La familia de León Roch : 2-09

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La familia de León Roch
Segunda Parte
Capítulo IX
La crisis​
 de Benito Pérez Galdós

Una hora después Monina y Tachana jugaban en la alfombra con cucuruchos y gallos de papel que León les había hecho, y este ponía orden en la mesa, apartando lo que pudo salvarse de la invasión. El ruido de la puerta hízole alzar la vista, y vio delante de sí a su suegro, el señor marqués de Tellería. Parecía envejecido, y su cara, más rugosa y amojamada que de ordinario, anunciaba una perturbación nerviosa, o tal vez la ausencia de algún menjurje con que acostumbraba rejuvenecerse. Como lamparillas que por falta de aceite pestañean, esforzándose en arder con humeante llama, así brillaban sus mustios ojos, revelando lágrimas o insomnio. Su vestir únicamente no había variado nada, y era siempre correcto y pulcro: pero su voz, antes tan resuelta como la de todo aquel que cree decir cosas de sustancia, era ya tímida, sofocada, hiposa, mendicante. León sintió en grado máximo lo que siempre había sentido por su suegro: lástima. Le señaló un sillón.

-Tengo calentura -dijo el marqués alargando la mano para que León le tomara el pulso-. Hace tres noches que no duermo nada, y anoche... creí morir de susto y vergüenza.

León pidió informes para juzgar las causas de tanta desventura y del no dormir.

-Te lo contaré todo. Para ti no puede haber secretos -dijo Tellería dando un gran suspiro-. A pesar de lo que ha pasado con María y que deploro con toda mi alma... ¡Oh!, todavía espero reconciliaros... pues a pesar de eso, siempre serás para mí un hijo querido.

Tanta melifluidad puso en guardia a León.

-¡Ah!, nos pasan cosas horribles... Se te erizarán los cabellos cuando te cuente, querido hijo... ¿Pero no es verdad que tengo calentura? Mi temperamento delicado y nervioso no resiste a estas emociones. ¡Ojalá no conozcas nunca en tu casa lo que ha pasado estos días en la de tus padres! He venido a contártelo, y ya ves, no sé como empezar, tengo miedo, no me atrevo...

-Yo lo comprendo bien -dijo León deseando poner fin al largo preámbulo telleriano-. Ha llegado el momento en que el sistema de trampa adelante se ha hecho insostenible. Todo acaba en el mundo, hasta la mentirosa comedia de los que viven gastando lo que no tienen; llega un día en que los acreedores se cansan, en que los industriales diariamente engañados, los tapiceros, los sastres, los abastecedores al por menor ponen el grito en el cielo, y ya no piden, sino que toman; ya no murmuran, sino que vociferan.

-Sí, sí -dijo el marqués cerrando los ojos-, ese día ha llegado. No se quiso hacer caso de mis saludables consejos, y ahí tienes la catástrofe, catástrofe horrible, cuyas consecuencias no puedes figurarte por más que tu imaginación... En una palabra, querido hijo, el embargo está pendiente sobre nuestras cabezas... No siento yo que se lleven los cachivaches que hay en la casa y que Milagros ha ido tomando de las tiendas sin pagarlos; lo que siento es el escándalo. Anteayer, un tendero de comestibles que ha ido a casa unas doscientas veces, armó en la escalera el jaleo de los jaleos. Yo oí desde mi despacho sus horribles denuestos; salí furioso; pero él había bajado ya y continuaba su arenga en medio de la calle. Ayer el dueño del coche se ha negado a servirnos, y no es esto lo peor, sino que me envió una carta insolente... Te la voy a enseñar...

-No, no es preciso -dijo León deteniendo la mano trémula del marqués, que rebuscaba en los bolsillos-. Ya supongo lo que dirá ese mártir.

-Ayer me citó el juez... Esos impíos tenderos, leñeros, alfombristas, tapiceros y mercachifles de todas clases, han presentado lo menos veinticinco demandas contra mí... ¡Qué horrible es referir estas miserias! Parece que me arden en la boca las palabras con que te lo cuento, y el sonrojo me quema la cara. Dime, ¿no tienes compasión de mí?

-Mucha -replicó León, realmente lleno de lástima.

