La familia de León Roch : 3-02
María se vio en una habitación grande y desnuda. Su esposo estaba allí delante de ella, entero y vivito. Ella desconocía el lugar, pero se sentía bien acompañada.
-¿Qué casa es esta? -preguntó...
-La mía... Tranquilízate... estoy aquí; ¿no me ves?
María seguía recorriendo con sus ojos las paredes y el elevado techo.
-¡Qué cuarto tan triste! -murmuró, dando un suspiro-. Y yo... ¿he venido aquí?
Se calló, reconcentrada en sí, escudriñando en sus turbios recuerdos.
Aquella mañana, después del suceso que bien puede llamarse catástrofe, León había tratado con el marqués de Fúcar y con Moreno Rubio del mejor modo de llevarse a su mujer a Madrid. D. Pedro encontró peligrosa la idea, y el médico se opuso resueltamente a ella, diciendo que en el estado de la enferma, la traslación, aun hecha con todas las precauciones posibles, podría ser causa de un desenlace tan rápido como funesto. Muy contrariado estaba León con esto, y casi se hubiera atrevido a poner en ejecución su pensamiento si Moreno Rubio no le amenazara con retirarse, declinando toda responsabilidad. No pudiendo sacar del palacio de Suertebella a quien por ningún motivo debía estar en él, juzgó que convenía desfigurar el aposento, y con permiso del generoso dueño, quitó los cuadros, objetos de arte, porcelanas y baratijas que en él había. De este modo la habitación, que era de las menos lujosas y no tenía tapicerías, sino papel del más común, parecía modesta.
-Sí; viniste aquí -le dijo el marido, tocándole la frente-. Te has puesto un poco mala; pero eso pasará: no es nada.
-¡Ah! -dijo María herida de súbito por un recuerdo doloroso-. Me trajeron mis celos, tu infidelidad... ¿Pero es esta aquella casa...?
-Es mi alcoba.
-Estas paredes, este techo tan alto... ¿Por qué no me has llevado al instante a nuestra casa?
-Iremos cuando te repongas un poco.
-¿Qué me ha pasado?
-Una desazón que no traerá consecuencias.
-¡Ah!, sí; ya recuerdo... te has portado infamemente conmigo... ¿Qué te dije yo? ¿Te dije que te perdonaba? Si no te lo dije, ¿es que lo he soñado yo?
-Sí, me perdonaste -le dijo León por tranquilizarla.
-Tú me prometiste no querer a otra, me juraste quererme, y para que lo creyera me diste pruebas de ello. ¿Esto es verdad o lo he soñado yo?
-Es verdad.
-Y también me dijiste que estás resuelto a abjurar de tus errores y a creer lo que creo yo. ¿Es también sueño esto?
-No, es realidad. Haz por serenarte.
-Y luego nos reconciliamos... ¿No ha pasado así?
-En efecto.
-Y volvimos a querernos como en los primeros días de casados.
-También.
-Y me probaste que era mentira lo de tus relaciones con...
María se detuvo, mirando con fijeza a su esposo.
-No vuelvas sobre lo pasado -le dijo este con bondad-. Es preciso que hagamos un esfuerzo para devolverte la salud. Tú debes ayudarnos, María.
-¿Ayudaros a qué?
-A salvarte.
-¡Pues qué!, ¿no he de salvarme yo?... ¡Dios mío!, he pecado...
Y demostró un dolor muy hondo.
-Me refiero a tu vida, a tu salud corporal, que está amenazada.
-¡Oh!... No estimo yo la salud del cuerpo, sino la del alma, que veo en peligro... Hace poco, no sé cuándo, creí que me había muerto. Ahora viva estoy; pero sospecho que he de morir pronto... ¡estoy en pecado mortal!
-Lo has soñado, hija, lo has soñado. Tranquilizate, no temas nada.
-¡Estoy en pecado mortal! -repitió María llevándose las manos a la cabeza-. Dime, ¿es también sueño lo que me dijiste...?
-¿Yo?
-¿Que no me querías?
-¿Pues qué podía ser sino sueño?
