La familia de León Roch : 1-16
Vinieron los días de la dispersión de las gentes. Hostigado por el calor, Madrid era un hormiguero de impaciencias buscando dinero. El oro subía como cuando hay guerra, y menudeaban en la Bolsa las pequeñas operaciones, lo mismo que si hubiera aumento de negocios. No pocas familias apretaban el dogal atado a su cuello por las dilapidaciones del pasado invierno; y otras, no teniendo ni siquiera dogal, se consolaban encareciendo las ventajas y encantos del verano de Madrid, que supera, con sus paseos y embelesadoras noches, al verano triste y eremítico de los pueblos circunvecinos. Veranear en Pinto o Getafe es como invernar en el Escudo o en Pajares.
Los Tellerías eran de esos que por nada se quedan. También ellos se iban, contra todo fuero y razón de la aritmética, y dando al traste con toda ley económica. Pero obligada a estirar hasta lo imposible la primavera, la marquesa decía que el tiempo era aún tolerable, que en el Norte llovía mucho y hacía frío. No teniendo motivos para prorrogar su viaje, sino antes bien razones poderosas para acelerarlo, León fijó día en la primera semana de Julio. Pero la víspera del día marcado un suceso trastornó los planes de todos. Ya sabían los hijos del marqués que su hermano Luis Gonzaga estaba enfermo. Gustavo y León sabían algo más; sabían que estaba atacado de un mal muy terrible, perseguidor y verdugo de la juventud contemporánea; mal que se aviene con las naturalezas débiles y extenuadas por las pasiones y el estudio. Como, según los informes de los padres de Puyoo, la enfermedad de Luis hallábase en grado incipiente, no habían dicho nada a la marquesa, esperando que esta sabría la verdad por sí misma, al hacer la visita acostumbrada al establecimiento durante la temporada de verano. Pero inopinadamente cayó sobre la casa, como rayo de la ira celeste, un aviso del rector anunciando que Luis Gonzaga había entrado de súbito en un período alarmante, y que... «deseando el joven ver a su familia, saldría al siguiente día para Madrid en el tren expreso».
Absortos y afligidos se quedaron todos, y más aún cuando al otro día vieron entrar al infeliz joven, que tan claro tenía en su persona el sello de la traidora dolencia y que semejaba un espectro en sotana. Su cara ofrecía, a pesar de estar ya como agostada por el frío beso de la muerte, gran semejanza con el rostro hermoso y vivífico de María. Ya se sabe que eran gemelos, y que se parecían todo lo que puede parecerse un hombre a una mujer, sólo que la joven, llena de aparente lozanía, aventajó siempre en vigor y representación física a su hermano, harto afeminado desde la infancia.
Barbilampiño y endeble, se creería nacido para el sacerdocio y para la contemplación de las cosas espirituales. Sus ojos, que por lo verdes y expresivos parecían espejos en que se reflejaba la propia mirada de María Egipcíaca, estaban rodeados ya de un cerco oscuro. Durante su niñez y juventud había vivido siempre abrasado por una fiebre constitucional con la cual iba tirando como si fuera un estado fisiológico. Ahora, cuando la solución se aproximaba, su fiebre era como un rescoldo interior que le consumía. La holgada sotana negra y floja marcaba, al sentarse y al andar, los duros ángulos del esqueleto; su voz parecía el eco de quien está hablando en algún rincón invisible y profundo, donde las corrientes de aire suspenden, entrecortan y apagan el sonido, haciéndolo oscilar como el chorrillo de una gotera.
Sentado en un sillón, a las demostraciones cariñosas de la familia respondía con escasas frases en que la intensidad del afecto compensaba el laconismo, con apretones de manos, con miradas ardientes y amorosas.
Desolada y suspirante, la marquesa no sabía contener la expresión de su dolor, y sus quejas concluían siempre con proyectos de administrar a su hijo aires puros, aires campesinos, aires de establo, y de llevarle a beber aguas salutíferas. Lo primero que se decidió fue celebrar junta de médicos, convocando a lo más selecto. El enfermo sonreía con expresión de incredulidad, pero sin oponer resistencia a nada, porque el hábito de la obediencia, tan arraigado en él, dábale fuerzas para dejarse zarandear en su agonía.
