La familia de León Roch : 3-12
Pasadas las primeras manifestaciones del cariño, María habló así:
-Dime, mamá ¿lo he soñado yo o es cierto que oí la voz de Gustavo y la de mi marido, como si riñeran?
-Hemos tenido una cuestión -dijo el insigne joven, que aún no había perdido su palidez, ni su nerviosidad, ni el ceño de su frente, tabla del Sinaí donde se creería estaban escritos el Decálogo y la Novísima Recopilación.
-No, no, palabras, tonterías -indicó precipitadamente Milagros, que pensaba siempre en la reconciliación, siendo aquel pensamiento en ella una singular variante del deseo.
-Convertido en un salvaje al oír mis acusaciones -afirmó Gustavo-, tu señor marido amenaza a sus semejantes con tirarles por los balcones, como si fueran puntas de cigarro.
Después de esto trató de reír, creyendo que con un poco de risa volvería su sistema nervioso al estado normal.
-¿Dónde disputabais?
-Ahí en la sala del Himeneo.
-¿Qué sala es esa?
-No hagas caso, hija de mi corazón.
-Querida de mi alma -dijo el marqués acariciándola- es preciso que te vayas acostumbrando a presenciar con calma las acciones de tu marido, y a que no te importe un ardite lo que él haga o deje de hacer. Es de lamentar que no puedas sobreponerte a ciertos sentimientos arraigados en ti, y que te empeñes en ser mártir, siempre mártir contra viento y marea.
-¿Qué dices, papá? -preguntó María con aturdimiento.
-Que yo -prosiguió D. Agustín, poniéndose la honrada mano sobre el pecho nobilísimo- estoy decidido a desplegar toda la energía de mi carácter para evitar un escándalo que nos deshonra a todos y a ti te pone en la situación más ridícula que puede imaginarse.
-Agustín -dijo la marquesa sin poder disimular su ira-, harás bien en irte a dar una vuelta por el museo reservado. No haces falta aquí.
Al decir esto completaba su pensamiento tocando a su marido con el codo para advertirle que no era llegada la ocasión de desplegar energías ni de evitar escándalos. Como mujer y madre, habíase penetrado mejor que los demás de la situación ilusoria en que León tenía a su mujer y, aplaudiéndola en el fondo de su alma, daba pruebas de recto sentir.
-¿Qué museo reservado es ese? -dijo María cada vez más confundida y apoderándose con presteza de toda idea que pudiera servir de leña a la naciente hoguera de su sospecha.
-Ahí cerca, hija mía- balbució el marqués, comprendiendo la idea de su esposa y admitiéndola tácitamente, porque también él, si pecaba por débil, torpe y corrompido, quería bien a su hija-. Es que hace poco estuve en Suertebella...
María les miró a todos detenida y asombradamente. Interrogaba con la morbosa estupefacción de sus ojos, mientras las palabras rebeldes se negaban a acudir a sus labios.
-¿Suertebella... ahí cerca?... -murmuró-. Explicadme una cosa...
-¿Qué?
-¿Qué dices, hija mía?
-Explicadme por qué siento yo los cimientos de ese palacio aquí... dentro de mis entrañas; por qué siento sus muros...
-¿Qué dices, paloma?
-Sus muros pesando sobre mí...
-Por Dios, no delires.
-¡Qué fantasmagorías tan tontas!... Es de lamentar que tu buen juicio...
-Esta casa...
-Es esta casa... ya sabes... un edificio...
A escape y con los brazos abiertos, entró de repente Polito y abrazó y besó a su hermana, diciéndole:
-Mariquilla, al fin tu dichoso marido nos deja verte... ¡Secuestrador, bandido, lazzarone!... Yo estaba en la cuadra divirtiéndome con una lucha entre dos perros y catorce ratas feroces, cuando me dijeron que se te podía ver. Subí corriendo... Ahí fuera está tu marido, que parece una estatua, una figura más del grupo del Himeneo... Hermanita, ya estás bien, ¿no es verdad?, te levantarás pronto y saldrás de aquí.
Milagros se rompió el codo contra el cuerpo de su hijo sin conseguir poner dique a aquel torrente de indiscreción.
-No sé qué horrible miedo leo en vuestras caras -dijo la enferma, mirando uno por uno a todos los individuos de su familia-. Parece que al mismo tiempo se me quiere decir y se me quiere ocultar algo muy malo.
-Hija de mi alma, estás aún bastante delicada -dijo el marqués, pasándole la mano por la frente-. Cuando te restablezcas, cuando podamos llevarte con nosotros...
-La pobre se figura lo que no es -dijo Milagros con emoción-. Mejor es que se salgan todos y nos dejen solitas a las dos.
-Me engañáis, me engañáis todos -exclamó María con arrebato.
Y tomando el crucifijo que bajo la almohada tenía, lo presentó a su familia diciendo:
-Atreveos a engañarme delante de este.
Todos callaron. Sólo Gustavo extendió su mano forense y deuteronómica hacia la sagrada imagen, y dijo con voz oratoria:
-Aborrezco la mentira, y creo que en ningún caso puede ser inconveniente ni peligrosa la verdad.
Milagros le empujó como para echarle fuera. Pero él se acerco más a su hermana, le pasó la mano por las mejillas y mirándola muy de cerca le dijo:
-Veo que te afanas demasiado por lo que poco vale. Tu santidad y tu virtud te ponen en una situación eminente, altísima, desde la cual podrás abrumar con tu desprecio a quien no merece de ti otra cosa. Estás mejor, y pronto te llevaremos a casa, a nuestra casa, donde te cuidaremos mejor que nadie y te apreciaremos en lo mucho que vales, y te adoraremos como mereces tú que te adoren... Lejos de afligirte, alégrate y bendice tu libertad... ¡Pobre mártir!
