La familia de León Roch : 1-18
León observó que Luis Gonzaga estaba en la casa paterna fuera de su centro. Aquella figura rígida y macilenta, enfundada en negro sayal con faja del mismo color que amenguaba su mezquina cintura, con la cabeza descubierta, el semblante inclinado, la vista en el suelo clavada, la tez glutinosa, el cuello flaco y vacilante, cual si no pudiera resistir el peso de la cabeza; las manos largas, amarillas, trasparentes, como haces filamentosos y sin más fuerza que la necesaria para cruzarse orando, discurría como una sombra maldecida por las salas revestidas del abigarrado papel o de las chillonas tapicerías. Era una mancha oscura y triste caída sobre el mueblaje de colorines y oro, sobre los exóticos objetos de estilo japonés, cuyas aisladas figuras de pesadilla parecían armonizar con la personal del escuálido colegial.
Se le veía errante, agitado como un pájaro prisionero, que busca salida, y cuando sus ojos recorrían la varia colección de muebles y objetos bonitos, era para escoger la silla más incómoda y sentarse en ella. Buscaba los rincones oscuros para nido de sus meditaciones. A veces, los criados, al arreglar una pieza, encontraban aquel negro cuerpo fajado, y ante él detenían el plumero, pronunciando glacial fórmula de respeto. Entonces Luis huía de allí para buscar otra choza en aquella Tebaida de papel pintado y estampas profanas, de seda y cretona, de damasco y palo-santo. El pobre anacoreta moribundo, al correr de un rincón a otro, espoleado por su febril misticismo, tropezaba con un piano, con un biombo chinesco, con un velador que sostenía redoma de peces, con un blando sofá vestido de hilo gris, o con una desnuda Venus de bronce. Él no comprendía que se vistiese a los muebles y se desnudase a las estatuas.
Los criados le miraban con indiferencia, quizás porque él no les dirigía nunca la palabra ni les pedía nada; tanta era su humildad. Era hombre que resistía el hambre y la sed hasta un extremo incalculable, y no conocía las molestias, porque las trocaba en placeres su alma codiciosa de mortificación. Un lacayín con pechera estrecha de botones, la carilla alegre y vivaracha, la cabeza trasquilada, los pies ágiles y las manos rojas llenas de verrugas, era el único que le prestaba algunos servicios, aun a despecho del mismo joven. Este solía hacerle preguntas:
-¿Cómo te llamas?
-Felipe Centeno.
-¿De dónde eres?
-De Socartes.
Pero no hablaban largo. El anacoreta bajaba los ojos y el lacayito se alejaba. Los demás servidores de aquella casa tenían todos una expresión displicente y avinagrada, como hombres que, contra su voluntad, hacen penitencia, viéndose condenados a pobreza absoluta en medio del lujo y de la pompa.
La marquesa y María acompañaban largas horas a Luis, procurando reanimarle con triviales palabras.
-Yo no temo la muerte -les decía él sinceramente-. Por el contrario, la deseo con todo el ardor de mi alma, como un cautivo sano desea la libertad. Vosotros no me comprendéis porque estáis apegados al mundo, porque no vivís la vida interior, porque no habéis roto, como yo, todos los lazos de la tierra.
La marquesa acogía con suspiros estas seráficas declaraciones, que producían tristeza y admiración, por considerar cuán lejos se hallaba ella de tales alturas. Su reclusión y el calor daban a la señora melancolía y aburrimiento.
Una noche, cuando León se retiraba a su casa, dijo a su mujer:
-Sólo por dignidad, o, mejor dicho, por miedo al qué dirán, no ha seguido tu mamá a los demás en esta deserción infame. ¡En qué horrible mundo vivimos! Pues que todos se van o se quieren ir, nosotros nos quedaremos. Tu hermano está muy grave; puede resistir todo el verano, y puede acabarse cuando menos se piense.