León no le había visto nunca. Cuando entró a verle, la marquesa le dijo: -Aquí tienes a tu hermano que no conoces.
-Le conozco -contestó Luis Gonzaga, dejándose estrechar su mano flaca, ardiente y húmeda por la de León.
Y, diciéndolo, clavó en él la mirada atenta, penetrante, por tanto tiempo que la marquesa, alarmada de aquel largo discurso de asombro mudo, dijo así:
-Ya sabes que es muy bueno.
-Ya, ya sé -repuso Luis, mirando a su hermana-. ¿Y os marcháis de Madrid?
-¿Cómo quieres que nos vayamos dejándote así? -replicó María, derramando abundantes lágrimas.
-Pero tu esposo no querrá detenerse.
-Nos quedaremos -afirmó León, sentándose en el grupo que rodeaba al joven-. Ni María quiere separarse de su hermano, a quien no ha visto en tanto tiempo, ni yo quiero que se separe.
-Ni tampoco quieres tú separarte de ella -añadió la marquesa-. Eres un modelo de maridos complacientes y bondadosos... Quizás nos vayamos todos juntos.
-Luis mejorará -dijo León-, y entonces emprenderemos nuestro viaje.
No sabemos si era aquel mismo día o el siguiente cuando León se hallaba a solas con su suegra, presenciando uno de los más fuertes accesos de tristeza que en ella había visto, y que se determinaban en suspiros, en lamentaciones de su desgraciada suerte y en protestas de poner las cosas en un pie conveniente de orden y economía. La excelente señora derramaba copiosas lágrimas, y estrechaba la mano de su yerno, prodigándole los nombres más dulces de que se vale el cariño materno.
Hallábase, según ella, la familia uno de los más grandes conflictos que podrían ocurrir a familia alguna. La enfermedad de Luis Gonzaga exigía dispendios inmediatos. La ilustre dama no tenía carácter para tratar a la junta de médicos como trataba a sus acreedores de escalera abajo el marqués, cuyos despilfarros habían llegado a un extremo escandaloso. Ella estaba fatigada, consumida de aquel género de vida aparatosa y de relumbrón en que la sostenía, mal de su grado, el orgullo de su marido y de sus hijos. Ella se consumía en el tedio de los saraos, y devoraba en silencio las ansias de aquella hambre disimulada y de aquel malestar continuo que hacía de su casa un infierno. ¡Oh!, su educación, su clase, sus principios, sus nobles sentimientos pugnaban con la farsa; mas era débil, amaba entrañablemente, aunque sin premio, a los mismos autores de aquel malestar, y no podía desprenderse de los hábitos que se le habían impuesto. Pero estaba decidida a ser enérgica, implacable; a cortar para siempre las malas costumbres introducidas en su casa; a enfrenar al marqués; a hablar claro, muy claro, a sus hijos; a establecer un orden riguroso, excesivamente, ferozmente riguroso; a vivir de sus recursos propios y naturales, renunciando al brillo engañoso y a la competencia ridícula con fortunas saneadas y enteras. Ella lloraba en silencio y pedía a Dios que apartase de la casa de su hija las calamidades que pesaban sobre el hogar paterno, favor que Dios parecía resuelto a conceder desde que adjudicó a aquella bienaventurada joven un marido ejemplar, un marido juicioso, un marido modelo, un marido de elección, un marido canonizable, dicho sea con perdón de la Iglesia.
