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La familia de León Roch : 3-01

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La familia de León Roch
Tercera Parte
Capítulo I
Vuelve en sí

de Benito Pérez Galdós

Solo y sin calma estaba León Roch junto al lecho en que había sido convenientemente acostada su mujer. Fijos los ojos en María, observaba cuanto en la mudable fisonomía de esta pudiera ser síntoma del mal, anuncio de mejoría o señal de recrudescencia. A ratos desviaba de la enferma su atención para traerla sobre sí mismo, mirando la situación penosísima en que le habían puesto sucesos y personas. ¿Cómo no pudo evitarlo? ¿Cómo no tuvo previsión para impedir llegase por tan diabólicos caminos aquella conjunción de los dos círculos de su vida, cada cual sirviendo de órbita al giro de contrapuestos sentimientos? Al formular estas preguntas pareciole que un reír burlón estallaba en el fondo de su alma, repitiendo en caricatura aquellos propósitos suyos, contemporáneos de su noviazgo y casamiento. Los que hayan conocido al hijo del señor Pepe Roch en los días correspondientes al principio de esta verídica historia recordarán que tenía planes magníficos, entre ellos el de dar al propio pensamiento la misión de informar la vida, haciéndose dueño absoluto de esta y sometiéndola a la tiranía de la idea. Pero los hombres que sueñan con esta victoria grandiosa no cuentan con la fuerza de lo que podríamos llamar el hado social, un poder enorme y avasallador, compuesto de las creencias propias y ajenas, de las durísimas terquedades colectivas o personales, de los errores, de la virtud misma, de mil cosas que al propio tiempo exigen vituperio y respeto, y finalmente, de las leyes y costumbres con cuya arrogante estabilidad no es lícito ni posible las más de las veces emprender una lucha a brazo partido. León se compadecía y a ratos se reía de sí mismo, diciendo: «Es verdaderamente absurdo que la piedra se empeñe en dar movimiento a la honda».

Pensando estas y otras cosas no cesaba de atender a la enfermedad de su mujer con solicitud. María Egipcíaca había vuelto de su estado comático varias veces durante el día, pero su mente seguía turbada; no conocía a persona alguna, ni acertaba a formular una frase con sentido. Quejándose de un dolor inmenso sin poder determinar en qué sitio o entraña de su cuerpo estaba, quería lanzarse del lecho. Fue preciso emplear bastante fuerza para impedirlo. Por la noche su inquietud cesó, aunque no la fiebre. El médico pudo observar cierta tendencia a la regularidad en las pulsaciones. En su sueño decía no pocas palabras claras y precisas, indicando cierta coherencia en las visiones y, por último, oprimió las manos contra su pecho y dijo en un grito: -¡No, a ese no, a ese no: es mío!

Después abrió los ojos, y revolviéndolos, miró a las paredes, al techo, a la cama, a los muebles, cual si a todas aquellas partes pidiese noticias del lugar donde se encontraba. Su hermosa mirada sin extravío revelaba ya un pensamiento sereno, que volvía, no sin cansancio, al carril de la cordura. Vio a un hombre junto al lecho, atento, vigilante, y al conocerle, los ojos de la enferma expresaron un sentimiento dulce.

-¿Tú? -dijo sonriendo.

León se acercó, inclinándose hacia ella. Cuando metía la mano entre las sábanas para buscar las de ella y tomarle el pulso, María se apoderó del brazo de su marido, y estrujándolo sobre su seno dijo con un gemido:

-¡Ay!, ¡qué gusto saber que era sueño lo que vi! Te habían pinchado en unos... así como grandes tenedores, y te iban a meter en un horno lleno de fuego. Yo me moría de pena... Sentí una opresión... grité...

El espíritu de la infeliz esposa, después de agitarse en horrendos desvaríos sin determinación y de ser arrastrado en torbellino de visiones, que por tener todos los colores y las formas todas, casi no tenían ni forma ni color, había caído en unas profundidades pavorosas, donde no había nada, a no ser la idea pura de lo cóncavo, de lo oscuro, y el asombro de tanta hondura y oscuridad. Pero al sentirse en el término de aquel bajar rápido y creciente como el de la piedra lanzada al abismo, vio con claridad pasmosa. Aquello era el Infierno. Bien se comprenderá que la mística dama no podía ver aquel lugar temido y sus horribles habitantes tales y como los había imaginado en la vida real, guiándose por descripciones escritas y por ingeniosas estampas. Pero como quiera que nuestras apreciaciones de lo sobrenatural se apoyan siempre en ideas corrientes y revisten forma semejante a las que vemos aquí con nuestros propios ojos carnales, de tal modo que, según las edades, varía la concepción de lo eterno, a María Egipcíaca se le representaban las zahúrdas infernales como inmensos túneles de ferro-carril, o bien como el recinto de una fábrica de gas, llena de humo y pestilencia, o también cual negro taller de fundición y forja, donde mil máquinas gruñían entre resoplido de fuelles, machaquería de martillos y polvareda de ascuas y carbón. Los demonios, sin perder su histórica traza de hombrezuelos con pezuña y rabillo de innobles bestias, tenían no poca semejanza con maquinistas de ferro-carril o poceros de alcantarilla, con los manipulantes de la compañía del gas o los infelices jornaleros de minas carboníferas, con los cíclopes de Birmingham y Sheffield, y aun con otros industriales de menor importancia, aunque no de mayor limpieza. Todos estaban empapados en pringoso sudor, semejante a la infecta grasa de las máquinas.