-No me defiendo, no -dijo el marqués con voz melodramática y cerrando los ojos-. Ya se han agotado todos los recursos y se han cerrado todas las puertas. En alhajas no queda ya nada, ni las papeletas del Monte. Un prestamista a quien me dirigí ayer, el único en quien tenía alguna esperanza, porque con los demás no hay que contar ya, me recibió ásperamente, díjome palabras que no quiero recordar, y me despidió de su casa. ¡Oh! ¡Qué horribles confidencias, León! No sé cómo tengo valor para hacértelas; estoy revolviendo este muladar de miseria y deshonor en que he caído y me parece mentira que sea yo, Agustín Luciano de Sudre, marqués de Tellería, hijo del mejor caballero que vio Extremadura y heredero de un nombre que atravesó siglos y siglos rodeado de respeto.

-Es verdad -dijo León con severidad-, parece mentira, y más inverosímil aún es que habiendo sido sacado usted otras veces por manos generosas de ese muladar de vergüenza y miseria, se haya arrojado de nuevo en él.

-Tienes razón... he sido débil; pero yo solo no tengo la culpa -dijo el marqués, humillado como un escolar-. Mis hijos, mi mujer, me han empujado para que caiga más pronto. Y si te contara lo más negro, lo más deshonroso... ¡Ah!, León de mi alma, necesito contártelo, aunque estas cosas son de las que sólo se dicen a la almohada sobre que dormimos y aun diciéndoselo a la almohada se ruboriza uno. A ti no se te puede ocultar nada. Pero es tan duro decir... Todo lo que hay en mí de esta hidalguía castellana heredada de mis padres se subleva en mi alma y siento como si una mano me tapara la boca.

-Si no es absolutamente preciso para el objeto de su visita, puede usted callarlo.

Te lo he de decir, aunque me amarga mucho. Ya sabes que Gustavo tiene relaciones con la marquesa de San Salomó, relaciones que no quiero calificar. Pues bien, Gustavo... No creo que la idea partiera de Gustavo, creo más bien en sugestiones y astucias de Milagros... No sé cómo decírtelo, no sé qué palabras emplear tratándose de personas de mi familia. En resumen, Pilar San Salomó dio a Gustavo una cantidad, no sé con qué fin; cantidad que se apropió mi bendita mujer, no sé con qué pretexto. Ellos hicieron allá sus arreglos... no sé si hubo promesa de pago, algún documentillo... Mi hijo, que es caballero y se vio comprometido, tuvo una violenta escena con su madre anoche, a propósito de ese dinero, y... no puedes figurarte la que se armó en casa. Gustavo y Polito vinieron a las manos; tuve que hacer esfuerzos locos para ponerlos en paz... Poco después Gustavo se retiró a su cuarto; corrí tras él sospechando alguna cosa lamentable y le sorprendí acercándose una pistola a la sien... Nueva escena, nuevos gritos, con la añadidura de un desmayo de la marquesa... ¡Qué noche, hijo mío, qué noche tan horrible! Para colmo de fiesta, los criados, desesperanzados de cobrar, se han ido después de insultarnos en coro llamándonos... no, no lo digo; hay palabras que se resisten a salir de mi boca.

El marqués se detuvo desfallecido y jadeante. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente, y su pecho se inflamaba y se deprimía como el de quien acaba de soltar un peso enorme. Hubo una pausa que León no quiso de modo alguno cortar. El mismo D. Agustín fue quien, evocando el resto de sus gastadas fuerzas y poniendo la cara más afligida, más dramática, más luctuosa que cabe imaginar, exclamó:

-León, hijo mío, sálvame, sálvame de este conflicto. Si tú no me salvas, moriré, moriremos todos. Salva mi honrado nombre.

-¿De qué modo? -preguntó León fríamente.

-¿No ves mi deshonra?

-Sí; pero veo difícil que yo pueda evitarla.

-Dime, ¿tendrás valor para ver a tus padres pidiendo limosna? -dijo el suegro apelando a un recurso que creía de efecto.

-Estoy dispuesto a impedir que los padres y los hermanos de mi mujer pidan limosna. Pero si pretende usted que aplaque a sus acreedores; en una palabra, si pretende usted que pague sus deudas contraídas por el despilfarro, el desorden y la vanidad, para que luego que estén libres vuelvan la vanidad y el desorden a contraer nuevas deudas y a seguir viviendo y escandalizando, me veré en el caso sensible de responder negativamente. No una, sino varias veces he sacado a usted de atolladeros como este. Mucho propósito de enmienda, muchos planes de reformas; pero al cabo la enmienda ha sido gastar más. Usted, la marquesa, Polito han consumido la cuarta parte de mi fortuna. Basta ya: no puedo más.

