cuando no es nuevo absolutamente, sinó como un miembro incorporado a otra soberanía. Estas mismas dificultades nacen de las variaciones que ocurren naturalmente en los principados nuevos; porque, si al principio los vasallos se prestan con gusto a mudar de señores, creyendo que el cambio es ganancioso, y, llevados de esta opinion, toman las armas contra aquel que los gobierna, suelen engañarse, y no tardar luego en reconocer que su situacion empeora cada día, siendo muchas vezes los males que esperimentan consecuencia necesaria de la mudanza. En efecto, todo príncipe nuevo se ve precisado a vejar mas o menos a sus nuevos súbditos, ya sea con la permanencia de las tropas que necesita mantener en el pais, ya con otra infinidad de incomodidades que acarrea siempre la nueva adquisicion [1]. Así es que este príncipe tiene por enemigos a todos aquellos que ha perjudicado con la ocupacion del señorío, y no puede conservar en su amistad a los que le han colocado en él; porque ni puede llenar las esperanzas que tenían concebidas, ni valerse abiertamente de medios violentos contra aquellos mismos a quienes debe estar reconocido; puesto que un príncipe aunque tenga fuerzas, necesita del favor y benevolencia de los habitantes para entrar y mantenerse en el pais adquirido. Por esta razon Luis XII de Francia perdió el estado de Milan tan presto como lo ganó; y Luis Esforcia lo recuperó, la primera vez, solo con presentarse delante de las puertas de aquella ciudad: como que el pueblo, que se las había abierto al rey, desengañado bien pronto de la esperanza que tenía concebida de mejorar su suerte, se cansó al instante del príncipe nuevo.

Es cierto tambien que no se pierde con tanta facilidad un pais rebelde, después de haber sido reconquistado, porque el príncipe, a pretesto de la rebelión, no repara tanto en usar de aquellos medios que pueden asegurarle la conquista; y asi castiga a los culpables, atiende mas a contener los sospechosos, y se fortifica hasta en los lugares de menor peligro. Por esta razon, si la primera vez Luis Esforcia no necesitó mas que acercarse a las fronteras del Milanesado para quitárselo a los franceses, la segunda, para apoderarse del mismo estado, tuvo necesidad de juntarse con otros soberanos, y de destruir los ejércitos franceses y arrojarlos de Italia. La diferencia proviene de los motivos que acabamos de indicar.

Resta ahora examinar las causas que motivaron la segunda desgracia del rey de Francia, y tratar de los medios que hubiera debido emplear aquel príncipe para no perder su nuevo estado; medios que son aplicables a cualquier otro príncipe que se hallare en circunstancias semejantes.

Supongo desde luego que un soberano quiere reunir a sus antiguos dominios otro estado nuevamente adquirido. Lo primero que se debe considerar es si este último confina con los otros, y se habla en ambos la misma lengua o no. En el primer caso, es muy fácil conservarlo, sobre todo si los habitantes no están acostumbrados a vivir libres; porque entonces, para asegurar la posesion, basta haberse estinguido la línea de sus antiguos príncipes, y por lo demás, conservar sin alteracion sus usos y costumbres. De este modo se mantendrán tranquilos bajo el dominio de su nuevo señor, a no existir entre ellos y sus vecinos una antipatía nacional. Así hemos visto fundirse sucesivamente en la Francia, la Borgoña, la Bretaña, la Gascuña y la Normandía; porque, aunque hubiese alguna diferencia en la lengua de estos pueblos, podían conciliarse entre sí, siendo muy parecidos en sus usos y costumbres. El soberano que adquiere esta clase de estados necesita atender a dos cosas solamente, si quiere conservarlos: la primera es, como queda dicho, el que se haya estinguido la antigua dinastía; y la otra, que no altere sus leyes, ni aumente las contribuciones. De este modo se reunen y confunden insensiblemente los estados nuevos con el antiguo, y en poco tiempo no forman mas que uno solo.

