La familia de León Roch : 3-16

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La familia de León Roch
Tercera Parte
Capítulo XVI
Los imposibles​
 de Benito Pérez Galdós

-Aquí está -dijo con orgullo-. ¿Ves como la traigo?

Su respiración fatigada apenas le permitía articular las palabras.

Soñolienta y mal humorada, la pobre niña se dejó tomar en brazos por León e inclinó la cabeza sobre sus hombros para dormirse allí.

-¿No le cuentas nada? -díjole Pepa, acariciando sus manecitas-. Mona, alma mía, ¿no le cuentas lo que te he dicho?

La nena cerró los ojos, murmuró algo, entregándose sin miedo ni cuidado al sueño en el borde del abismo que a los pies de su descarriada madre se abría.

-Se duerme -dijo León, oprimiéndole dulcemente la cabeza para fijarla más sobre su hombro-. Hablemos en voz muy baja, ya que lo terrible de la ocasión nos obliga a vernos y a no estar callados.

-Aquí no puede ser. Se oye desde ese corredor -dijo Pepa, levantándose y tomando a León de la mano-. Además, tengo que enseñarte una cosa que está en otra parte. Es un secreto. Sígueme.

Dejose guiar. Pepa abrió la puerta del museo y entraron. Allí había una bujía, que ella encendió. Condújole después por una pieza donde había cuadros viejos, y después entraron en una sala, en otra, en otra. Ella iba delante y León, con Monina en brazos, la seguía sin hacer observación alguna. Al fin reconoció las habitaciones.

-Aquí no penetran los curiosos, ni esa turba de majaderos que han invadido a Suertebella -dijo Pepa.

Y pasaron a una estancia que era la misma donde Monina había estado enferma con el crup. Una criada esperaba las órdenes de Pepa. Era la mujer de un mozo de Suertebella, en quien la señora tenía confianza; y como sus criadas estaban en Madrid, sirviose de aquella para que cuidara a la niña. A esta la acostaron pronto. Teresa quedó junto a la camita, con encargo de avisar si alguien llegaba. Pepa llevó a su amigo a la pieza inmediata.

-Es mi alcoba -dijo la dama, cerrando la puerta-. Aquí nadie nos puede sentir. Aquí está mi secreto. Siéntate... ¡Oh! ¡Dios mío, qué pálido estás! ¿Y yo?...

-Tú también -repuso León, sentándose fatigado.

-Somos espejo el uno del otro -dijo ella, tratando de endulzar con un grano humorístico la hiel que ambos apuraban en una misma copa.

El matemático no estaba en disposición de observar la rara elegancia del dormitorio, cuyas riquezas podrían compararse a las que en tiempos de fe se gastaban en decorar capillas y altares; no paró mientes en los hermosos muebles de ébano incrustado de marfil, ni en el lecho negro, prodigio de ebanistería, que en sus vastas blanduras sin uso, cubiertas con extraña tela oscura y dorada, tenía un no sé qué de tálamo sepulcral; ni se fijó en las pinturas religiosas con marcos de plata, algunas semejantes a las de María Egipcíaca, ni en la colgada lámpara esférica, recién encendida, y que, semejante a una luna, derramaba discreta claridad por la alcoba. Rica y misteriosa, la alcoba habría llamado la atención del buen amigo en otro momento; entonces, no.

-Tu secreto... ¿qué secreto es ese? -dijo con impaciencia.

-¡Mi secreto!... -afirmó Pepa, llena de congoja-.¡Mi secreto es huir, huir! Consiente, y de aquí saldremos los tres sin que nadie nos vea.

-¡Huir!... ¡qué loco absurdo! -exclamó él, llevándose el puño a la frente-. ¡Y en qué momento! Tu conciencia, la mía, nuestro amor mismo deben protestar contra esa idea. ¡Olvidas lo que hace un momento ha sucedido en esta casa!... ¡Por Dios! ¡Pretendes que ni siquiera haya en mí el respeto y la delicadeza que exige la muerte! ¡Quieres que, apenas cerrados por estas manos aquellos ojos...! ¡Horrible corazón el mío si tal consintiera! Merecería descender a más bajo puesto que el que tienen los que ya me llaman a boca llena el asesino de María... Ni comprendo que puedas amarme viéndome caer tan de golpe en la bajeza de una acción fea, torpe, escandalosamente inicua e inmoral.