Y no sabemos tampoco si fue aquel día o el siguiente cuando el marqués se encerró con León en su despacho, y con acento patético y desembarazado, desarrolló ante los ojos de este el panorama desconsolador de su propia situación, dando en él toques de grandísimo efecto, agrupando sabiamente las sombras y dibujando con energía la figura más convincente, que era la enfermedad del mejor, del más querido de sus hijos. Esta desgracia venía a acercar la mecha a la casa de Tellería, toda desvencijada y llena de puntales, atestada de oropeles, de guiñapos dorados, de bambolla inútil... Veíase el insigne cuanto desventurado señor enfrente de un problema terrible, y su decoro de hombre público y su dignidad de padre de familia estaban como reos de muerte a quienes ya se ha subido en el fatal tablado. Lo peor es que no tenía él la culpa, sino la marquesa, autora indirecta de las filtraciones (gustaba mucho de emplear este término, tomado por la Hacienda al arte de la fontanería) que disminuían el caudal de su casa, mostrando el horrible cauce vacío... Él, por su parte, se reconocía también algo culpable, porque había querido sostener una posición exageradamente decorosa como hombre que se debe a su nombre, a su partido, a su patria; había contado con el éxito de operaciones bien preparadas, y con las posiciones que adquirieran sus hijos. ¡Desengaño, ilusión!... Él, verdaderamente, no se reconocía impecable; él no dejaba de comprender que había sido débil, excesivamente débil, ante el desenfrenado lujo implantado en su casa por la marquesa; él no debía haber autorizado con su presencia las comilonas, los tes, los raouts, los saraos que llenaban de ruido, de murmuración, de equívocos y de humo su casa en determinados días de la semana; él debió resistirse, debió protestar, ¿quién lo duda?, pero no protestó; fue cómplice, faltó a los sanos principios conservadores y preventivos que eran norte y fanal de su conducta. Pero estaba decidido a cortar abusos, a reformar radicalmente la administración, a hacer economías, a sostener el orden doméstico, base de las virtudes privadas y públicas. Y no hablaba, ciertamente, a su yerno de este desagradable asunto con objeto de pedir su amparo para salir de los compromisos del día, no; esto no era compatible con el decoro del suegro, ni con sus ideas extremadas en materia de dignidad; hablábale sin otra mira ulterior que darle a conocer la abrumadora realidad, para que usando de su prestigio cerca de la familia, tratase de señalar a Milagros el abismo que a sus pies se abría. El pobre marqués se sacrificaba por todos, no quería nada para sí. La enfermedad de su hijo más querido le afectaba en extremo; no tenía gusto para nada, y se sentía víctima de la fatalidad, de las pésimas condiciones de este país ingobernable, pobre, a pesar de la fertilidad del suelo. ¿Cómo hacer frente a las inmensas dificultades de tal situación? ¡Ay!, el mismo marqués necesitaba urgentísimamente tomar baños alcalinos para su reuma, y no podía, no quería emprender el viaje. Su deber le retenía en Madrid al lado de su hijo enfermo; su deber le prohibía gastar en su persona lo que reclamaba la vida amenazada de Luis Gonzaga, un joven sin igual, casi un sacerdote, un santo bajado del Cielo... El marqués conocía los deberes que le imponía su situación, y estaba decidido a cumplirlos. Sí, su hidalguía, genuinamente española, se lo ordenaba así; pero necesitaba los consejos de un amigo cariñoso y desinteresado; necesitaba que alguien le animase con palabras varoniles y le alentase con ejemplos eficaces; necesitaba de un hombre recto, juicioso, franco, enemigo de farsas; necesitaba, en fin, un apoyo moral, puramente moral...
-Repito que un apoyo moral nada más -dijo terminando la frase con un suspiro y estrujando entre sus manos la de León.
Si este fuera capaz de envanecerse con las alabanzas, aun siendo merecidas, se habría hinchado de satisfacción cuando Milagros, dos o tres días después, le dijo con tono de verdad sincera:
-¡Cuán cierto es, querido hijo, que un buen corazón puede existir debajo de una cabeza vacía de ideas religiosas!
Y cuando el marqués le dijo:
-Ya te tenía por el hombre mejor del mundo. Es tan grande tu bondad, que me hará creer en una utopía; ya sabes que yo no creo en utopías; pero ahora... En fin, no puedo expresarte lo que siento al ver el interés que tomas por el decoro de tu familia. Bien conoces tú que en el Diluvio de las pasiones es necesario que la familia se salve. ¡Sí, la sociedad se hunde; pero sobrenadará la familia, el arca...!
Dicho sea en honor de la verdad, León, más que la salvación de su familia política, comparada, no sin gracejo, por el marqués con el arca de Noé, había tenido presente la enfermedad del gemelo de su esposa y la pena que esta sentía al ver la mala disposición de sus padres para las horas aflictivas y los dispendios que tan cerca andaban.