Las mayores dificultades se encuentran cuando en el pais nuevamente adquirido, la lengua, las costumbres y las inclinaciones de los habitantes son diferentes de las de los súbditos antiguos: entonces, para conservarlo, se necesita tener tanta fortuna como habilidad y prudencia.

Uno de los arbitrios mas eficazes y preferibles con que el nuevo soberano hará mas durable y segura la posesion de semejantes estados, será fijar en ellos su residencia. De este medio se valió el Turco con respecto a la Grecia; pais que jamás hubiera podido mantener bajo su dominio, por mas precauciones que hubiera tomado, si no se hubiese decidido a vivir en él. Con efecto, cuando el soberano está presente, ve nacer los desórdenes, y los remedia al instante; pero, estando ausente, muchas vezes no los conoce hasta que son tan grandes que ya no puede remediarlos. Además de esto, la nueva provincia se ve de esta suerte libre de los robos y vejaciones irritantes de los gobernadores, y en todo caso logra las ventajas de un pronto recurso a su señor, el cual tiene asi mas ocasiones de hacerse amar por los nuevos súbditos, si se propone obrar bien, o de hacerse temer, si quiere portarse mal. Agréguese que, cuando un estranjero quisiere invadir el nuevo estado, se hallaría detenido por la dificultad suma de quitárselo a un príncipe vijilante, que reside en él.

Será otro modo escelente enviar colonias de súbditos antiguos a una o dos plazas, que seran como la llave del pais conquistado: medida indispensable, a no mantener allí un número crecido de tropas. Estas colonias cuestan poco al príncipe, y solo serán gravosas a aquellos individuos particulares que le inspirasen rezelos, o que tratase de castigar, despojándoles de sus haciendas y dándoselas a otros moradores nuevos mas seguros. De este modo, como siempre es corto el número de los despojados, y estos en adelante no podrán causar daño por haber quedado pobres y dispersos, se logra mas facilmente que se mantengan sosegados todos los demás, como suelen estarlo por lo regular, no habiendo sufrido perjuicio alguno, y temiendo, si llegan a inquietarse, la suerte de los primeros. Concluyo, pues, que estas colonias son menos costosas y mas fieles al príncipe, sin necesidad de mas castigos, ni despojos que los que al principio hiciese, como hemos dicho. Y aquí debo advertir que es necesario ganar la voluntad de los hombres, o deshacerse de ellos porque, si se les causa ofensa lijera, podran luego vengarla; pero arruinándolos, aniquilándolos, quedan imposibilitados de tomar venganza. La seguridad del príncipe exije que la persona agraviada quede reducida al estremo de no poder inspirar rezelos en lo sucesivo.

Pero si, en lugar de colonias, mantiene el soberano un número crecido de tropas en el nuevo estado, gastará infinitamente mas y consumirá todas las rentas del pais en su defensa; de suerte que la adquisicion le traerá mas pérdida que ganancia. Los daños que causa este último arbitrio son tanto mayores cuanto se estienden indistintamente a la universalidad de los habitantes, molestándoles con las marchas, alojamientos y tránsito continuo de los militares: incomodidad que alcanza a todos, y que, al cabo, hace a todos enemigos del príncipe; y enemigos peligrosos, porque, aunque estén sujetos y subyugados, permanecen en sus propios hogares. En fin, no hay razon que no persuada de que es tan útil este último sistema de defensa, como ventajoso el de las colonias que hemos propuesto.

Debe tambien el nuevo soberano de un estado distante, y diferente del suyo, constituirse en defensor y jefe de los príncipes vecinos mas endebles, estudiar como ha de debilitar al estado vecino que sea mas poderoso; impidiendo sobre todo que ponga allí los pies cualquier estranjero que tenga tanto poder como él; porque sucederá a las vezes que llamen a alguno los mismos descontentos, o por miedo, o por ambicion, como los de Etolia llamaron a la Grecia a los Romanos, y como siempre fueron llamados estos últimos por los habitantes del pais en todas las provincias donde entraron. La razon es muy sencilla, pues al estranjero recien venido se le reunen siempre los menos fuertes, por cierto motivo de envidia que les anima contra el más poderoso. De modo que, sin esfuerzo alguno, logra el invasor atraerlos a su partido.