María le echó los brazos al cuello y atrajo suavemente hacia su rostro el de su marido.
-Dímelo otra vez para que se me quite el amargor que me dejó aquel mal sueño.
Los esposos hablaron un instante en voz baja.
-Dame una prueba de tu cariño -le dijo María-. Pues estamos lejos de Madrid, pues no debo salir de tu casa en algunos días, hazme el favor de avisar al Padre Paoletti. Quiero hablar con él.
-Yo mismo le traeré.
-¿Tú mismo?
-¿Por qué no? Nada que te agrade puede serme molesto.
A la sazón entró el médico. León había creído prudente confiarle algunos de sus secretos, pues siendo la dolencia de María motivada por causas morales, convenía suministrar a la ciencia datos de aquel orden delicado. Moreno Rubio y León Roch estaban unidos por una amistad sincera, fundada en la bondad del carácter de ambos, y principalmente en la concordancia de sus opiniones científicas. Aquella mañana, cuando León hizo a su amigo las revelaciones que eran indispensables para un acertado diagnóstico, sostuvieron un interesante diálogo, del cual mencionaremos lo más sustancial.
-De modo que usted no quiere a su mujer ni poco ni mucho -dijo Moreno Rubio, que tenía el don de expresar los temas con grandísima claridad.
-La mentira me ha sido siempre muy odiosa -replicó León-. Por tanto, declaro que María no me inspira ninguna clase de cariño. Dos sentimientos guarda aún mi alma hacia ella, y son: una lástima profunda y un poco de respeto.
-Perfectamente. Esos dos sentimientos no bastan a hacer un buen marido; pero hay en su alma otros que pueden hacer de usted, y lo harán de seguro, un hombre benéfico... Respuesta al canto: ¿usted desea que viva su mujer?
León se agitó como el que recibe un ultraje.
-Me ofende usted preguntándomelo. La misma zozobra en que se halla mi conciencia me impele a desear que María no muera.
-Bien, muy bien. Pues si usted quiere que María no muera -dijo Moreno poniéndole la mano en el hombro-, es preciso calmar en ella la irritación producida por los celos, harto fundados, por desgracia; es preciso que su espíritu, terriblemente desconcertado, vuelva a su normal asiento. Cada vida tiene su ritmo, con el cual marcha ordenada, pacíficamente. Un trastorno brusco y radical de ese ritmo puede ocasionar males muy graves y la pérdida de la misma vida. El ejemplo le tenemos muy cerca. Apresurémonos, pues, a devolver a ese organismo tan pronto y tan hábilmente como sea posible el compás que ha perdido, y triunfaremos de la espantosa revolución del sistema nervioso que afecta y destroza la región cerebral. Es urgente que desaparezcan los celos en la medida posible, para que entrando los sentimientos de la enferma en un período de calma, recobre toda la máquina su saludable marcha. Es preciso que las escenas que originaron su mal se borren de su mente. Si vive, tiempo hay de que sepa la verdad. Es necesario que no se reproduzcan ni la cólera ni el despecho, haciéndole creer que no ha pasado nada; y sobre todo, amigo mío, es urgentísimo tratarla como a los niños enfermos, dándole todo lo que pida y satisfaciendo todos sus caprichos, siempre que estos pertenezcan al orden de los entretenimientos. Su mujer de usted, bien lo conozco, pedirá amor y devoción: en ninguno de estos apetitos hay que ponerle tasa.
Después de este sustancioso discurso, León indicó otra vez la necesidad apremiante de sacarla de Suertebella, a lo que se opuso decididamente Moreno por las razones antes indicadas.
Desechado el plan de traslación por homicida (esta era la expresión del médico), ambos determinaron desfigurar la estancia, traer de Madrid los criados que rodeaban constantemente a María, y otras cosas secundarias y menudas, pero indispensables para el buen propósito de León Roch. Antes de separarse, este dijo a su amigo:
-Hábleme usted con franqueza: ¿Se morirá mi mujer?
-No puedo decir nada aún. Es muy posible que así suceda. Déjeme usted que determine bien la especie de fiebre con que tenemos que luchar.
