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La familia de León Roch : 3-03

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La familia de León Roch
Tercera Parte
Capítulo III
León Roch hace una visita que le parece mentira

de Benito Pérez Galdós

Consecuente con su natural generoso, y deseando cumplir cuanto antes la promesa que a su mujer había hecho, León fue a Madrid y al mismo San Prudencio en busca del Padre Paoletti. Cosa inverosímil en verdad era que él pusiese su planta en aquellos lugares, y así, cuando el fámulo le rogó que esperase en la desnuda y pobre sala destinada a locutorio, tuvo tiempo de echar sobre esta y sobre sí mismo incrédula mirada, sacando en consecuencia que una de las dos cosas, o él o la sala, eran pura ilusión de la fantasía.

Muy necio o muy soberbio es el hombre que se hace juramento de no traspasar jamás el umbral de esta o la otra puerta, sin prever que el rápido giro de la vida trae las puertas a nosotros, las abre y nos mete por ellas, sin que nos ocupemos de evitarlo. León no pudo entregarse por mucho tiempo a estas reflexiones, porque apareció ante él un clérigo pequeño, pequeñísimo, de mediana edad, blanco y un sí es no es pueril de rostro, de ojos grandes, vivos y tan investigadores, que no parecía sino que su cara toda era ojos. Con lo exiguo de su cuerpo contrastaba la gravedad de su paso que era cadencioso y largo, con cierto golpear duro sobre el suelo, como lo produciría el constante uso de zapatos de plomo. Saludó Paoletti a su visitante con exquisita urbanidad, y León que no estaba para fórmulas, expuso en breves palabras el objeto de su presencia en aquella casa. Paoletti, sentado con cierta tiesura de creyente humilde frente al fatigado ateo, le oía con benevolencia confesional, bajos los ojos, enlazados los dedos de ambas manos y volteando los pulgares uno sobre otro. Debe advertirse que las manos del Padre eran finísimas y pulcras como las de una señorita.

-Vamos allá -dijo alzando los ojos y parando el molinete de los dedos pulgares-. Yo tenía noticia de su viaje a Carabanchel, de su desazón; pero no sabía que estuviese grave ni que la hubieran llevado a Suertebella... ¿al mismo palacio de Suertebella?

-Al mismo -dijo León sombríamente.

-Supongo -indicó Paoletti refinadamente- que la hija del señor marqués de Fúcar se habrá trasladado a Madrid con su preciosa niña.

-Lo hará hoy.

-¿Y usted?

-No pienso separarme de María mientras continúe enferma.

-Me parece muy bien, caballero -dijo el italiano agraciando a León con un golpecito en la mano-. Sin embargo, la situación de usted con respecto a esa bendita mártir es muy singular y poco agradable para entrambos.

-Esa situación es tal -dijo León-, que he creído necesario venir yo mismo, con objeto de hacer a usted algunas revelaciones que sólo a mí me corresponden, y rogarle que me ayude.

-¿Yo?

-Sí... que usted me ayude a conllevar la situación y aun a salir de ella lo mejor posible.

Paoletti frunció el ceño. Se había levantado para partir; mas volvió a sentarse, tornando a girar los pulgares uno sobre otro.

-Ante todo -dijo en tono de quien acostumbra simplificar las cosas-, revéleme usted los pensamientos que le han traído aquí. Es singularísimo que venga usted a confesarse conmigo, ¿no es verdad?

Se sonreía con expresión de triunfo humorístico que hacía más daño a León Roch que una burla declarada.

-A confesar con usted... es cierto.

-¡Oh!, no, señor mío -dijo Paoletti con cierta dulzura relamida que a la legua revelaba la casta italiana-. No confesará usted, ¡ojalá lo hiciera!, no me revelará usted su conciencia ni renegará usted de sus errores... no hará otra cosa que contarme lo que ya sé, lo que sabe todo el mundo... Y todo para que le ayude...

Paoletti repitió las versiones de la tertulia de San Salomó.

-En eso hay algo de verdad y mucho de calumnia -dijo León-. Es falso que Monina sea mi hija; es falso que yo tenga relaciones criminales con Pepa Fúcar; pero es cierto que la amo; es cierto que en mi corazón se ha extinguido todo cariño hacia mi pobre mujer, y en él no queda sino una estimación fría, un respeto ceremonioso a las virtudes que reconozco en ella.

-¡Estimación, respeto! -dijo Paoletti-, ¡reconocimiento de virtudes!... Eso es algo, caballero. La grande y purísima alma de María Egipcíaca merece más, mucho más; pero si pudiéramos contar con que esa estimación y ese respeto crecían y se purificaban...

Paoletti volvió a acariciar con su mano de frío marfil el puño de León, y le dijo:

-¿No podríamos intentar una reconciliación?

-Es imposible, de todo punto imposible. Hace algún tiempo hubiera sido fácil... ¡cuántos esfuerzos hice para llegar a esa deseada reconciliación!... usted debe saberlo.

Mirando al suelo, el hombre diminuto hizo signos afirmativos con la cabeza.