El príncipe que se hallase en este caso, deberá atender unicamente a que sus nuevos amigos no tomen mucha fuerza, al paso que con sus tropas procurará debilitar y abatir a los fuertes y poderosos: de esta suerte conservará su independencia, y no tendrá partícipes en la soberanía, si llega a adquirirla. El que no sepa valerse de estos arbitrios, bien pronto perderá cuanto hubiere adquirido, y esperimentará innumerables dificultades y trabajos mientras lo conservare.

Con gran cuidado empleaban los Romanos en las provincias de que se hacían dueños, los medios que acabamos de apuntar: a ellas enviaron colonias; sin acrecentar sus fuerzas, sostuvieron a los príncipes menos poderosos; disminuyeron las de aquellos que podían infundirles temor, y nunca permitieron que un estranjero poderoso adquiriese en ellas la menor influencia. Tomando por ejemplo la provincia de Grecia, observamos desde luego como sostuvieron en ella a los pueblos de Etolia y de Acaya; debilitaron el poder de los Macedonios; lanzaron de allí a Antioco; por mas servicios que recibieran de los Aqueos y Etolios, jamás les permitían el menor aumento de dominacion; desatendieron constantemente todos los medios de persuasion que empleó Filipo, no queriendo admitir la amistad suya, sinó para debilitar su poder; y siempre temieron demasiado a Antioco, para consentirle que conservase señorío alguno en aquella provincia.

Hicieron, pues, los Romanos en esta ocasion lo que debe hacer todo príncipe prudente; el cual no solo acude al remedio de los males presentes, sinó que tambien precave los que están por venir. Cuando los males se preven anticipadamente, admiten remedio con facilidad; pero si se espera a qué esten encima para curarlos, no siempre se logra el remedio, haciendose a vezes incurable la enfermedad. En los principios la tisis es facil de curar, y difícil de conocer; mas, si no se conoce, ni cura en su oríjen, con el tiempo viene a hacerse una enfermedad tan fácil de conocer, como difícil de curar. Este ejemplo, sacado de la medicina, puede aplicarse exactamente a los negocios de estado, porque, habiendo la debida prevision, talento que unicamente tienen los hombres hábiles, los males que pueden sobrevenir se remedian pronto; pero cuando; por no haberlos previsto al principio, llegan luego a tomar tanto incremento, que todo el mundo los advierte y conoce, ya no tienen remedio.

Por eso los Romanos que preveían los peligros antes que llegaran, se aplicaban a precaverlos con celeridad, sin dejarlos agravarse o empeorarse por evitar una guerra. Sabían muy bien que una guerra en amago, al fin no se evita, sinó que se dilata con gran ventaja siempre del enemigo. Ajustados a estos principios, decretaron prontamente la guerra contra Filipo y contra Antioco en Grecia, por no tener que defenderse de estos mismos soberanos en Italia. Es cierto que pudieron entonces no tenerla con ninguno de los dos; pero no quisieron tomar ese partido, ni seguir la máxima de ganar tiempo, que tanto recomiendan los sabios de nuestros dias. Usaron unicamente de su prudencia y de su valor, porque, con efecto, el tiempo todo lo arrastra, y puede traer tras de sí tanto el bien como el mal, y el mal como el bien.

Volvamos ahora a la Francia y examinemos si en algun modo siguió los principios que acabamos de esponer. No hablaré de Carlos VIII, sinó de Luis XII, que, por haber dominado mas largo tiempo en Italia, nos dejó vestijios mejor señalados para que podamos llevar mas adelante la observacion de su conducta en la que echaremos luego de ver que hizo cabalmente lo contrario de lo que convenía para conservar un estado tan distinto del suyo.