Aquella noche, cuando María volvió a su natural ser, después de pasearse con la fantasía por los infiernos, llenos de horribles máquinas y diablos fabricantes, entró Moreno a verla, como hemos expuesto.
-¡Hola, hola! -dijo riendo al observar que marido y mujer se miraban muy de cerca-. ¿Estamos como tórtolos? ¿Qué tal, mi querida amiga?... El pulso no va mal... Debemos procurar un reposo completo del cuerpo y del alma.
María frunció el ceño mirando a su marido.
-No, no ponga usted mala cara a este hombre querido, que está enamorado de su mujer como un novio de primavera. Me consta... Dentro de unos días saldrán ustedes por ahí a coger lilas y a mirar las mariposas... Una mujer discreta no debe hacer caso de hablillas malignas. Cabeza llena de dicharachos de la envidia, ¿que hará sino desvariar? Ahora, querida amiga, vamos a entrar en un período razonable, vamos a celebrar unas paces duraderas, vamos a querernos mucho... lo digo por ustedes... en fin... veamos esa lengüecita...
Después preparó por sí mismo algunas medicinas. León y Rafaela le ayudaban.
Mientras esto ocurría junto a la enferma, el marqués de Fúcar, dando de la mano por un momento al grandioso asunto del empréstito, ya casi ultimado, se llegaba a su querida hija y muy seriamente le decía:
-Los pronósticos de Moreno son muy tristes. Creo que tendremos en casa una lamentable desgracia. Pero no hay que desesperar. La ciencia puede hacer mucho todavía, y Dios más aún. A nosotros nos corresponde auxiliar a la ciencia en la medida de nuestro escaso poder e implorar el auxilio de la Providencia.
Alzando del suelo sus ojos llenos de turbación, Pepa mostró al marqués su rostro, que parecía un rostro de cera. Como quien se aprieta la herida para que arroje más sangre, echó de sí esta pregunta.
-¿Se morirá?
-De esto te hablaba y no me has oído -dijo D. Pedro, que también tenía en aquel día su sangrienta herida-. Nuestro deber es hacer todo lo posible para demostrar a esos infelices huéspedes la parte que tomamos en su desgracia. Conduzcámonos como corresponde a nuestro nombre y a esta casa. ¿Conviene que demostremos con un acto religioso nuestro sincero anhelo de ver fuera de peligro a María Egipcíaca? Pues hagámoslo con esplendor y magnificencia. Tenemos aquí una capilla que me ha costado al pie de ochenta mil duros, y que hubiera costado menos cuando los artistas valían más y no tenían tantas pretensiones. Pues bien: es preciso celebrar mañana una misa solemne de rogativa y que asista toda la servidumbre de Suertebella, presidida por ti. Te autorizo para que me gastes en cera lo que se te antoje. Que venga mañana a decir la misa ese bendito cura de Polvoranca, y si quieres traer más curas, vengan todos los que se puedan haber a mano.
Dijo y retirose dando un gran suspiro. Él, que tenía también un pesar hondo en su alma, ¿quería implorar del cielo favor y misericordia para sí? No sabemos todavía cuáles eran las cuitas que tan de improviso habían cambiado la jovial sonrisa del marqués de Fúcar en mohín de displicencia. El empréstito, lejos de navegar mal, arribaría en aquel mismo día al puerto de la realización, después de surcar con buen viento el piélago turbio de nuestra Hacienda, y era seguro que entre Fúcar, Soligny y otros pájaros gordos de Fráncfort, Amsterdam y la City se tragarían un puñado de millones por intereses, corretaje y comisión. ¿Entonces qué...?
La capilla de Suertebella era un hermoso monumento construido en un ángulo del palacio, alto de cimbra, grueso de paredes, brillante cual si le hubieran dado charol, con mucho yeso imitando mármoles y pórfidos de diferentes colores, oro de purpurina y panes, que hacía el efecto de una pródiga distribución de botones y entorchados de librea por las impostas, entablamentos y pechinas de aquella arquitectura greco-chino-romana, con muecas góticas y visajes del estilo neoclásico de Munich que nuestros arquitectos emplean en los portales de las casas y en los panteones de los cementerios. El imitado jaspe, el oro, los colorines, parecían moverse circulando en el agua de su redoma.