-Usted lo sabe todo... -añadió León con sarcasmo-. El dueño de la conciencia de mi mujer, el gobernador de mi casa, el árbitro de mi matrimonio, el que ha tenido en su mano un vínculo sagrado para atarlo y desatarlo a su antojo; este hombre, a quien hoy veo por primera vez después de aquellos días en que iba a visitar al pobre Luis Gonzaga, muerto en mi casa; este hombre, que, a pesar de no tener conmigo trato alguno, ha dispuesto secretamente de mi corazón y de mi vida, como puede disponer un señor del esclavo comprado, no puede ignorar nada.

-Ese lenguaje mundano y soberbiamente filosófico me es conocido también, caballero -dijo Paoletti, tomando un tono de reprensión evangélica-. Si quiere usted que entre en ese terreno y le dé contestación cumplida, lo haré.

-No... No he venido aquí a disputar. La tenebrosa batalla en que he sido vencido después de luchar con honor, con delicadeza, con habilidad y aun con furia, ha concluido ya. Mis juicios están formados hace tiempo y no pueden variar... La ocasión no es propia para cuestionar. Nos hallamos en presencia de un hecho terrible...

-Que María se muere.

León refirió a Paoletti la visita de María Egipcíaca a su esposo y la escena que precedió al desmayo y enfermedad de la santa mujer.

Después de una pausa, el padre dijo severamente:

-Todo me indica que María le ama a usted, y que aquí el verdadero traidor al matrimonio, el culpable de hoy es el mismo que lo fue ayer, el culpable de siempre, en una palabra, usted. No apruebo, sin conocerlo bien, el paso dado por mi ilustre penitente; pero ese paso, ese traspié, dado que lo sea, anuncia que aún conserva en su corazón y en su voluntad dulcísimos favores para quien ni uno ni otros merece.

-Usted, que todo lo sabe, debe saber que mi mujer no me tiene amor, y si los que no entienden de sentimientos nobles y puros se empeñan en dar aquel nombre a lo que no lo merece, yo me apresuro a constituirme en juez de los afectos de mi pobre mujer y a declarar que no me satisfacen, que los rechazo y los pongo fuera de juego en el problema de nuestra separación o de nuestras paces.

Paoletti meditaba profundamente.

-Entre los dos -añadió León- no existe ya ningún lazo moral. María y yo, estas dos personas, ella y yo, se me pintan en la imaginación como un discorde grupo representando la idea del divorcio.

-Un grupo, una obra de arte -dijo Paoletti, deslizando en medio de la nube negra de su severidad un relampaguillo de malicia.

-Una obra de arte, sí... que, como tal, no se ha creado por sí sola, sino que tiene autores. Mi mujer no me ama; creo que habría podido amarme, como yo deseaba, si las grandes imperfecciones de su carácter, en vez de disminuir, sometidas a mi autoridad y a mi cariño, no hubieran aumentado, sometidas a otras corrientes, y a otra autoridad. No me ama, ni yo la amo a ella tampoco. Por consiguiente, la reconciliación es imposible.

-No dirá usted -manifestó Paoletti con severidad mezclada de tolerancia- que no le escucho con paciencia.

-¿Paciencia? Más he tenido yo.

-Aunque uno no quiera, siempre tiene en sí algo de cristiano, caballero. Para concluir, señor de Roch, usted no ama a su mujer ni ella le ama a usted; usted no quiere reconciliarse con ella; usted la respeta y la estima... ¿Qué significa esto? O mejor dicho, ¿a qué ha venido usted aquí?

-María me ha rogado que le lleve su confesor. Lejos de oponerme a esto, lo hago con gusto.

-Pues vamos -dijo Paoletti levantándose.

-Falta lo principal -dijo León, tocando la sotana del reverendo-. Fácilmente comprenderá usted, en su claro talento, que para avisarle no era menester que viniera yo mismo. He venido para decir a usted cosas que sólo yo puedo decirle. Considere ante todo que el estado moral es la parte verdaderamente delicada en la dolencia de María.

-Sí.

-Debo declarar que deseo su restablecimiento -dijo León con calmosa voz-. Pongo a Dios por testigo de esta afirmación: quiero absolutamente y sin ninguna clase de reserva que mi mujer viva.

-Comprendo muy bien su propósito. Usted desea que se salve, es decir, que no muera. Usted desea que se calme su irritación nerviosa, para lo cual es preciso que no la turbe ningún pensamiento de los que motivaron su trastorno. Es preciso que las ideas optimistas y lisonjeras desembrollen esta madeja enredada por el despecho y por la pasión no satisfecha; es preciso que la dirección espiritual proceda con cierto arte mundano, fomentando las ilusiones de la penitente y quitando de sus ojos la triste realidad; es preciso que el confesor sea médico, y médico de amor, que es lo más peregrino, y que aplaque los celos y fomente esperanzas y aprisione de este modo una vida que se escapa, que se escaparía sin remedio si persistieran en ella las causas morales que la han puesto en peligro.

León admiraba la sagacidad del ilustre maestro de conciencias.