Luis fué llamado a Italia por la ambicion de los Venecianos que intentaban servirse de él para apoderarse de la mitad de la Lombardía. No reprobaré yo esta entrada del rey en Italia, ni el partido que entonces tomó; porque a la sazon, no teniendo amigos en aquel país, y habiéndole cerrado todas las puertas la mala conducta de su antecesor Carlos, tal vez le sería indispensable aprovecharse de aquella alianza que se le presentaba, para volver a entrar en Italia como quería; y hubiera sido favorable el éxito de su empresa, si hubiese sabido conducirse despues. Con efecto, este monarca recobró al instante la Lombardia, y con ella el crédito que habia perdido Carlos. Génova se sometió, los Florentinos desearon y obtuvieron su amistad, y todos los demás estados pequeños se apresuraron a pedírsela y como el marqués de Mántua, el duque de Ferrara, los Bentivoglios (señores de Bolonia) la condesa de Forli, los señores de Faenza, Pésaro, Rímini, Camerino, Piombino, y los de Luca, Pisa y Sena.

Entonces los Venecianos llegaron a conocer su imprudencia y el partido temerario que habían abrazado; como que, por adquirir dos plazas en Lombardía, daban al rey de Francia el dominio de las dos terceras partes de Italia.

Y ¿cuan fácilmente hubiera podido el rey, conociendo y sabiendo seguir las reglas anteriormente indicadas, mantenerse poderoso en Italia, y conservar y defender a sus amigos? Estos, aunque numerosos y fuertes, temían a la Iglesia y a los Venecianos, y debían por su propio interés mantenerse unidos a él: Luis podía tambien con sus socorros fortificarse fácilmente para rechazar a cualquiera otra potencia peligrosa.

Mas, apenas entró en Milan, siguió el sistema opuesto, dando socorro al papa Alejandro para invadir la Romanía. No conoció que, obrando así, se debilitaba a sí mismo; que se privaba de los amigos que se habian arrojado a sus brazos; y que engrandecía a la Iglesia añadiendo al poder espiritual, que le daba ya tanta fuerza, el temporal de un estado tan considerable. Cometida esta falta primera, tuvo luego necesidad de llevarla adelante hasta el punto de verse precisado a volver a Italia para poner límites a la ambicion del mismo Alejandro, e impedir qué se apoderarse de la Toscana.

No contento con haber aumentado el poder de la Iglesia, y despues de haber perdido sus aliados naturales con el deseo de enseñorearse del reino de Nápoles, hizo la locura de partirlo con el rey de España; y así, siendo él antes arbitro único de Italia, se creó en ella un rival, un concurrente, a quien pudiesen recurrir los descontentos y los ambiciosos; y pudiendo haber dejado en este reino un rey que hubiese sido tributario suyo, le echó de allí, para poner otro en su lugar con bastante poder para echarle a el mismo.

Es tan natural como comun el deseo de adquirir, y los hombres mas bien son alabados que reprendidos cuando pueden contentarlo; pero aquel que solo tiene deseos y carece de medios para adquirir, es un ignorante y digno de desprecio. Si el rey de Francia podía con sus propias fuerzas atacar al reino de Nápoles, debía hacerlo; pero, si no podía, a lo menos no lo debía dividir; pues, aunque el repartimiento de la Lombardía con los Venecianos merezca alguna escusa, porque estos le habian proporcionado el medio de entrar en Italia, el repartimiento de Nápoles solo merece censura, porque no había motivo que lo aconsejara.

Cometió, pues, el rey Luis cinco faltas absurdas en Italia: aumentó la fuerza de una potencia grande, y destruyo las potencias pequeñas, llamó a un estranjeró muy poderoso; no vino a vivir en la Italia, ni hizo usó de las colonias. A pesar de estos errores, todavia hubiera podido sostenerse, a no haber prometido el sesto, que fue despojar a los Venecianos. Es verdad que, si no hubiera engrandecido el estado de la Iglesia, ni llamado a Italia a los Españoles, hubiera sido necesario debilitar los estados de Venecia; pero jamás debía consentir su ruina, habiendo tomado el primer partido. Manteniéndose los Venecianos poderosos, hubieran impedido que los otros soberanos formasen designios contra la Lombardía, ya porque no lo hubieran consentido, no pudiendo ellos mismos apoderarse de ella, ya porque no hubieran querido los otros quitársela a la Francia para dársela a aquellos, o que no fuesen tan audazes que vinieran a atacar a estas dos potencias.