Tampoco Gustavo era perverso, pero tenía el fanatismo de lo que llamaremos virtud pública.
-¡Pobre mártir! -repitió lúgubremente María, clavando sus ojos en un lugar vacío de la atmósfera, en un punto donde no había objeto ni forma alguna, sino la vaga indeterminable proyección de un pensamiento.
Después de un momento de silencio, su voz débil, más débil a cada sílaba, murmuró estas:
-Yo lo soñaba. Soñaba la verdad, y el error me engañaba despierta...
Saltando bruscamente de su lecho, gritó:
-¿En dónde está mi marido?
-Ahora vendrá, paloma -repuso la madre, besándola cariñosamente-. Sosiégate; mira que puedes recaer.
-¿No fuiste tú quien me llenó el corazón de celos? -preguntó la mártir, dirigiendo a su madre una mirada de ira-. ¿Pues por qué quieres calmarme ahora?... Que venga mi marido, que venga el Padre Paoletti... Que se vayan los demás. Quiero estar sola con los dos.
Lanzó un grito agudo, llevándose la mano a la frente.
-¿Qué tienes, cielo?
-Me duele la cabeza -murmuró, cerrando los ojos-. Es un dolor que punza, quema y entra hasta el pensamiento... Esa mujer, ¿no la ves, mamá?, esa mujer me ha agujereado la cabeza con un clavo ardiendo.
Todos se quedaron mudos y espantados.
-¡Socorro! -gritó la Egipcíaca, ya en completo estado de delirio-. ¿No la veis que vuelve hacia mí? ¿No habrá una mano caritativa que la aparte, que la ahogue? ¡Jesús mío, Redentor de mi alma, defiéndeme!
A estas palabras siguió un silencio de miedo y pesadumbre. Sólo el marqués, imposibilitado de mandar en su garganta, lo turbó con ahogadas toses. Milagros lloraba. Besando a su hija, la llamó con tiernas palabras. Pero su hija no respondía. Con los ojos fuertemente cerrados, su torvo silencio parecía el grave callar de la muerte.
Ya iban a llamar al médico cuando este vino. Al punto declaró muy crítico el estado de la enferma, se puso furioso, dijo que declinaba toda responsabilidad porque no se habían cumplido sus prescripciones, y, amostazado y lleno de aspereza, mandó despejar la alcoba. El momento de los remedios heroicos había llegado. La batalla que poco antes parecía ganada se perdía ya si Dios no lo remediaba. Era preciso desplegar toda la fuerza contra aquella traición súbita de la Naturaleza, la cual, pasándose al campo de la enfermedad, dejaba a la ciencia inerme, desesperada y sola.
Después de la disputa con Gustavo, León estuvo solo un mediano rato. Entonces sintió la necesidad de andar mucho, porque hay situaciones de espíritu que piden marcha rápida, como si un hilo de dolor estuviera devanado en nosotros y necesitáramos irlo soltando en un largo camino. Paseó por el parque durante una hora. Al volver, y cuando entraba en la sala de Himeneo, vio sobre una silla un sombrero negro de teja. Sentadita en el diván que rodeaba el grupo marmóreo, y empequeñecida por su postura de ovillo, estaba la persona minúscula del Padre Paoletti. De aquel montoncillo negro vio León salir la cara agraciada y los dos ojos que parecían doscientos, como sale el caracol de su concha estirando las antenas. ¡Cosa extraña! En el estado de ánimo de León, la presencia del buen clérigo le parecía consoladora.
-Me han dicho al entrar -manifestó Paoletti muy afligido- que la señora Doña María se ha agravado repentinamente. Vea usted la inutilidad de nuestras piadosas mentiras. ¿Habrá llegado la hora de la verdad?
-Es posible -dijo León, indicando al padre la puerta para que entrara primero.
Ambos llegaron cuando Moreno empezaba a aplicar los remedios heroicos. Paoletti se retiró después a rezar en la capilla, cuyos altares se llenaron de luces. En la alcoba, el médico y el marido asistieron solos, llenos de zozobra y compasión, a aquel drama cuyos elementos, idea o fluido, vida orgánica o esencia misteriosa se arremolinaban en el cerebro y en los centros nerviosos, precipitando, con su tenebroso combate, el divorcio que se llama muerte. Se hizo cuanto en lo humano cabía para conjurar el peligro inminente, solicitando el mal desde las extremidades, para apartarlo de los centros. Pero ningún agente terapéutico lograba despertar las energías orgánicas que expulsan el mal. Este seguía su marcha invasora, como el atrevido conquistador que ha quemado sus naves. Se apeló a todos los medios, y todos los medios aumentaban la desesperación.
La paciente estuvo todo el día fluctuando entre el delirio y la postración. Los entreactos de sus crisis espasmódicas anunciaban un aplanamiento más peligroso que las crisis mismas. El médico anunció con sepulcral entereza la próxima conclusión de la lucha.
-Lo que resta -dijo- corresponde al médico del alma.
Por la tarde, María Egipcíaca pareció que despertaba, y sus facultades se mostraron claras. Estaba en posesión de sí misma, en aquel breve período de lucidez que la Naturaleza concede casi siempre a las criaturas, antes de pasar a otro mundo, para que puedan echar la última ojeada sobre el que abandonan.
-Pido... -murmuró María- que me dejen sola con mi Padre espiritual.
El marido y el médico salieron. Ni ciencia ni afectos de la tierra hacían falta ya.