Por el techo corrían ángeles honestos que antes fueron gentílicas ninfas en el taller del escultor, y en las pinturas de los tímpanos había virtudes teologales que habían sido livianas musas. Todo tenía el deslumbrante lustre que la albañilería moderna da a nuestras alcobas, y que en estas cuadra a maravilla. Ningún atributo ni alegoría cristiana se les quedó en la paleta, o en el molde de escayola, a los artistas encargados de decorar aquella gran pieza. Más adelante conoceremos a un chusco que, al decir de la gente, se entretuvo cierto día en dar una explicación humorística y a todas luces irreverente de las figuras que hermoseaban la capilla. Tal matrona de vendados ojos, con un cáliz en la mano, era España, quien los hacendistas habían puesto de aquella manera para que apurase sin protesta la amargura de su ruina; aquella otra que tenía un ancla y volvía los desconsolados ojos al cielo, representaba el abatido Comercio, y la que hacía caricias a unos niños era la Beneficencia, símbolo hermoso del interés que a los Fúcares merecen la propiedad y la industria, y de la tierna solicitud con que las conducen por el fácil camino de los hospicios. Los doctores, en número de cuatro y representados en actitud de escribir gravemente con el aquilífero pincel, que reza Fray Gerundio, eran la prensa, siempre dispuesta a elogiar a los grandes empresarios, que antes de hacer de las suyas se amparan de las volubles plumas. Aquel barquichuelo que naufragaba en las aguas de Tiberíades era la nave del Estado, donde los oradores y articulistas hacen tantas travesías; los multiplicados panes eran copia gráfica de la entrega y recepción de algunos artículos de contrata, y por último, aquellas atónitas sibilas que no hacían nada, como quien está en Babia, eran la Administración pública. El sacrílego intérprete de estos símbolos y pinturas bíblicas daba versiones muy atroces de los letreros que corrían por frisos y arquitrabes para edificación de los creyentes, y leía: «Yo soy Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi casa. Dadme a mí lo que es del César y lo que es de Dios». Por este estilo profano lo explicaba y traducía todo.
La capilla, admitido con indulgencia el gusto moderno en construcciones religiosas, era bonita. Su suelo estaba al nivel de la planta baja y tenía puerta al jardín, por donde entraba el Pueblo; su techumbre sobresalía del tejado del palacio, ostentando su poco de torre con campanas. Habíanla dedicado a San Luis Gonzaga, cuya imagen, bien esculpida, ocupaba el altar mayor bajo la gran escena del Calvario.
Hízose la piadosa ceremonia tal y como D. Pedro la había dispuesto. No bien despuntara el día, fueron encendidas sobre el altar grande, así como sobre los pequeños, cantidad de finísimas velas; y mil y mil flores olorosas, aprisionadas en elegantes búcaros, tributaban a la idea religiosa la doble ofrenda de su belleza y de su fragancia. Luces y aromas disponían al fervor, hiriendo los sentidos con fuerte estímulo, y llevando el alma a una región de dulce embeleso, donde le era fácil orar y sentir. La servidumbre toda asistía, desde el administrador hasta el último marmitón de las cocinas, desde el jardinero mayor hasta el último groom o mozo de caballos.
Decía la misa el cura de Polvoranca, humildísimo varón protegido de la casa, viejo, un poco ridículo en apariencia, por reunir a la fealdad más acrisolada ciertas excentricidades y manías que, a más de perjudicarle mucho en su carrera eclesiástica, le dieron cierta celebridad en todo aquel país. Gozaba en Suertebella de una mezquina renta que D. Pedro le señaló por celebrar el divino oficio los domingos para edificación de las mujeres y de la servidumbre, y por confesar una vez al año a todos los criados, costumbre piadosa que el prócer millonario mantenía en su casa, atento a evitar de este modo muchas trapisondas y latrocinios.