La energía de León abrumó al pobre marqués, que estaba anonadado. La rudeza de la negativa quitole por algún tiempo el uso de la palabra. Al fin, balbuciendo y rebuscando las frases aquí y allá, como el que recoge las cuentas de un rosario que se rompe en medio de la calle, pudo hablar así:

-No te pido limosna... No está en mi carácter... Siempre que he apelado a tu generosidad ha sido... con garantía e intereses.

-Garantía de pura fórmula, intereses ilusorios que he admitido por delicadeza, para cubrir la donación con la vestidura de un préstamo hipotecario. ¿Qué garantía ha de dar quien ya no tiene ni tierras, ni casas, ni una hilacha que no esté en manos de los acreedores? Lo que yo he hecho no es generosidad, señor marqués, es un verdadero crimen. No he amparado a menesterosos, sino que he protegido el vicio.

-¡Por Dios! -dijo el marqués tembloroso y aturdido-, recuerda... Tus larguezas con mis hijos y con mi mujer han sido la correspondencia natural del amor que te tenemos... Acabemos, León, ha llegado el momento crítico de mi vida. Se trata de salvar la honra de mi casa.

-Su casa de usted ya no tiene honra, hace tiempo que no la tiene.

El marqués irguió su afeminada cabecilla; tiñéronse de una púrpura sanguinolenta sus apergaminados carrillos, y sus ojos brillaron como si hubiera pasado rápidamente por delante de ellos una luz. Creeríase que aquel hombre, tan debilitado moral como físicamente, buscaba en el fondo de su alma un resto de dignidad, y lo tomaba y lo esgrimía como el soldado cobarde que, no habiendo hecho nada durante la batalla, quiere en el último instante de la pelea contestar con una muerte gloriosa a los denuestos de sus compañeros. Pero León tenía sobre él tan gran ascendiente, que el desgraciado prócer no halló fuerzas para alzar la voz, y sólo pudo echar de sí un gemido. Dejando caer después su abatida cabeza sobre el pecho, oyó como un estúpido. Era el árbol carcomido y seco que esperaba el último hachazo.

-Su casa de usted no tiene ya honra -repitió León-, a no ser que demos a las palabras un valor convencional y ficticio. La honra verdadera no consiste en formulillas que se dicen a cada paso para escuchar debilidades y miserias; se funda en las acciones nobles, en la conducta juiciosa y prudente, en el orden doméstico, en la veracidad de las palabras. Donde esto no existe ¿cómo ha de haber honra? Donde todo es engaño, insolvencia, vicios y vanidad ¿cómo ha de haber honra? Puesto que estamos aquí en familia, podemos pasar una revista a la conducta de Milagros, a la de Polito, a la de usted mismo.

El marqués extendió la mano, queriendo rogar a su yerno con gesto suplicante que no pasara ninguna revista. León, sin embargo, creyó necesario decir algo.

-Te ruego -repuso Tellería con afligido tono- que no me recuerdes eso que amargamente deploro. Cierto es que he tenido devaneos... ¿quién no los tiene? El mundo es así... Eso ¿qué significa?... Ahora que me ahogo, León, dame la mano o déjame morir; pero no me inculpes, no me crucifiques más de lo que estoy. Es verdad que no debo apelar tantas veces a tu generosidad; pero las circunstancias en que tú y yo nos hallamos son muy distintas. Yo tengo hijos, tú no los tienes.

-Pero... -murmuró León.

Sin duda quiso decir: «Pero puedo tenerlos». El marqués contempló un rato a las dos niñas que jugaban en medio del cuarto.

-Para concluir -dijo León Roch-. Cuente usted con una pensión suficiente para vivir con modestia y decencia. Es todo lo que puedo hacer. Ni yo tengo minas de oro, ni si las tuviera bastarían a llenar una vez y otra esos hoyos que abren ustedes cada poco tiempo.

D. Agustín palideció, y mirando al suelo movió las mandíbulas, como quien revuelve en la boca el hueso de una fruta.

-Una pensión... -murmuró.