Al día siguiente, el médico dijo que la casa de Tellería, situada en un barrio populoso, sombrío y mal ventilado, era lugar muy impropio para el enfermo. Se acordó trasladarle al hotel de León, situado en los bordes de la villa, bañado de aires saludables y protegido por un plácido silencio que lo hacía muy agradable. El enfermo no opuso resistencia a esto, como no la ponía a cosa alguna, y fue trasladado a la morada de su hermana.
Le instalaron en el piso bajo para evitarle subir escaleras, dándole por alcoba una pieza inmediata al despacho de León, y por sala para residir constantemente, el despacho mismo, vasto, claro, alegre. Ninguna de estas ventajas llamó su atención, porque lo mismo era para él un real palacio que la mazmorra más oscura. El primer día diéronle fuertísimas congojas, y tan continuadas que madre e hija se alarmaron mucho; mas él, luego que fue serenándose, sonreía con afabilidad y dulzura, diciéndoles:
-¿Por qué os asustáis? ¿Por qué lloráis? Yo no me asusto, ni lloro, sino que estoy alegre, más alegre cuanto más acerbo es mi padecer. De veras os digo que, al considerarme tan cerca de la muerte, contengo mi alegría, no sea que el gozo de verme libre de esta hedionda vestidura carnal despierte alguna vanidad en mi alma, u otro sentimiento desagradable a los ojos del Señor. Si me envanezco demasiado de morir, queridas de mi alma, puede que Dios me castigue, condenándome a vivir algún tiempo más.
Con León hablaba poco, casi nada, pues siempre que este iba a preguntarle por su salud o a acompañarle, hallábale entregado a sus prolijas devociones, cuyo plan no alteró jamás, ni aun en los días de mayor gravedad. Le llevaban de comer lo más escogido y lo más propio para su estómago; pero él tomaba siempre lo peor.
-No como esto -decía- porque me gusta.
Rogábanle que tomase tal o cual cosa de gran provecho para su salud; pero siempre a ello se negaba.
-Puesto que tu gusto es no tomarlo -le decía su hermana con admirable lógica-, mortifícate tomándolo.
Entonces sonreía y lo tomaba.
Iban a visitarle algunos sacerdotes, principalmente franceses, de esos de melena ahuecada y gracioso sombrero de tres candiles, corteses, finos, mundanos, limpios, y platicaban acerca de la casa de Puyoo. Había en tal tertulia un barniz elegante y ese tonillo relamido de ciertas sociedades. Rara vez se veía allí a los graves curas españoles, que, cuando son buenos, son los clérigos más clérigos, digámoslo así, de la cristiandad, verdaderos ministros de Dios por la seriedad real, la mansedumbre sin afectación y la sana sabiduría. Luis Gonzaga gustaba de la tertulia, pero más de la soledad; en aquella mostraba su agudo juicio, no exento de sal y gracejo; su piedad profunda, que era la admiración de todos, y su dicción grave, tiernamente apasionada. Todas las mañanas le llevaban en coche y con grandes precauciones a la iglesia, de donde venía tarde. Al regresar, meditaba a solas y de rodillas; no tomaba alimento sino cuando ya no podía sostener su cuerpo extenuado, y en mitad de la sobria comida solían sobrevenirle las congojas, que parecían rematar su trabajada vida en un suspiro.
No permitía que nadie le ayudase a vestirse y desnudarse, ni que le acompañaran de noche. María hizo notar a su esposo que algunas mañanas estaba el lecho intacto, señal de que había dormido en el suelo. Los blandos sillones y sofás que las industrias suntuarias han puesto hoy al alcance de todas las fortunas no conocían el contacto de sus huesos. Sentábase ordinariamente en una banqueta de rejilla sin respaldo, y allí estaba horas y horas rígido, sudoroso, fatigado. Cuando su cuerpo no podía tenerse derecho, arrimaba la banqueta a la pared y apoyaba la fatigada espalda, echando la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos y cruzando las manos. Parecía un reo a quien acababan de dar garrote.
