La familia de León Roch : 2-15
La marquesa rogó a su hija que se acostara, a lo cual esta accedió de buen grado, porque se sentía muy fatigada. Quitose con lentitud los ricos atavíos que habían resucitado en ella bruscamente la elegante mujer de otros tiempos y se retiró a su alcoba. Tiritaba de frío y había caído en gran tristeza. Después de un rato de silencio, durante el cual mirábala su madre con alarma y desasosiego, volvió la vista a las imágenes, láminas, estampas y reliquias que hacían de su alcoba un museo de devoción, y dijo así:
-Señor Crucificado, Virgen de los Desamparados, santos queridos, amparadme en este trance.
La marquesa de Tellería, que también en las ocasiones solemnes sabía dar muestras de acendrada piedad, besó los pies de un crucifijo.
-Alcánzame mi rosario, mamá -dijo María.
La marquesa tomó el rosario que estaba colgado a los pies del crucifijo y lo dio a su hija.
-Ahora -añadió ésta- puedes retirarte... Siento sueño. Después que rece un poco me dormiré.
La marquesa señaló la hora fija para la expedición del día siguiente. Convinieron en ir las dos, quedándose la madre en el coche, mientras la hija entraba a hablar a su marido.
-El corazón me dice que alcanzaremos algo bueno; quizás una reconciliación -dijo la mamá besando a María-. Ahora procura dormir y no pienses mucho en santurronerías. Ya ves el resultado de tu terquedad. Francamente, niña mía, yo me pongo en el caso de un marido, de cualquier marido... No es que yo condene la devoción, la verdadera devoción. ¿Por ventura no soy yo piadosa, no soy buena católica, aunque indigna?, ¿no cumplo todos los preceptos?... Eso de la santidad hay que pensarlo antes de casarse, antes de contraer ciertos deberes.
-Una cosa me ocurre -dijo María prontamente, demostrando que no pensaba en santurronerías-. Si debo llevar mañana alguna alhaja, alfiler, pulsera, pendientes, puedes traerme lo que gustes de las joyas mías que te llevaste para guardármelas.
-Bueno -replicó la madre algo contrariada-. Pero casi todas tus alhajas necesitaban compostura y las mandé al taller de Ansorena... De todos modos...
-Rafaela me ha dicho que ayer te llevaste toda la plata.
-Sí, sí, toda. Hija de mi alma, me aflige mucho que vivas sola en este caserón. Tiemblo por ti, por tu seguridad. Hay muchos ladrones...
-La plata no me hace falta... Di, ¿no te llevaste también las cortinas de seda, mis encajes, mi escritorio de ébano y marfil, el tarjetero, los vasos de Zuloaga, las dos jarras de Sévres, el abanico pintado por Zamacois, la acuarela de Fortuny y no sé qué más?
-¡Oh! Tienes más memoria de lo que parece... -dijo la Tellería, disimulando su turbación-. Todo me lo llevé. Esas preciosidades no debían estar expuestas a un golpe de mano. ¿Sabes tú cómo está Madrid de rateros...?
-Mira, mamá -prosiguió María, dando una vuelta en su lecho-, tráeme también mi reloj, porque es preciso saber la hora, la hora fija.
-Bueno... pero ¡calla! Ahora recuerdo que tu reloj no andaba: lo tiene el relojero.
-Pues entonces iré sin reloj... Vaya, buenas noches, mamá. Vete a dormir.
-Mañana a las diez estoy aquí para empezar la toilette.
-A las diez.
-Abur, paloma.
-Adiós, mamita. Pide a Dios por mí.