Cada palabra era para la infeliz una vuelta dada en el lazo que la estrangulaba.

Ambos callaron largo rato, sin mirarse. Repentinamente puso ella su mano sobre el hombro del matemático, le miró con aterrados ojos, y empleando un acento que él no había oído jamás, le dijo:

-Pues entonces, me voy con mi marido.

-¿Qué dices?

-Que tengo que someterme a él... ¿Lo quieres más claro?... O huir contigo o enjaularme con la fiera.

En el interior de León hubo como un salto, fenómeno producido por la repercusión violenta del alma, si así puede decirse, rebotando en su centro.

-¿Lo quieres más claro? -añadió la dama, inclinándose hacia él y dejándole ver muy de cerca la expresión conminatoria de sus ojos chiquitos-. Gustavo podrá darte más pormenores. Gustavo ha conferenciado esta mañana con papá para decirle las pretensiones de Federico. Es su cliente; en las hábiles manos de ese joven ha puesto el malvado la salvación de sus derechos.

-Ya comprendo por qué me amenazaba con un arma misteriosa. ¿Estabas presente cuando Gustavo habló a tu padre?

-Sí... Mi padre acababa de revelarme el motivo de su pena, que era la aparición de nuestro enemigo... Él sabía por carta la vuelta de Federico. Pilar le dio anoche la noticia de que estaba aquí. El espanto no me había dado aún respiro, cuando entró el hinchado jurisconsulto. Venía, como amigo nuestro y de Federico, deseoso de arreglar nuestras diferencias antes de entrar en pleitos... ¡Hipócrita!, sus frases oratorias me hacían efecto semejante al chirrido de una máquina sin aceite, que ataca los nervios y da dolor de cabeza... Mi padre y él estuvieron largo rato tiroteándose con palabrillas y floreos ridículos, que me indignaban. Yo hubiera puesto al abogado en la puerta de la calle. Ya supondrás su énfasis cargante y la complacencia con que me atormentaba... Después de mucho hablar, dijo que ya tenía hecho el escrito de querella.

Pepa se detuvo para tomar aliento y fuerzas morales, de las cuales parecía tener un depósito inagotable.

-Mi padre -prosiguió- hizo muchos distingos y sutilezas... Yo dije que el valiente que se sintiera capaz de arrancarme a mi hija, viniera a tomarla de mis brazos. Creo que en el calor de mi ira dirigí a Gustavo alguna palabra impropia. Él pidió indulgencia por su intervención, afirmando que no era más que un letrado... Deseaba que nos arregláramos, que en el juicio de conciliación hubiera avenencia, que no diéramos un escándalo. Yo quise defenderme de la fea nota que echaba sobre mí, pero el grito de mi conciencia me detuvo, me hizo equivocar las palabras, y pensando probar que no soy culpable, creo que dije y proclamé lo contrario.

-¿Y qué más habló el furibundo moralista?

-Estuvo media hora citando leyes -replicó la dama, arrojando otro grano humorístico en la copa de amargura-. Habló primero del Deuteronomio, después dijo no sé qué cosa de los Germanos y Tácito, luego citó... creo que a un señor Chindasvinto, a D. Alfonso el Sabio, y, por último, creyendo que no nos había mareado bastante, citó partidas, leyes, artículos, qué sé yo. Oyéndole yo me deleitaba...

-¿Te deleitabas?...

-Sí, era feliz pensando en lo bueno que sería cogerle y arrojarle en el estanque grande de casa para que fuera a enseñar leyes a las ranas y a los peces... El muy fastidioso, empleando palabras discretas y corteses, me dio a entender que toda la razón estaba de parte de su cliente y que a este le sería muy fácil probar mi culpa. Cuenta con testigos.

-¡Los testigos!, ¿de qué? ¡Oh!, yo dudo que puedan probar nada a pesar de su saña; pero te deshonrarán, arrastrarán tu nombre y tu dignidad por el lodo, y es fácil que pierdas a tu hija cuando esta tenga la edad que marca la ley. Si huimos... entonces les damos prueba plena. Entonces sí que perderás a tu hija.