No hablaba nunca de sus hermanos, ni de su padre ausente. La persona a quien mostraba más apego y algo de confianza era María. A León ni siquiera le miraba.
Frecuentemente era mortificado por escrúpulos, algunos de los cuales solía manifestar. Si por espacio de un cuarto de hora estaba su pensamiento ausente de las meditaciones sobre la muerte, al caer en la cuenta de su distracción sentía inquietudes y un vivo enojo contra sí mismo. Quería imitar en todo o al menos en lo posible al glorioso niño de quien tomó el nombre, aquella alma angelical y purísima que voló del mundo a los veintitrés años, abrasada por el fuego de la pasión mística, y que en su breve existencia fue mártir voluntario de la mortificación, un verdugo implacable de los propios sentidos, cultivador inmenso de la vida interna y que mutiló en su pensamiento y en su sentir todo lo que no fuera el ardiente prurito de salvarse.
Como el santo niño jesuita, Luis Tellería padecía horriblemente de la cabeza; repetíanle en la casa de Madrid las tremendas jaquecas que en Puyoo le daban con frecuencia, abrasándole el cerebro y conmoviendo su máquina toda, cual si, convertidos en molde sus sesos, cayese en ellos un metal derretido. Durante estos ratos de espantosa mortificación, su alma, replegada en sí misma, gozaba con el martirio; los dolores físicos eran recibidos allá dentro con un júbilo delirante que tenía su vanidad y su sibaritismo. No exhalaba una queja, y cuando sentía revolverse dentro de su cráneo las serpientes de fuego, su boca se le contraía para sonreír. A aquel San Luis mandole el prelado que no pensase tanto, para evitar un mal tan penoso. A este le decían lo mismo, y, gozoso de parecerse al santo, contestaba: «Mándanme que no piense tanto para que no me duela la cabeza, y más me duele de hacer esfuerzos para no pensar nada».
El médico le ordenaba diariamente calmantes y otras medicinas. Las tomaba por fórmula, cuando a ello le apremiaba su madre con ruegos y sollozos. La medicina que a él le gustaba era una correa erizada de picos de hierro que constantemente llevaba enroscada en su cintura, no más ancha que la de una niña de doce años. Su hermana se acercaba de noche a su cuarto, andando de puntillas para no ser observada, y en vez de hallarle descansando, le veía de hinojos ante el crucifijo que le habían puesto junto a la cama.
En la casa de Puyoo había hombres muy buenos, otros muy sabios, algunos listos y traviesos, y todos se hacían lenguas de la virtud de Luis y de aquel santo odio de sí mismo, que parece, a pesar de todas las declamaciones, forma algo anticuada de la religiosidad. Sin embargo, la misma tendencia de la devoción moderna a reconciliarse con el buen comer y el mejor dormir hacía más admirables las abstinencias y el voluntario martirio del hijo del marqués. Su fama era grande en toda la Congregación: se hablaba de él en Roma.
Vivía en estado de taciturna tranquilidad, y a pesar del gran cariño que tenía a sus padres, había logrado a fuerza de horribles luchas con su memoria, no pensar en ellos, para que cosa ninguna le pudiera apartar de la presencia continua de Dios, fin perpetuo de sus ansias y martirios. Al par que su santidad, descollaba su ingenio en el estudio, siendo tan peregrino y agudo, que en poco tiempo dominó la filosofía y teología, y supo defender conclusiones con tanto despejo, que los ergotistas más hábiles se quedaron pasmados. Pero esto mismo fue ocasión de gran desasosiego para su alma, porque el verse elogiado mortificaba su humildad, hasta que, temeroso de que su amor propio se despertara con las alabanzas, se fingió torpe. Su anhelo era que en la cátedra se le considerase como el último de los escolares. Sólo ante el riguroso mandato del superior renunció a hacer escrúpulos de sus talentos. Entre estos decollaba su razonar persuasivo y su elocuencia arrebatora, que arrastraba a la multitud y hacía llorar a los más empedernidos.