En efecto, la pensioncilla se le atragantaba, y aunque la gratitud impedíale protestar de palabra contra ella, bien claro decía su demudado rostro que aquella limosna vitalicia, arrojada por la compasión, sublevaba su orgullo y enardecía su sangre. Tal era su relajación moral que no se creía rebajado implorando un préstamo con garantías ilusorias, equivalentes a una reserva mental de no pagar nunca, y se sentía herido en lo más doliente de su ser al recibir una pensión que llamaba él una bofetada de pan.

Además su propio egoísmo le hacía rechazar una solución que no le sacaba de los apuros del momento. ¿Qué le importaba el porvenir ni aquella vida modesta y decorosa de que León le hablaba? ¿Qué entiende el tramposo de porvenir? Su afán es salvarse en las grandes crisis de escándalo para seguir después, alta la frente, seguro el paso por el mismo camino de la dilapidación y de la insolvencia, cuyos recodos y atajos conoce a maravilla. Pero el respeto del marqués a las conveniencias y su refinada cortesanía, obligábanle a velar su pensamiento y aun a mostrarse agradecido por aquel potaje de San Bernardino que su yerno le ofrecía.

-Una pensión... -dijo revolviendo en la boca lo que parecía hueso de fruta-. Eres muy generoso... yo te agradezco tu previsión. Verdad es que no resolvemos nada con esto. El naufragio subsiste, y tu pensión es una playa que está a cien leguas de distancia...

No supo decir otra cosa; pero palideció más, y sus ojos miraban con más fijeza al suelo. Determinábanse en él la ira y la contrariedad por una desfiguración facial que parecía envejecimiento rápido, instantáneo, milagroso. Su boca se fruncía entre dos pliegues hondos, y los pelos de su bigote desengomado tomaban direcciones distintas, cual si quisieran amenazar a todo el género humano. Sus mejillas de tez ajada y vinosa se le llenaban de arrugas, y bajo sus apagados ojos colgaban dos bolsas de carne blanducha. Hasta se podría creer que su cuello se hacía más delgado, sus orejas más largas y cartilaginosas, y que sus sienes oprimidas y surcadas de venas verdes tomaban el color amarillento de la cera de velas mortuorias. Cuando el inflexible yerno dijo con su tono decisivo e inapelable «la pensión y nada más que la pensión», D. Agustín de Sudre marchaba con veloz descenso a la decrepitud.

Después de meditar un rato sobre su desastrosa suerte, alzó la cabeza, y poniendo en sus labios una de esas contracciones en que se confunde la sonrisa del disimulo con el espumarajo de la rabia, dijo a su yerno:

-Eres muy complaciente y benévolo con nosotros; pero si mucho tenemos que agradecerte, también tú tienes motivos para guardarnos consideraciones. Ni siquiera nos hemos quejado al ver que has hecho desgraciada a nuestra querida hija.

-¡Que yo la he hecho desgraciada! -exclamó León con calma.

-Sí, muy desgraciada... y nosotros tan callados, por consideración a ti, por excesiva consideración... Pero al fin los sentimientos paternales se despiertan vivamente en nosotros y no podemos callar viendo el dolor de ese ángel... Pues qué ¿crees tú que la pena ocasionada por tu separación no la llevará al sepulcro?

Todos los seres, por diminutos que sean, tratan de morder o picar cuando se sienten aplastados. El marqués, herido en su orgullo y burlado en sus locas esperanzas, sacaba su aguijoncillo.

-Esa cuestión es harto complicada para tratarla de paso. ¿Quiere usted, como padre, recibir explicaciones? Si es así, preciso es confesar que ha tardado usted mucho en pedírmelas. Hace casi un mes que me separé solemnemente de María.

-Pero no por tardar dejo de hacerlo -dijo D. Agustín, reanimándose por creer que había caído en sus manos una de las armas que ponen al cobarde en mejor situación que el valiente-. Soy padre y padre amantísimo. Lo que has hecho con María, con aquel ángel de bondad, no tiene nombre. Primero la has atormentado con tu ateísmo y has martirizado cruelmente su corazón, haciendo gala de tus ideas materialistas... Pues qué ¿no merece ya ni siquiera respeto la piedad de una mujer, que, educada en la verdadera religión, quiere practicarla con fervor? Pues qué ¿ya no hay creencias, ya no hay fe, han de gobernarse el mundo y la familia con las utopías de los ateos?