-¿Pero si nos vamos lejos?...

-No te acobardes ni pienses en la fuga, que es tu condenación. Mientras él pleitea, pleitea tú pidiendo a la ley que le imposibilite para ejercer la patria potestad, por pródigo, malversador de fondos, falsario, por diversos crímenes que será fácil probar si tu padre te ampara.

-Comprendo tu idea y tu ilusión; pero voy a disiparla. Aún no sabes lo mejor, es decir, lo peor.

-¿Qué?

-¿Creerás que mi padre ha tomado con calor mi defensa?

-Sí.

-Pues te equivocas. ¡Ay!, pobre de mí, pobre amigo de mi alma. Estamos solos, sin amparo; tenemos en contra la religión, las leyes, los parientes, los buenos y los malos, el mundo todo. Cuando el celebérrimo Gustavo me habló de las ventajas legales de su cliente, yo me enfurecí; pero, conteniéndome, dije que Federico no podía ejercer la patria potestad, que si él insiste en presentar su querella, yo le acusaré... de todo eso que has dicho. Mi padre oyó esto con mucha calma, y al punto le vi inclinado a no sé qué horribles acomodamientos... Balbuciendo, dijo varias frases que me helaron el corazón... «mi hija será razonable»... «es preciso que todos hagamos un sacrificio»... «Yo, si Federico conviene en algo aceptable... pues... ya se ve... no se puede hacer todo lo que se quiere»... «Lo principal aquí es evitar el escándalo»... Esto de evitar el escándalo, que repitió más de veinte veces, me probó que mi padre no está decidido a defenderme como deseo. ¡Transacción! ¡Y con quién, Dios mío! También habló de entenderse con los tíos de Federico, dos señores muy respetables, ya les conoces: el uno es magistrado del Supremo y el otro presidente de la Audiencia... ¿Qué saldrá de aquí? ¿En qué piensas?, ¿qué dices a esto?

-Que si tu padre te abandona, fuerza será que combatas sola.

-Eso es, sí, me batiré sola. Bendito sea tu consejo. Tú me das los ánimos que me quita mi padre con su dichosa antipatía a la exageración -dijo Pepa extraordinariamente reanimada-. ¡Si vieras qué armas tan formidables tengo!... Para enseñartelas te he traído aquí. Vas a verlas.

En un ángulo de la alcoba vio León, siguiendo con los ojos la señal de su amiga, un armario de ébano y marfil, no muy grande, rico y bello en materia y formas, con aspecto a la vez elegante y sólido. A este mueble se dirigió la dama y abriéndolo mostró su interior, que era un laberinto de puertecillas, arquitos, gavetas, secretos, escondrijos. Impulsó resortes y abrió desconocidos huecos.

-Esta parte de arriba -dijo Pepa sonriendo- se llama el arca de la tristeza. ¿Conoces esto?

Había sacado del depósito un papel que puso en las manos de León

-Es una carta, una carta mía.

-Me la escribiste cuando yo estaba en el colegio y tú preparándote para entrar en la Escuela de Minas. Léela y reflexiona sobre lo que decías en aquellos tiempos... «Que yo te había inspirado un amor insensato»... Ríete ahora, si puedes, de tus tonterías de colegial... ¿A que no conservas tú mis cartas de colegiala, como yo conservo las tuyas? Yo no decía que mi amor era insensato, pero sabía que me ocupaba, dándome la forma interior, ¿entiendes?, como todo lo que en nosotros tenemos de eterno... ¿Y esto lo conoces?

-Es un alfiler de corbata -dijo él tomándolo-: también es mío.

-Sí... Se te perdió en casa un día que fuiste a comer... Ya eras novio de esa pobrecita...; pero yo tenía esperanza de que no te casaras con ella... Encontré esta prenda sobre la alfombra y la guardé... ¿Y estas flores las conoces?

-Son las camelias que te di un día de San José.

-Sí... a la noche siguiente fuiste a verme a mi palco, y por primera vez te sorprendí mirando con mucho interés a...

-¡Pobres flores!... No pensé volverlas a ver aquí, ni que me hablaran como me hablan ahora, removiendo en mí todas las ideas y todas las pasiones de mi vida. ¿Sabes que no están tan secas como parece debieran estar después de tanto tiempo?