María no durmió nada. Por primera vez vio realizado, en parte, un antiguo antojillo de devota que pensaba realizar. Había proyectado acostarse en un lecho de zarzas piconas, con lo que, desgarrándose todo el cuerpo muy a gusto del espíritu, se parecería a los penitentes cuyas vidas había leído llena de admiración. Aquella noche su lecho fue primero de espinas, después de brasas. Se quemaba en él como San Lorenzo en sus parrillas o San Juan en la cazuela de la Puerta Latina... Otras veces se había quedado dormida rezando o recitando entre dientes letrillas de novenas y décimas josefinas. Aquella noche las oraciones las letrillas, las décimas y los pentacrósticos revoloteaban entre sus labios como las abejas en la puerta de la colmena, y entretanto, su cerebro ardía como un condenado a quien dan tizonazos los ministros de Satán en cualquier aposento del infierno. No pudiendo resistir aquel freír continuo, chisporroteante y doloroso que bajo su cráneo y detrás de sus ojos la atormentaba, saltó del lecho, encendió luz. «Ahora mismo», murmuraron sus labios, mientras se vestía.
Sin calzarse corrió hacia el reloj de su gabinete que marcaba la una. ¡Cuánto se descorazonó al verlo! ¡Era tan temprano! Mentalmente se hizo cargo del sitio donde estaría el sol a aquella hora y del tiempo que tardaría en salir. Después se encerró en su tocador. ¡Quién puede saber lo que hacía! En el silencio de la noche y en las piezas donde no hay nadie, los relojes, con su tic-tac semejante a una respiración, simulan personas. Desde las chimeneas, esos entes de bronce parece que fijan en todo su carátula de doce ojos, y que oyen y entienden con aquel mismo órgano interno que produce su palpitar rítmico e incesante. El reloj del gabinete de la Egipcíaca era el único que podía enterarse de lo que hacía su ama. Ni aun el retrato de León podía enterarse de nada, porque estaba vuelto contra la pared.
El reloj oyó que su hermosa dueña abría y cerraba cajones; oyó el ruido placentero del agua saltando en la porcelana, después en el mármol, y resbalando sobre las ebúrneas partes de una estatua humana, para caer luego en chorros sobre sí misma, bullendo y saltando como en las fuentes mitológicas, donde tritones, ninfas y caracoles de alabastro, surtidores, jirones, encajes y polvo de agua, forman conjunto bellísimo a la vista. El pícaro, que desde mucho tiempo antes tal cosa no presenciaba, reía y reía dando unos contra otros sus doscientos o trescientos dientes. Después sintió olor suavísimo y delicado de perfumes de tocador... porque los relojes tienen olfato, sí, huelen por aquellos dos agujeros por donde se les da cuerda... También eran desusados los ricos olores.
María volvió al gabinete trayendo ella misma la luz con que se alumbraba. Su primera mirada fue para la esfera numerada, y junto a esta dejó la bujía. ¡Las dos y cuarto! ¡Qué cargante es un reloj en el cual siempre es temprano! La dama estaba en ropas blanquísimas, arrebujada en ancho mantón que la preservaba del fresco y ayudaba la reacción producida por el agua fría. Algo amoratado su rostro, no por eso menos bonito, y sus manecitas blancas se crispaban agarrando el mantón para abrigarse, como la paloma que esconde el cuello entre sus pardas alas.
La reacción del agua fría es tan rápida como fuerte. María soltó el mantón, y fijando sus miradas en el lienzo vuelto contra la pared, alzó los brazos para bajarlo... ¡Estaba muy alto! Cuando se subió sobre una silla, el reloj, único testigo de aquella escena, advirtió que su ama estaba hermosísima en la casta diafanidad de su atavío, y sus doce ojos se abrieron más. Cada hora era un lucero, y siguiendo en su traqueteo, guiñaba su aguja hacia las tres.