Obedecía a los superiores y observaba las reglas con prolijidad extremada: llegó a dominar de tal modo sus sentidos que al fin parecía no poseerlos, y su oído torpe y sus ojos, siempre fijos en el suelo, no se enteraban de nada. Pasaban las personas a su lado sin que las viera. Recorría a veces con sus compañeros un paseo, un camino cualquiera, sin darse cuenta de nada. Había hecho voto de no mirar jamás a la cara a ninguna mujer, como no fueran su madre y su hermana, y lo cumplía con todo rigor. Con tal sistema su alma debía ser de una pureza ejemplar, casi, casi, como la pureza del ser que no ha nacido.
Cuando los médicos anunciaron la terrible enfermedad, aseguró sentir una alegría inmensa, y se alegró tanto con la idea de padecer mucho y morir padeciendo, que hizo escrúpulo de aquella alegría, y preguntó al padre director si habría pecado en regocijarse tanto con la certeza de morir, y si esto sería un artificio de la vanidad. Tranquilizado sobre punto tan difícil, observaba su mal y aumentábalo a escondidas de los superiores con privaciones y una guerra oculta declarada a toda medicina.
La resolución de enviarle a su casa, cuando la muerte parecía segura, le afligió al principio; pero después tuvo una idea, un proyecto, y se dejó conducir a Madrid y enjaular en las lujosas salas abigarradas que le parecían la proyección externa de su propio mal, horrible, demoníaco, nauseabundo.
Y no obstante, él, contraviniendo las leyes naturales, cuidaba su enfermedad como se cuida una flor para que crezca; alimentaba aquella bestia inmunda que se lo comía, y gozaba al sentir chupado y mascullado su miserable cuerpo, que no era para él más que un estorbo. Solía decir: «El mundo no es más que un fétido callejón, donde la sociedad se agita con delirio carnavalesco. Estamos condenados a pasarlo vestidos con la repugnante máscara de nuestro cuerpo. Bienaventurados los que lo pasan pronto y pueden arrojar al fin la máscara para presentarse limpios ante Dios».
Este era el varón angelical, esta el alma inflamada, loca en que todo era fe y desprecio del mundo, de tal modo que ella sola bastara a dar a nuestro siglo lo que aún le falta, un santo, si el siglo no pareciese dispuesto a romper la turquesa de las canonizaciones. Verdad es que a Luis le faltaba el milagro, pero ¿quién sabe si los había hecho y los callaba, siguiendo su santa costumbre de escrupulizar su amor propio?
Alguien dijo que aquella santidad no era más que un papel bien representado; pero esto carecía de fundamento. Más cerca de lo cierto andaba quien dijo que la santidad, como la caballería, tiene sus Quijotes. En Luis todo era buena fe. Si engañaba a alguien, era a sí mismo. No puede negarse que era grande y heroico. Ninguno de los muchachos seminaristas que en todo tiempo han tratado de imitar a San Luis Gonzaga (porque esto ha sido una verdadera monomanía entre la juventud clerical) adelantó a Tellería en el esmero de la copia. Pero no se puede imitar lo inimitable y ¿de qué vale un remedo puntual de las acciones y de las palabras, descuidando quizás la asimilación de lo esencial?
Alguien dirá que este joven es una figura de otros tiempos. Pues no es de otros, sino de estos. Mas para verla es preciso ir a buscarla donde está, pues este no es un tipo de la Puerta del Sol. Existen, sí, estos niños seráficos para gloria de una ilustre congregación. El siglo XIX, el más rico de todos los siglos, el siglo enciclopédico por excelencia, tiene de esto, como tiene de todo. ¡Monstruosa síntesis de los tiempos, no se sabe a dónde irá a parar, barajando con sus propias invenciones y prodigios nuevos las reliquias y curiosidades que ha conservado de aquel atrás remoto!