-Están embalsamadas con los infinitos besos que las he dado en todas las épocas de mi vida... Pero no nos entretengamos. Dame eso acá.

Recogió aquellos objetos y los fue poniendo en su sitio con maneras tan respetuosas cual si fuesen las más preciosas reliquias.

-Dormid aquí el sueño triste, queridos compañeros -dijo después-. Ahora, que has visto el arca de la tristeza, voy a mostrarte el arca de los horrores.

Sacó de recóndita gaveta un paquete de papeles, atados en cruz con cinta roja, como expediente de oficina. León lo tomó comprendiendo lo que era, y ambos se sentaron para examinarlo.

-Ahí tienes -dijo Pepa contagiada de horror a la vista de aquel legajo de ignominia-, diversos testimonios del martirio a que he vivido sujeta como esposa de un perdido; ahí tienes viles secretos que él me confiaba en momentos de apuro, cuando necesitaba de mi bolsa. Cada hoja de esas es recuerdo de una deshonra que yo oculté cuidadosa, prueba de delitos que logré frustrar o de los que quedaron ocultos entre la hojarasca de la Administración pública. Examina eso y verás que tengo medios bastantes para declarar a Federico incapaz no sólo de ejercer la patria potestad, sino también de vivir en el seno de una sociedad medianamente digna.

León examinó el paquete con curiosidad muy viva, pasando rápidamente por algunas partes, deteniéndose en otras. Vio cartas con firmas conocidas, contratos secretos, minutas, cuentas, papeles con sello de oficinas públicas, hojas que evidentemente habían sido sustraídas de algún expediente famoso, una orden judicial que sin duda tenía la firma del juez arrancada por sorpresa... Después de verlo todo, devolvió a Pepa el expediente de los horrores diciéndole:

-Quema eso.

-Pues qué -exclamó la dama con estupor, abriendo las manos para tomar el paquete, pero sin atreverse a tomarlo-, ¿no me sirve?

-No -dijo León.

-¿Que no sirve?... ¿no podré?...

-Poder sí... pero...

-Entonces...

-En estas circunstancias terribles es preciso decirlo todo claramente. Uno a otro nos debemos la verdad, aunque esta perjudique a un ser querido.

-No te entiendo.

-Quema eso.

-¿Por qué?

-Quémalo, porque no te sirve de nada. Es un arma de doble filo que te herirá a ti misma cuando quieras usarla. Perdóname la franqueza de mis palabras. Con esto podrás acusar a Federico victoriosamente. Por poca justicia que haya en un país, esto bastará a meter a un hombre en presidio... Pero, si lo haces, el infame debería ir a su destino muy bien acompañado.

-Debería ir...

-Dígolo así porque en España las personas de cierta talla no entran jamás en la cárcel, aunque lo merezcan... Pero tu expediente horrible podrá fácilmente cubrir de ignominia...

-¿A otras personas?

-Sí; a una que tú quieres mucho y a quien no puedes desear daño... Pepa, por Dios, quema eso.

La dama se llevó la mano a los ojos, como queriendo poner un estorbo a sus lágrimas. Sacando nuevamente singular fuerza de aquel depósito inagotable que en su alma tenía, cogió el paquete, lo guardó en el arca de los horrores y cerró esta, diciendo:

-Lo quemaré más adelante.

De pie frente a León, dijo en voz baja:

-De modo que es imposible incapacitar legalmente a mi marido...

-Imposible.

-¿Me es imposible oponer un acto legal a su querella?

-¡Imposible! Ahora comprenderás perfectamente la vacilación de tu padre, su flaqueza acomodaticia, la cual no es sino miedo, miedo de entrar en pleitos con su enemigo, con el que un tiempo ha sido su cómplice. Todo es imposible, querida.

-No, no. ¿Por qué buscar siempre los caminos torcidos? Hombre, amigo, amante, esposo, o no sé qué, a quien legitimo con la elección de mi alma, imítame en mi osadía -dijo la dama con bravura, mostrando aquella resolución valiente que en ocasiones la hacía tan bella-. Nos queda el camino recto, el camino fácil, el único camino: la fuga. El coche nos espera, nada nos estorba, nada nos falta... Tú eres rico; yo, más... Todo nos favorece, todo nos precipita.