María descolgó el cuadro, y volviéndolo del derecho, lo puso sobre una silla. Entonces apareció en la sala el busto, la enérgica cabeza, la mirada profunda y leal de León Roch. Parecía la entrada súbita de alguien en la estancia solitaria. María se quedó perpleja, y toda su sangre se le corrió al corazón, agolpándose en él y dejándole heladas y casi vacías las venas; le miraba sin respirar, sin pestañear, como cuando se presencia la aparición milagrosa de quien se ha muerto, o la encarnación estupenda de lo que se ha soñado. Y él no la miraba ceñudo, sino con expresión serena, que ponía en sus ojos la índole de su alma recta y franca... María alargó el cuello, acercando su cara al lienzo... Retrocedió después para dar tiempo a que su mano quitase un poco de polvo; y luego que esto hizo, besó la imagen de su marido, una, dos, tres veces, en distintas partes de la cara. Oyose entonces una carcajada indistinta, un reír sofocante y zumbón. Era el reloj que respiraba más fuerte echando de sí ese murmullo que precede al toque de las horas.
¡Las tres! El reloj principiaba a ser complaciente y juicioso y se iba curando de aquella inaguantable manía de ser temprano. Como el hotel de Roch estaba casi en las afueras, oíase el canto de los gallos anunciando el fin de aquella noche perezosa, pesada, eterna...
Pronto amanecerá -pensó María-. En cuanto amanezca, me voy.
Empezó a vestirse. Los trajes, los sombreros, los zapatos y demás prendas que había traído Pilar estaban arrojados sobre las sillas. Si no presidieran en la estancia tres cuadros distintos del patriarca San José, creeríase que aquel era el gabinete de una mujer de mundo, después de una noche de festín. María examinó los colores de las finas medias de seda, y, por último, segura del buen efecto, vistió sus piernas estatuarias con las azules y las sujetó con ligas del mismo color. El calzarse no era obra tan fácil. Probó zapatos, botas... ¡Oh!, felizmente, el pie de Pilar parecía hermano del suyo... pero María vacilaba en la elección de forma. ¿Bota o zapato? He aquí un problema que por su gravedad podía equipararse a este: ¿gloria o infierno?
Pero el coturno fue desechado después de una acaloradísima discusión interna. Venció el zapato alto, de cuero bronceado, de tacón Luis XV y hebilla de acero; una verdadera joya. Después de mirarlos mucho, María se calzó. Sus pies eran bonitos de cualquier modo, y desnudos más. Pero admitido el calzado como una necesidad social que no era ley en tiempos de Venus, María vio con admiración sus pies artificiales, con los cuales Dafne no hubiera podido correr, pero no por eso eran menos lindos.
Sentó con arrogancia la planta en el suelo, examinó todo desde la rodilla, giró un poco sobre el tacón, movió la delgada punta, semejante a un dedal. El pie tiene su expresión como la cara. María lo encontró admirable, y pensó en otra cosa. ¡Corsé, peinado!, dos cosas graves que no pueden hacerse a un tiempo. A veces la primera es del dominio de la fuerza; la segunda, de los augustos dominios del arte. Acudió la señora a lo más urgente, y no necesitó caballos de vapor para aprisionar su hermoso seno y talle, plegando y aplastando sobre uno y otro, como fino papel de embalaje, las blancas telas de delicado lino. El peinado era cosa más difícil. Fue al tocador, sentose, meditó un rato con los brazos alzados, como un sacerdote que reza antes de poner sus manos sobre los objetos rituales y al fin... haciendo y deshaciendo, con la sencillez que permitía la falta absoluta de ciertos artículos de tocador, María logró remedar medianamente lo que las hábiles manos de Juana habían hecho la noche anterior. Estaba bien, sobre todo sencillo, airoso, elegante, que era lo principal. Nada de cargazón ni catafalcos...
Lo demás verificose como en el ensayo de la noche precedente. El vestido princesa de gro negro con combinaciones de terciopelo y faya pajizo claro; el sombrero, que parecía haber salido de manos de las hadas... todo era bonito, todo lindísimo, todo seductor. María se contempló con asombro; se creía otra. No, no era posible que ella fuese tan guapa; allí había sortilegio; ¿cómo sortilegio? No, una católica no podía pensar esto. Lo que allí había era favor de Dios, determinación de la Providencia para ponerla en condiciones de realizar una buena obra. Dios no podía menos de ser quien había concedido aquella superior hermosura, aquel hechicero atavío. Esta superstición se pegó a su mente como un molusco a la roca, y allí se quedó adherida por succión.