En la tribuna que los señores de Suertebella tenían en su capilla al nivel de las habitaciones del palacio, oyó la misa de rogativa Pepa Fúcar, juntamente con sus doncellas, el aya y Monina, quien no comprendiendo la razón de tanto recogimiento y mutismo estuvo a punto de alzar la voz y dar un grito en lo más solemne del oficio santo. Sabe Dios las cosas que se habrían oído si el aya no la contuviera, ya tapándole la boca, ya amenazándola con que el Señor le iba a quitar la lengua. Esto hizo efecto y Monina tuvo paciencia hasta el fin.
Pepa Fúcar estaba de rodillas en su reclinatorio junto al antepecho de la tribuna. ¿Quién podrá saber lo que pensaba durante aquella hora patética, ni lo que a Dios pedía su alma afligida? La misa de rogativa llegó a su fin. Salieron todos, y Pepa se quedó en su puesto, observando la actitud recogida que había tomado desde el principio. Apoyada la frente sobre el reclinatorio, medio oculta la cara entre las cruzadas manos, no se le había sentido voz ni suspiro. Cuando alzó el rostro para levantarse, miró al altar un rato sin expresar sentimiento alguno que pueda definirse. El reclinatorio estaba como si en él se hubiera derramado un vaso de agua.
La señora dejó la capilla para dirigirse a sus habitaciones. Iba taciturna, los ojos enrojecidos, la boca ligeramente entreabierta, como la de quien necesita respirar mucho y fuerte para no ahogarse. En la puerta de su cuarto encontró al marqués de Fúcar.
Advirtamos que el grave D. Pedro, si no había asistido corpóreamente a la misa, había dejado ver su cara por cierto ventanuco que se abría en la Galería de la Risa y daba a la capilla, en la pared lateral de esta y en el sitio mismo donde estaba pintado San Lucas, el evangélico toro, según reza el de Campazas. Desde allí observó Fúcar la puntual asistencia de sus criados, sin que faltase ninguno, y admiró la magnificencia de la cathedrale pour rire (según el chusco mencionado), y según el dueño, monísima basílica, toda llena de carácter, pues no podía negarse esta cualidad artística a las decoraciones cristianas que había pintado el gran escenógrafo de los teatros de Madrid. Pero hay motivos para pensar que el espíritu del buen marqués pasó de este orden de consideraciones a otro más elevado. Él estaba apenadísimo aquel día, y sin duda cuando asomó su impotente rostro por el ventanillo, de tal modo que bien pudo confundirse con el de un Evangelista o Doctor, tuvo en su mente ideas de oración y pidió algo al Autor de todas las cosas. Pero estas son hipótesis que no tienen valor real y que sólo se exponen aquí para llenar el vacío que deja la falta absoluta de datos.
Lo que sí no tiene duda es que al encontrar a su hija la detuvo diciéndole:
-Ya sé que han asistido todos.
-¿Y cómo está hoy?... ¿se sabe algo? -preguntó Pepa con tan poca voz que parecía haber consumido ella misma, por abrasadora sed de sus pulmones, la atmósfera en que respiraba.
-Hay esperanza, hija mía. Esa desgraciada pasó bien la noche y está mejor, según ha dicho Moreno.
-De modo que vivirá...
-Es muy posible -dijo D. Pedro, demostrando con la indiferencia de la frase que pensaba en otro asunto-. Ciertamente, hija, parece que Dios quiere echar sobre nosotros todas las calamidades.
Diciendo esto, el pobre señor no pudo dominar su emoción. Abrió los brazos para recibir a su hija, que se arrojaba en ellos, y con voz ahogada exclamó:
-Hija de mi corazón, perla mía; ¡qué desgraciada eres!
Pepa derramó sobre el pecho de su padre las lágrimas que le sobraron de la misa. Después, D. Pedro, reponiéndose de su emoción, dijo:
-Pero no exageremos... Todavía no hay nada seguro... Mañana...
Pepa entró en su habitación y el marqués se fue a la suya, donde examinó por vigésima vez diversas cartas y telegramas que el día anterior habían hecho hondísima impresión en su ánimo, casi siempre sereno y claro como el sol y el ambiente de primavera.