-Pues bien -dijo Paoletti con energía-, yo haré en este particular todo lo que sea posible. Nada puedo afirmar sin conocer de antemano el estado espiritual de mi querida hija en Dios.

-María está en Suertebella.

-Sí.

-Y es preciso que no comprenda que está allí.

-Bueno... pase -dijo Paoletti, mirando al suelo y soltando las palabras por un ángulo de la boca-. Es un engaño que puede disculparse.

-María persiste en mostrarme el especial cariño tardío que siente ahora por mí.

-Tampoco veo culpa en esto. Puede admitirse, entendiendo que este cariño no está bien juzgado por usted.

-María debe arrojar de sí, mientras continúe en ese estado febril, la idea de que amo a otra mujer.

-Alto ahí -dijo Paoletti, extendiendo su blanca mano, como una pantalla de marfil-. Eso no pasa, caballero. He pasado por el ojo de la aguja hilos un poco gordos; pero el camello, señor mío, no cabe, no cabe. Lo que usted propone es una impostura.

-Es caridad.

-La verdad lo prohíbe.

-Lo manda la salud.

-Una exigencia física a la que no podemos dar valor excesivo. Mi ilustre amiga sabrá morir cristianamente, despreciando las menudas pasiones del mundo.

-Nuestro deber es siempre y en todo caso impedir la muerte.

-Siempre que podamos hacerlo sin comedias indignas. ¡Y a esa pobrecita mártir se la hará creer en la inocencia de su marido, cuando está albergada en la propia vivienda de su rival, de la amada de su esposo!... Doy por cierto, si usted quiere, que no habrá en la casa escenas licenciosas, ni aun siquiera entrevistas; admito que no se dará el caso de que dos enamorados adúlteros se digan ternezas en una sala, mientras la infeliz esposa legítima agoniza en la inmediata. Pero, aun concediendo que habrá circunspección y decoro, la horrible verdad subsiste. Yo no se la diré si ella no quiere saberla; pero si me pregunta... y preguntará, preguntará...

-¡Sí! -exclamó de súbito León, impresionado por aquellas graves palabras-. Tal comedia es indigna de ella y de mí. La verdad me espanta, la ficción me repugna; pero aquella es la muerte y esta puede ser la vida... No irá usted conmigo a Suertebella. Llevaré un clérigo cualquiera, el cura de la parroquia, el capellán de la casa.

Se marchaba ya y Paoletti le llamó con un cecé de reconciliación.

-Al claro talento de usted -dijo, devolviendo un piropo recibido poco antes- no se ocultará que la asistencia de otro sacerdote no agradará a la pobre mártir tanto como la nuestra. Si usted no insistiera en intervenir en lo que no le importa, yo iría de buen grado a consolar a esa desgraciada. Hay más -añadió con un arranque sentimental-, no puedo ocultar a usted que lo ansío ardientemente. ¡Es tan buena, tan santa!... No sólo la admiro, sino que la respeto, la venero como a un ser superior.

-¿Y qué le dirá usted?

-Lo que deba decirle -contestó Paoletti, clavando en León sus dos ojos, que parecían doscientos-. Es por demás extraño que quien declara haber roto moralmente el lazo matrimonial se ocupe tanto por la conciencia de su esposa.

-No me ocupo de su conciencia, sino por su salud -dijo León, sintiéndose muy abatido.

-¿No dice usted que no la ama ni es amado por ella?

-Sí.

-Entonces su cuerpo y sus mortales gracias podrán pertenecer a un hombre; su purísima conciencia, no.

-Es verdad -dijo León, apurando el cáliz-. Su conciencia, yo la entrego a quien la ha formado. No quiero apropiarme esa monstruosidad.

-Perdono la expresión -replicó Paoletti bajando los ojos-. Para concluir, señor mío, ¿voy o no voy?

-¿La matará usted?

-¡Yo!

-Y después de exhalar un suave suspiro, añadió:

-Le preguntaremos quién es su asesino.

León sintió su alma llena de espanto. Meditó un rato. Después hirió el suelo con el pie. A veces, de un pisotón sale una idea, como una chispa brota del pedernal herido. León tuvo una idea.

-Vamos -dijo con resolución-. A la conciencia de usted dejo este delicado asunto.

-Y en prueba de esa confianza -manifestó el otro, no ocultando su gozo por ir-, prometo a usted conciliar en lo posible la veracidad con la prudencia, y hacer los mayores esfuerzos por no turbar las últimas horas, si el Todopoderoso dispone que sean las últimas, de mi amadísima hija espiritual. Seguro estoy de que mi presencia le dará mucho consuelo.

-Vamos.

-Soy con usted al instante -dijo el clérigo pequeñísimo corriendo, con el paso duro de sus pies de plomo, a buscar capa y sombrero. Mas deteniéndose en la puerta y poniendo en su cara una sonrisa cortés, añadió:

-Es muy temprano y es posible que no se ha usted desayunado. ¿Quiere usted tomar chocolate?

-Gracias -repuso León inclinándose-, gracias.

Una hora después ambos se apeaban de un coche en el pórtico de Suertebella.



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