La familia de León Roch : 3-10

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La familia de León Roch
Tercera Parte
Capítulo X
Latet anguis​
 de Benito Pérez Galdós

En la tarde precursora de aquella noche la de San Salomó (a quien no hemos visto desde que en el salón japonés presenciaba el cuadro interesante de la marquesa de Tellería asimilándose un sorbete de piña) fue invitada por D. Pedro Fúcar a visitar la estufa, echando al paso una ojeada a los caballos ingleses, poco ha traídos de un harás de Londres. El tratante en blancos, el dije del siglo, en noble que traía su abolengo, si no de batallas contra moros, de felicísimas contratas entre fieles cristianos, conocía muy bien la poca estimación que a Pilar inspiraba, y ganoso de conquistar adeptos, no satisfecho de haber rendido a sus pies a toda la Administración y el agio de ambos mundos, abrumó a la marquesa con obsequios y amabilidades. Además de mostrarle con especial diligencia las maravillas de Suertebella, le regaló algunas preciosidades de las que el palacio contenía, con la añadidura de flores vivas en tiestos de lujo, exóticas frutas, y para colmo de galantería, le dio también reliquias y objetos piadosos que en la capilla había. Con toda su habilidad cortesana no podía ocultar el prócer pecuniario que la pena le dominaba más cada día, y distrayéndose a menudo, echaba suspiros y se quedaba mirando al suelo, cual si en el suelo, escrita en misteriosos guarismos, como el binomio sobre la tumba del gran Newton, estuviese la fórmula de un negocio o empréstito que llevase a las armas fucarinas la tierra toda que habitamos.

La de San Salomó, interpretando mal aquel desasosiego, lo atribuyó al escándalo del día, a la situación equívoca y deshonrosa en que estaba Pepa, a la singular instalación de León Roch y su mujer en Suertebella. Firme en este juicio, Pilar dio al marqués cuando regresaban al palacio gracias mil por sus obsequios, añadiendo:

-Mucho más valor tienen hoy sus finezas, por hacerlas usted en los momentos en que se halla tan preocupado y entristecido con estas trapisondas.

-¡Y qué trapisondas! -exclamó D. Pedro, poniendo su alma toda en aquellas palabras-. No lo sabe usted bien, Pilar... Figúrese usted cómo serán ellas para conmover esta montaña.

Puso la mano en su pecho, indicando que aquella roca cuaternaria tenía también sus escondidos manantiales de sentimiento. Serían las cinco cuando Fúcar se despidió, después de reiterar a los Tellería el ofrecimiento de la casa. Él iba a Madrid a comer con su hija, y probablemente no volvería a Suertebella hasta el día siguiente. No obstante, en caso de que ocurriera alguna novedad importante, vendría a cualquier hora de la noche. Felizmente María estaba mejor y se pondría buena sin duda alguna. Después de saludar a Gustavo, que a la sazón entraba, porque no le permitían venir antes sus tareas parlamentarias y el cuidado de su bufete, se retiró.

Pilar quería marcharse pronto a Madrid, mas la detuvo Gustavo, que estaba muy afanoso por decirle no sabemos qué cosas; sólo se puede asegurar que la de San Salomó las oyó con grandísimo anhelo, regalándose mucho con aquel notición estupendo, de riquísimo gusto para su curiosidad y para su malicia. Ambos pasearon un rato por el jardín, y a veces Pilar prorrumpía en risas diciendo:

-Parece una bufonada y al mismo tiempo un golpe de arriba, un castigo. Es de esos latigazos providenciales que hacen reír, mientras llora el que los recibe... Aquí no cabe lástima ni conmiseración... ¡Oh!, ¡Dios omnipotente! ¡Qué grande eres y qué diligente para acudir a todo! ¡Cómo atajas los pasos de la maldad, disponiendo las cosas con arte semejante al de los que hacen las novelas, causándonos una sorpresa que da miedo y un miedo que nos obliga a pensar en ti y a decirte: «¡Señor, avísanos antes de darnos esos golpes!».