Era una gran cavidad formada del cruzamiento de infinitos túneles, galerías, chatas crujías de hierro, y por todo ello corría un hálito sofocante de hulla, azufre, gas de alumbrado y tufo de petróleo, que eran los olores más aborrecidos de nuestra simpática heroína. En aquel centro había un barullo, un estrépito, un vértigo del cual la dama no habría podido dar adecuada definición sino diciendo que era como si mil trenes a gran velocidad convergieran en un punto y en él chocaran, haciéndose pedazos y desparramándose después coches y máquinas en todas direcciones para volver a reunirse. Las locomotoras eran en la mente de la delirante lo más principal de la maquinaria del Infierno. Las veía pasar y correr volando con patas y alas de hierro untado de aceite hediondo, dando gruñidos y resoplidos, revolviendo sus rojas pupilas y expeliendo humo negro y aliento de vapor y chispas. Siendo del mismo tamaño de las que se ven en el mundo, allí parecían como un enjambre infinito de inmensas moscas, que zumbaban en un recinto infinitamente grande y vaporoso.

En los primeros meses de su matrimonio María había hecho con León un viaje por Alemania. Entre otras cosas notables, visitaron la ya célebre fábrica metalúrgica de Krupp en Essen. Esta visita, que impresionó mucho a la dama, no se borró jamás de su memoria, y en aquella hora de alucinación, la imagen del colosal establecimiento tenía gran parte en la construcción fantástica del horrible presidio eterno a donde es llevado el hombre por sus culpas. Otros talleres que había visto en Barcelona y en Francia prestaban algún elemento para rematar el horrible cuadro. Ella veía que algunos precitos eran puestos en el torno mecánico y torneados como cañones, o bien pasados por laminadores, de donde salían como tiras de papel. Llevados luego a los hornos de luz blanca, tornaban a su forma primera. Los propagadores de ciertas ideas muy bellacas eran sujetos entre cadenas, y puesta la cabeza sobre un yunque, el martillo pilón de cincuenta toneladas les machacaba los sesos. Era de ver cómo los diablillos menores, o sea, la granujería del Infierno, se entretenían en abrir agujeros con un berbiquí en el cráneo de algunos infelices, para introducirles con embudillo y cuchara un metal derretido, producto de un gran guisote de libros puestos al fuego en barrigudo perol negro, lleno de ideas heréticas. A otros, que habían hablado mal de cosas sagradas, les estiraban la lengua unas diablas muy feas, y juntándolas todas, es decir, centenares o millares de lenguas, las ponían al torno para torcerlas y hacer una soga, que luego colgaban de la bóveda, de tal suerte que los discursistas parecían manojos de chorizos puestos al humo. En otros se ejercía un peregrino tormento que casi parece incomprensible en nuestro mundo terrenal, a pesar de que está lleno de telares, y es que tejían unos con otros a los condenados, enlazando piernas con brazos y brazos con cabezas, para formar una cuerda o ristra, la cual se entretejía con otra hasta formar una gran tela de dolor y lamentos. Esta tela se sometía a una especie de torno, donde se la estiraba hasta que su tamaño crecía desde kilómetros a leguas, y crujían huesos, como si por sobre un infinito montón de nueces corriesen infinitos caballos, y se desgarraban las carnes entre alaridos. Arrojado después todo al fuego, volvían los individuos a su forma primera, y de su forma prístina a la repetición del mismo entretenido tormento.

Todo esto lo vio María con indecible espanto. Ella estaba allí y no estaba; no podía gritar, ni tampoco respiraba. Pero llegó un momento en que el dolor se sobrepuso al pánico. Entre los muchos condenados por imperdonables picardías, vio a uno que parecía tener grandes merecimientos pecaminosos según lo mucho que le atendían los incansables y feísimos diablos y aun las asquerosas diablesas. Era León. María vio cómo se apoderaban de él, cómo le estrujaban entre las horribles manos pringosas, cómo le revolvían en cazuelas hirvientes, sacándole con espumadera y metiéndole con cuchara. Por último le pincharon con un tridente y le acercaron a la boca de un horno cuyo fuego era tal que el fuego de nuestro mundo parecería hielo al lado suyo. Entonces María sacó de su pecho un grito, alargó el brazo, la mano... brazo y mano que tenía una lengua... sus dedos se quemaban cercanos al horno...

-¡No, no; a ese no... es mío!

Aquí tuvo fin la visión. Desapareció como los renglones del libro que se cierra de un golpe. Pero la idea quedaba.


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