La familia de León Roch : 1-22
-No, no es nada -murmuró Luis Gonzaga cuando vio cerca al marido de su hermana-. Una congoja algo más fuerte que las demás. Mañana...
León le miró sin tocarle, a dos pasos de distancia, mudo, sombrío y acordándose de su pasada obsesión, tuvo miedo de sus sentimientos.
-No -dijo para sí- no es más que antipatía, que se ahogará en lástima, porque este desgraciado se muere.
Luis tomó la mano de su hermana, y con voz débil, incorrecta, desigual, entre solemne y festiva a causa del súbito calenturón fulminante que le devoraba, le dijo:
-El mayor peligro a que estarás expuesta será que te propondrán transacciones, acomodamientos... Prevente contra este lazo de la impiedad, que es una trampa cubierta de rosas, hija mía. No, entre el creer y el no creer no hay arreglo posible. ¿Concibes tú reconciliación entre el salvarse y el perderse para siempre? No hay término medio entre lo temporal y lo eterno. Huye de los arreglos, no cedas ni un ápice de tu firme y glorioso terreno. No se puede ser religioso a medias. El que deja de serlo por completo, ya no lo es. Nuestro Señor ha querido que esta obra admirable sea tal, que el que de ella quitase la más mínima parte, al punto queda fuera de ella... Cuida de evitar la pérfida trampa... Es el tema predilecto del siglo, y ha lanzado más almas al infierno que la misma impiedad... Acuérdate de mí, piensa en mí, tenme presente, no olvides que he venido a salvarte, a llamarte al camino de la verdad y a morir en tus brazos para que mi memoria sea más duradera. Dios nos envió juntos al mundo, y juntos nos quiere ver, alabándole al pie de su trono de gloria. María, María...
-Sosiégate, hermano, sosiégate -dijo María aterrada y llena de angustia.
Luis abrió los ojos con viveza, y mirando a León, dijo con desvarío:
-Me parece que aquí hay alguien. María, ¿no es un hombre lo que veo?
-Es León, es mi marido... Llamemos al instante al médico... ¿No te parece, León?... Los criados ¿dónde están?
María corrió a llamar; pero su hermano la detuvo, asiéndole fuertemente el brazo.
-No me dejes solo... -murmuró-. Has dicho que tu marido... Dios mío, Dios mío, ¿qué idea es esta que me turba?... ¿Es este escrúpulo pueril, como tantos que me han mortificado, o indicación de la conciencia? Dime tú, ¿qué es?... ¿Está aquí León?
Marido y mujer callaron.
-¡Qué idea!... ¿Le habré ofendido? No; he dado a mi hermana los consejos que me dictaba la piedad. Dios ha hablado dentro de mí. Dios, Dios... Es escrúpulo; pero aun los escrúpulos deben atenderse. ¡Ah!, ¿está aquí el buen Paoletti?
Sus ojos extraviados se fijaban en León.
-Padre Paoletti, ¿habré ofendido a mi cuñado?
Después, como si hubiera oído una respuesta, añadió:
-Es verdad, no puedo haberle ofendido; y por si le ofendí, mañana le llamaré a mi lecho de muerte y le pediré perdón. Al mismo tiempo repetiré a María las advertencias.
-Llevémosle adentro -dijo León.
-Llamemos a los criados -balbució María, balbuciente.
El enfermo apartó los brazos de su hermana cuando se dirigían a acariciarle, y con voz torpe dijo:
-Dejadme aquí... Siéntate a mi lado.
María se sentó. Sus cabezas casi se tocaban.
-Mañana, mañana, cuando haya recibido al Señor en mi humilde morada, le entregaré mi alma... ¡Pero qué frío hace! Está nevando, ¿no es verdad?
Revolvió una mirada atónita por todo el espacio.
-No brillan las estrellas -murmuró con un ronquido-. ¡Oscura noche, precursora del día claro y grande! Mañana, hermana, mañana pediré a todos perdón y me dormiré en el seno del Señor... Si vieras qué bien me encuentro ahora... qué dulce reposo siento... Pero me da pena... porque el temor de que esta mejoría alargue mi vida... Yo no quiero salud, yo no quiero estar mejor, yo no quiero sino dolores, ansiedad, ahogarme, estremecerme y morir... Este bienestar que ahora... siento...
Su cabeza se fue inclinando lentamente del lado de su hermana, hasta que cayó sobre el hombro de esta, como si le rompieran las vértebras del cuello.
Cerró los ojos; de sus labios salió leve suspiro, y se murió como un pájaro que se duerme.
-Se fue -dijo León examinándole.
María abrazó a su hermano y sostuvo el cuerpo, que pesadamente se inclinaba hacia la tierra, y cuando los criados, acudiendo a las dolorosas voces del ama, trasladaron al muerto a su lecho, María le besó ardientemente, inclinando su cabeza sobre el cuerpo rígido. León, no convencido aún del fallecimiento, acudió a tocarle las sienes, el pulso, a hacer la prueba del espejo. Entonces María se incorporó enérgicamente, y rechazando a su marido con el nervioso gesto, con los ojos llenos de terror y de lágrimas y con la voz apasionada y furibunda, exclamó:
-¡Malvado! ¡No le toques, no le toques!
Madrid. Mayo, Junio, 1878.
FIN DE LA PRIMERA PARTE