-¡Imposible... locura! -murmuró León sombríamente.

-¡Locura!... es verdad que lo parece; pero no lo es... Parece un absurdo, un escándalo, un infame reto a la moral y, sin embargo, para mí, que conozco el peligro y sé qué clase de enemigo tenemos, es cosa natural... ¿Crees que yo te propondría un escándalo semejante si no lo creyera necesario?... ¡Ah!, tú no le conoces, no sabes que yo, mi hija, tú, todos estamos en peligro... Temo un insulto, un duelo contigo, temo un homicidio... Los momentos son preciosos... Él no respeta nada. A cada instante me parece que le veo entrar...

-¡No y no! -dijo León con energía poderosa que tenía algo de crueldad.

Pepa que en su osadía no cesaba de estar dominada por él, no se atrevió a protestar contra aquella espantosa fiereza para cerrar el único camino abierto a su felicidad. Temía que su insistencia provocara imposibilidades mayores aún, y miraba a la esfinge, esperando que de ella misma partiera la solución al problema, que según ella, la tenía tan fácil. Cansada de esperar dijo al fin:

-Pues si todo es imposible, seguiré el dictamen de mi padre, abriré mis brazos al canalla...

-¡Tú en poder de esa fiera! -exclamó León como una cuerda tirante que estalla-. Sería preciso, para tal consentir, que ni una sola gota de sangre me quedara en las venas.

-Pues si el monstruo se aplaca con el Código -dijo Pepa con sarcasmo- le arrojaré a mi hija y me marcharé a vivir contigo.

-¿Separarte de tu hija?

-Ya ves que esto es más imposible todavía. Por todas partes a donde vuelvas los ojos, no verás sino imposibles.

-Algún punto habrá -dijo León meditando- a donde pueda mirarse sin ver la imposibilidad.

-Ese punto ¿cuál es?

-Lo sabrás a su tiempo. Antes de decírtelo, me será preciso hablar con tu padre, con tu marido mismo.

-¿Tú?

-Sí, yo... hablaré con él o con sus tíos, que son personas honradas y respetables. ¿No concibes tú que esto se resuelva sin fuga y sin pleito?

-¿Yéndome con él?

-También sin ir con él.

-Eso no lo concibo.

-Yo, sí.

-Sabrás algún modo secreto de hacer milagros. No... no hay milagro aquí. Huir es el milagro.

-No.

-Pues quiero pleitear, pleitearemos contra él los dos, tú y yo.

-¡Los dos! Entonces perderás, y tu hija te será arrancada sin que nadie lo remedie.

-Pues bien, puesto que me cierras todas las salidas, abre tú una; es tu deber.

-Mañana -dijo León lúgubremente, mirando al suelo- te abriré la única posible.

Pepa hizo un gesto de desesperación.

-¡Mañana! -exclamó, pasando de la desesperación al decaimiento, cual ascua que de fuego se trueca en ceniza-. Tus mañanas son mi muerte.

-¿Insistes en la idea de la fuga?

-Insisto, porque cada minuto que estés aquí y que esté yo y que esté mi hija es un peligro para los tres... Esta noche, fúnebre para ti, es para mí la noche decisiva. Es capaz... ¡qué sé yo!... Todo lo preveo y todo me hace temblar... ¡Le tengo tanto miedo, tanto!... Tengo por seguro que al saber que estás aquí, vendrá y te provocará... ¡un duelo con él!... También temo que me insulte, que se me ponga delante... Siempre te aborreció... temo hasta el asesinato... me veo amenazada por no sé qué horrores... veo sangre... ¡Y es tan fácil salir de este círculo de miedo!... Sal de aquí y aguárdame en tu casa.

-A su tiempo se hará todo.

-¿Me esperas allí?

León iba a contestar, cuando creyó sentir rumor de pasos y cuchicheo junto a una puerta que en la alcoba había.

-¿A dónde da esta puerta? -preguntó en voz baja.

-A una sala que se comunica con la japonesa.

-Ya ves... espían nuestros pasos, nuestras voces y... Son los testigos que se preparan para la prueba.