A esta ensalada de profanidad y misticismo siguió otra vez la risa, y después estas dos briosas palabras:

-Voy allá.

-¿Tú, y a qué?

-Quiero ver esas caras -repuso Pilar con el lindo pañuelo en la boca; y se frotó la punta de la lengua, como se pulimenta el filo de la hoja después de envenenarla-. Tomaré un pretexto cualquiera.

Anochecía cuando Pilar entró en su berlina, mandando al cochero que fuese a Madrid y al palacio de Fúcar. Entró. D. Pedro, su hija, el marqués de Onésimo y la condesa de Vera se disponían a sentarse a la mesa. Fúcar invitó a Pilar para que les acompañara; pero ella se excusó diciendo que no estaría sino el tiempo preciso para dar las buenas noticias que traía. Besó a Pepa, apretó la mano del marqués, después se puso a hacer mimos y caricias a Monina.

-¿Qué hay? -dijo D. Pedro.

-Que María está muy bien. Ya es seguro que habrá reconciliación: así me lo ha dicho Milagros. Me alegro mucho: no me gustan los matrimonios mal avenidos... Monísima, ¿no me das un beso?

-No -replicó decididamente Ramona, apartando su cara y defendiéndola con sus manecitas de los labios de Pilar.

-¡Oh!, ¡qué tonta, qué mala!

-No te quielo.

Rechazada en aquel lado, Pilar se volvió a Pepa, y echándole una mirada de compasión, le dijo:

-Adiós, querida... sabes que me asocio a tus desgracias.

Al salir, acompañada por D. Pedro, díjole al oído algunas palabras, que hicieron en el buen millonario el efecto de un tiro, y al despedirse de él junto al coche, la dama terminó su visita con estas palabras:

-He querido prevenirle a usted para que esté con cuidado. Ahora, señor marqués, resignación, resignación cristiana es lo que hace falta.

Pepa en tanto acometida de un estupor doloroso, no sabía qué pensar ni a qué región de las posibilidades volver su alma llena de presentimientos y atormentada por las conjeturas. Aquel anuncio de reconciliación había penetrado en sus entrañas como una lanza. Sentáronse los cuatro a la mesa. Para Pepa, los manjares eran un comistrajo nauseabundo que no podía pasar de los labios. El marqués no comía tampoco.

En medio de su pena horrible, Pepa que había observado desde el día anterior extraña expresión de pena y contrariedad en el rostro de su padre, notó aquella noche que estaba como fuera de sí. También D. Joaquín Onésimo, poseedor de los secretos de Fúcar, estaba tétrico. ¿Qué ocurría?

-¡Ah! -dijo Pepa para sí, amparándose de una idea triste, que era feliz para ella en aquel momento-. Mi padre habrá tenido algún revés grande en los negocios; estará arruinado... nos quedaremos en la miseria.

Esta idea, con ser de las más negras, la consoló. La causa de la tristeza paterna no afectaba a los grandes intereses de su corazón. ¿Qué le importaban los demás intereses, ni todo el dinero, todos los bonos, todas las obligaciones bancarias, todos los empréstitos habidos y por haber? Pepa habría pasado aquella noche junto a todo el papel fiduciario del mundo, hecho una montaña y encendido por los cuatro costados, y no habría concedido a tanta riqueza perdida ni el favor de una simple mirada.

Después de comer, y habiéndose retirado los amigos, D. Pedro y ella se encontraron solos en la alcoba donde dormía Monina, a punto que aquel ángel, despojado de sus vestiduras arrugadas por el juego, se disponía a entrar en el rosado paraíso de su sueño inocente. El marqués tomó en brazos a su nieta, y estrechándola con más cariño que de costumbre, y siempre lo hacía con cariño, pronunció estas palabras:

-¡Pobre paloma de mi casa! No, no caerás en las garras del cernícalo horrible.

-¿Qué tienes, papá?, ¿qué tienes? -exclamó Pepa, uniendo su abrazo vigoroso al tierno enlace con que los brazos de Monina rodeaban el cuello de toro del marqués de Fúcar.