-Dios permite, Dios consiente, Dios manda... pensó, formulando con energía aquella idea.
Y se volvía a mirar. De costado, de frente, de todos modos estaba bien. ¡Qué ágil y flexible su talle, qué gallardo su busto, qué contornos, qué aire de cabeza! ¡Qué graciosa neblina la del ligero velo de su sombrero, oscureciendo el rostro pálido, como la sombra de un ave que pasaba y se ha detenido revoloteando para admirar tanta hermosura! ¡Qué misterioso sentido de pasión en aquel negro del terciopelo con golpes de seda de un pajizo lívido, y qué dulce armonía la de su rostro coronando aquella noche de tinieblas, manchada de relámpagos sulfúreos! ¡Qué ojos verdes tan melancólicos, y al mismo tiempo, cómo escondían bajo la tristeza la amenaza, la venganza bajo el dolor, bajo la caricia el puñal! ¡Cómo aquellos hechizos anunciaban otros, y cómo se completaba todo allí, el color y la expresión, la vista y la ilusión, la belleza y el alma, lo humano y lo divino!
¡Ah!... ¡Guantes! Gran contrariedad fuera que Pilar no hubiera traído guantes. María los buscó, y habiéndolos hallado, probóselos muy satisfecha.
-No llevo joyas -dijo para sí-; pero no importa.
Y luego añadió con orgullo:
-Llevo la principal, mi virtud.
Después de otro rato de contemplación en el espejo, añadió:
-¡Qué guapísima voy!... Si yo supiera hablar bien y decir lo que pienso... Si encontrara las frases más propias...
Tirando de la campanilla, alborotó toda la casa. Los criados tardaron en levantarse; pero se levantaron al fin. La doncella, que entró aturdida y soñolienta en el gabinete, se quedó pasmada al ver a su ama vestida; ¡y qué bien vestida!
María mandó que al punto llamaran al señor Pomares. Este digno hombre, que había vuelto a ser admitido después de la separación, se presentó con cara hinchada y dormilona, temblando y tropezando por la embriaguez del sueño interrumpido en la más dulce.
-Haga usted que me pongan inmediatamente el coche -le dijo María sin mirarle.
Pomares se quedó tan estupefacto como si le mandaran tocar a misa a las seis de la tarde.
-Pero la señora ha olvidado una cosa...
-¿Qué?
-La señora ha olvidado que ya no tiene coche.
-¡Ah!, ¡es verdad! -dijo María-. No me acordaba. Bien, tráigame usted un coche de alquiler, un landó.
-¿A esta hora?
-¿Pues no es ya de día?
-Todavía no ha amanecido.
-¿Y qué importa?... Veo que es usted muy dificultoso... No sirve usted para nada.
Pomares se quedó como quien ve visiones. Aquel lenguaje áspero, colérico... Sin duda la señora estaba loca.
-¡No se mueve usted, hombre de Dios! -añadió María-. ¿Por qué me mira usted así? Pronto, un coche, cueste lo que cueste.
-Bien, señora; iré a ver si...
-Pronto. Quiero salir en cuanto amanezca.
Por mucho que trabajó el buen Pomares paseando su respetabilidad de cochera en cochera, no pudo traer el landó hasta muy entrado el día.
Ardiendo en impaciencia, María esperaba en su gabinete, después de tomar café puro, paseando y rezando a veces, a ratos sentada y sumida en profundas meditaciones. Cuando le anunciaron que el coche entraba en el jardín del hotel, levantose, fue derecha a un hermoso armario que en su alcoba tenía, abriolo y sacó una gran botella de agua no muy clara. Los labios de la dama se movían, articulando, sin duda, oraciones piadosas, mientras su mano derramaba parte del contenido de la botella en un vaso de plata. Alzándose cuidadosamente el velo del sombrero, bebió el contenido del vaso. Era agua de Lourdes.