-Sabe Dios quién será. Supón que mi marido viene... -dijo Pepa, deslizando las palabras en el oído de su amigo como ladrón que con ladrón habla en la soledad de la estancia robada-; supón que entra aquí. Puede asesinarnos casi sin responsabilidad. La ley le ampara. Estás en la alcoba de su mujer.

León sintió una corriente glacial por todo su cuerpo.

-Calla -murmuró al oído de Pepa-. Alguien acecha; pero es cuchicheo de mujeres curiosas y de hombrecillos menguados. No tienen más arma que su lengua.

-¡Estamos aquí para que ensayen su papel los testigos! -gritó Pepa, separándose de su amante y parándose con actitud de leona frente a la puerta misteriosa-. ¿Quién me escucha, quién me vigila, quién pone su oído en mi puerta con acecho cobarde?... Estoy en mi casa, estoy en mi casa, y no con palabras, sino a latigazos echaré de ella a quien no me respete.

Después se volvió a León, diciéndole:

-¡Y todavía dudas!... Mil peligros nos rodean... Tiemblo por tu vida, tiemblo por todo.

Detrás de la puerta había ya profundo silencio. Después se oyeron menudos pasos de mujeres alejándose.

-Oye esas pisadas de gato -dijo él-. Los cobardes no matan, pero ya nos arañarán el rostro.

Al decir esto, ambos se asustaron porque una persona había entrado en la alcoba por la habitación de Monina. Era el marqués de Fúcar. Venía muy alterado.

-Tengo que hablar con mi hija -dijo a León con cierta seriedad-. Qué sería de ella si un padre solícito... Después hablaré contigo, León. No, mejor será que hable antes... ¡Qué asunto tan delicado!... Vengo de... En fin... hija mía, un momento: León y yo tenemos que decirnos dos palabras. Pasemos aquí al cuarto de la nena.

La dama se quedó en su alcoba oyendo el rumor de las voces de su padre y su amigo, pero sin entender nada. Ignoramos lo que hablamos. Pasado un rato, D. Pedro volvió solo al lado de Pepa. Esta miraba con afán a la puerta, esperando al que poco antes saliera por ella; pero, según dijo el marqués, ambos señores habían convenido en que el amigo no debía asistir a la conferencia entre el padre y la hija.

Retirose León al cuarto que habitaba, no lejos de la sala Increíble, y pasó la noche en las crueles ansias del combate interior. Era este primero como una disputa entre formidables enemigos. Después el combate tomó la forma pavorosa de preguntas, a las cuales era preciso contestar de algún modo.

¿Huir con ella en el momento? Esto no podía ni siquiera pensarse.

¿Huir más tarde? No se resolvía nada.

¿Dejarla expuesta a la mala voluntad y quizás a las violencias del otro? No podía ser.

Mas, por el momento, las conveniencias le mandaban salir de Suertebella y retirarse a su casa, donde podría seguir discurriendo lo que debía hacer. Verdaderamente esto era lógico; pero más lógico era no desamparar a la que de él tan cordialmente se amparaba. Si había peligros para entrambos en Suertebella, érale forzoso seguir allí, desafiando los comentarios del público. La opinión de los demás sobre aquel asunto suyo había llegado a serle indiferente, y decidido a obrar conforme a su conciencia, despreciaba el juicio de la muchedumbre. Quedándose allí debía arrostrar la desagradable impresión de las visitas que le harían al día siguiente sus amigos y conocidos, gente ávida de dar un pésame en las condiciones más singulares. Todo el mundo sabía lo que pasaba. Era seguro que hasta los amigos menos afectuosos vendrían a verle allí, sólo por verle allí, en el teatro de su doble desgracia y de su escándalo. Pensó primero que no debía recibir a nadie; pero después pensó lo contrario. Sí; afrontaría con valor la implacable embestida de la curiosidad y de la novelería. ¿Por qué no? Aquel enjambre social, viviendo en el goce del pecado propio y en la eterna crítica del pecado ajeno, no le inspiraba temor sino desprecio. Además, el marqués de Fúcar le había rogado que se quedara para prestar su cooperación a un benéfico plan que meditaba y que seguramente saldría bien, a pesar de no ser contrata ni empréstito.



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