Si se replica que el rey Luis cedió la Romanía a Alejandro VI y un trono a la España por evitar una guerra, responderé con lo que ya tengo dicho: que nunca debe dejarse empeorar un mal por evitar una guerra, pues al cabo no se evita, y solamente se dilata en daño propio. Si alegan otros la promesa que Luís había hecho al papa de concluir por él esta empresa, con la condicion de que quitaría todo el impedimento para su matrimonio [2] por medio de una dispensa, y que daría el capelo al arzobispo de Ruan [3]; mi respuesta se halla en un artículo inmediato, donde hablaré de la palabra del príncipe y de como debe guardarla.

Perdió, pues, el rey Luis la Lombardía, por no haber observado ninguna precaución de aquellas que toman otros al apoderarse de una soberanía que se quiere conservar. Nada menos estraño que semejante suceso, y nada al contrario mas natural, mas regular y consiguiente. Del mismo modo me espliqué en Nantes con el cardenal de Amboise, cuando el duque de Valentino (así era llamado comunmente el hijo del papa Alejandro) ocupaba la Romanía. Diciéndome este cardenal que los Italianos hacían la guerra sin conocimiento, le respondí que los Franceses no entendían maldita la cosa de política, porque, entendiendo algo, jamás hubieran consentido que la Iglesia llegase a semejante estado de grandeza. Luego se ha visto palpablemente que el acrecentamiento de esta potencia y el de la España en Italia, se le debe a la Francia; y no proviene de otra causa la ruina de la misma Francia en Italia. De aquí se deduce una regla jeneral que nunca o rara vez falla, y es la siguiente: El príncipe que procura el engrandecimiento de otro labra su ruina, porque claro está que para ello ha de emplear sus propias fuerzas o su habilidad, y estos dos medios que ostenta, siembran celos y sospechas en el ánimo de aquel que por ellos ha llegado a ser mas poderoso.


  1. Bien sabidos son los versos que Virjilio pone en boca de la reina Dido, confirmando esta verdad.
    Res dura el regni novitas me talia coguni
    Holiri, el late fines custode tueri.
  2. Con Ana de Bretaña. Nardi dice con esto motivo que el papa Alejandro VI y el rey Luis XII, se servían mutuamente de lo espiritual para adquirir lo temporal: Alejandro a fin de conseguir la Romanía para su hijo, y Luis para unir la Bretaña a su corona. Véase la historia de Florencia. (N del T.)
  3. Jorje de Amboise, que administró la Francia reinando Luis XII, por el poderoso influjo que tuvo en las determinaciones de este monarca. Habiéndose propuesto suceder en el pontificado al papa Alejandro VI, y queriéndo valerse para este fin del crédito de César Borgia, hijo del mismo papa, indujo al rey a que le diese a este último el ducado de Valentino con una pension considerable, y se mostró en todo muy solicito favorecedor de los designios de su Santidad. Alejandro se valió de él para conseguir que Luis le ayudase a arruinar enteramente la familia de los Orsinis, que no merecía ser maltratada por la Francia; pero el cardenal persuadió al rey que no llegaría, como deseaba a recobrar el reino de Nápoles, si no daba aquel gusto al papa. Los Orsinis fueron luego sacrificados a las miras de una política tan torpe como insidiosa, y no por eso logró las suyas el cardenal después de la muerte del papa Alejandro. (N. del T.)

El Príncipe de Maquiavelo, precedido de la biografia del autor y seguido del anti-Maquiavelo o exámen del Príncipe, por Federico, el Grande, rey de Prusia, con un prefacio de Voltaire, y varias cartas de este hombre ilustre al primer editor de este libro, no publicado hasta ahora en España. Imprenta de D. Jose Trujillo, Hijo. 1854.

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