-Nada, hija mía, nada... No te asustes, no pierdas tu tranquilidad y confía en mí, que yo lo arreglaré todo.

-¿Pero no me explicas...?

-Todavía no.

-¿Has tenido algún quebranto en tus negocios?

-No, pichona, no -repuso Fúcar rechazando con cierta indignación aquella conjetura que menoscababa su dignidad de negociante-. He ganado diez milloncitos limpios en el último empréstito. Desecha, pues, esa idea lúgubre.

-Entonces...

-Nada... no te aflijas. Duerme tranquila y déjame a mí que lo arregle todo.

-¿Pero te vas? -dijo Pepa con desconsuelo, viendo que el marqués se desataba de tan cariñosos brazos.

-Sí, tengo que hacer esta noche. Me esperan en el ministerio de Hacienda. A este pobre país desventurado no le basta con el empréstito que se ha hecho, y necesita hacer otro.

-Me dejas llena de inquietud... ¿Qué te dijo Pilar?

-¿A mí?, nada -repuso el marqués con un poco de turbación-. Nada más que lo que oíste.

-Te habló al oído.

No... no recuerdo. Que parece segura la reconciliación de nuestro amigo con la pobre María: no me dijo más. Yo me alegro, porque es impropio que dos personas honradas, un marido bueno y una mujer buena se desavengan por una misa de más o de menos. Esto es completamente tonto... Adiós, queridita.

-¡Reconciliarse! -exclamó Pepa con los ojos llenos de fuego.

El marqués, que no la miraba en aquel momento, dio algunos pasos hacia la puerta.

-Felicitémonos de que el bueno se reconcilie con el bueno -murmuró al salir-. Pero no tengamos paz ni perdón para el malo. Que lo perdone Dios.

Pepa iba a decir algo; pero este algo debía ser de naturaleza tan escabrosa, que no dijo nada. Quedose largo rato sin moverse de aquel sitio. Después anduvo de una parte a otra de la pieza, llamó a su doncella, dio órdenes, las denegó luego, reprendió al aya, corrió por distintas partes de la casa sin saber a dónde iba. Cuando la niña se durmió, encerrose la madre en su habitación para meditar. Indudablemente un misterio la rodeaba y envolvía como las influencias eléctricas que no se ven pero que se sienten. Pero así como todo humano ser a quien un dolor atormenta, gusta de asimilar las no comprendidas penas de los extraños a la suya propia, la dama creía ver en la desazón moral de su padre una variante del mal agudísimo que ella sentía, o pensaba que los males de ambos provenían de una sola causa. La grandeza de su cuita le impedía ver otra alguna; no imaginaba que criatura nacida pudiera afligirse por cosa distinta de aquella reconciliación tan temida y tan impertinentemente anunciada.

Los razonamientos de que pueda ser mentira lo que muy vivamente nos hiere no bastan a desclavarnos el dardo; por el contrario, los silogismos son la peor clase de pinzas que se conoce, y cuando se meten a arrancar lo que tan sólo es una púa, parece que la centuplican. Pepa, dándose a creer que las palabras de Pilar serían falsas, se atormentaba más. Aquella reconciliación la hería, como si corrieran sobre su pecho los múltiples dientes de una sierra.

La hora era muy avanzada y el marqués de Fúcar no vendría en toda la noche, porque después de salir del ministerio se iría a cultivar amistades de cierta clase que en la Villa tenía. Era hombre tan benéfico y tan protector del género humano que sostenía tres casas en Madrid además de la suya.

Concebida la idea, Pepa no vaciló en ponerla en ejecución. Fue a Suertebella, entró en el palacio por la puerta del museo pompeyano, de este pasó a la sala Increíble y de allí no había más que seguir habitaciones para llegar a donde quería ir. Llegó, vio; en lo demás de este lance hay una parte conocida sobre la cual no es preciso insistir; pero hay otra que conocerá todo el que tenga paciencia para seguir leyendo.



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