-¿Qué sabe usted cómo se gobiernan el mundo y la familia, hombre de Dios? -dijo León, tomando a burlas la severidad de su suegro-. ¿Ni cuándo ha sabido usted lo que es religión, ni cuándo ha tenido creencias, ni fe, ni nada?

-Es verdad, yo no soy sabio, no puedo hablar de esto -replicó Tellería, reconociéndose incompetente-. No sé nada; pero hay en mí sentimientos tradicionales que están grabados en mi corazón desde la niñez; hay ciertas ideas que no se me han olvidado a pesar de mis errores, y con esas ideas afirmo que te has portado miserablemente con María y que al separarte de ella, has conculcado las leyes morales que rigen a la sociedad, todo lo que hay de más venerando en la conciencia humana.

Este trozo de artículo de periódico exasperó a León tal vez más de lo que la calidad de su interlocutor merecía. Pálido de ira, le dijo:

-Buenas están vuestras leyes morales; buenas están vuestras interpretaciones de la conciencia humana... Tienen gracia vuestras cosas venerandas. ¡Ah! Y yo he sido tan necio que he sufrido por espacio de cuatro años una vida de opresión y asfixia dentro de una esfera social en que todo es fórmula; fórmula la moral, fórmula la religión, fórmula el honor, fórmula la riqueza misma, fórmulas las mismas leyes, todos los días hechas, jamás cumplidas, todo farsa y teatro, en que nadie se cansa de engañar al mundo con mentirosos papeles de virtud, de religiosidad, de hidalguía. ¡Bonito modelo de sociedad, digna de conservarse perpetuamente sin que nadie la toque, sin que nadie ose poner la mano en ella, ni siquiera para acusarla! ¡Y yo, según usted, he faltado al respeto que merece este rebaño de hipócritas, bastante hábiles para ocultar al vulgo sus corrupciones y hacerse pasar por seres con alma y conciencia! ¡Y yo, que he sido un ser pasivo, yo que he visto y callado y sufrido, y ni siquiera me he opuesto a las aberraciones de mi mujer, más fanática pero menos criminal que los demás, he faltado a las leyes morales! ¿En qué ni de qué modo? ¡Pero sí, he tenido la imprudencia de adaptarme a las torpes reglas convencionales que allá se fabrican para hacerlas pasar por leyes! Es verdad que he sido cómplice callado y ocultador criminal del desorden, ayudando con mi dinero a los padres pródigos, a los hijos libertinos y a las madres gastadoras! He sido el Mecenas de la disolución, he dado alas a todos los vicios, al crimen mismo. Esta es mi falta, la reconozco.

Al principio enojado, después lleno de ira y al fin furioso, León daba golpes sobre la mesa, increpando con enérgica mano a su suegro, el cual se fue empequeñeciendo, reduciéndose a tan mínima expresión que el pobre señor tenía los ojos fijos, durante la filípica, en un vaso puesto sobre la mesa y consideraba que cabría muy bien dentro de aquel vaso.

Monina y Tachana, muertas de miedo al oír la voz enérgica de su amigo, recogieron sus cucuruchos y sus gallos de papel, y calladitas, sin atreverse a reír ni a llorar, se retiraron a un rincón de la pieza.

-Yo hablaba como padre -dijo el marqués con voz tan tenue que parecía salir del fondo del vaso.

-Y yo hablo como hombre herido en lo más delicado de su alma, como marido expatriado de su hogar por una Inquisición de hielo, y lanzado a las soledades del celibato de hecho por un fanatismo brutal y una fe sin entrañas. Esas leyes morales de que usted me hablaba me condenarán a mí, lo sé, y me condenarán por lo que llaman ridículamente mi ateísmo, cuando los verdaderos ateos, los materialistas empedernidos son ellos, son esos que se visten toga de juez para acusarme, lo mismo que se vestirían el saco de Pierrot para bailar en un sarao. Aunque no les creo dignos de recibir una explicación mía, sepan que soy la víctima, no el verdugo, y que estoy decidido a no respetar, como hasta aquí, los dictámenes de los hipócritas, ni las sentencias de los corrompidos. Yo obraré por cuenta mía, yo sé dónde están las verdaderas, las inmutables leyes: no haré caso de formulillas ni de recetas. ¡Qué placer tan grande despreciar, no ya secreta, sino públicamente, lo que no merece ningún respeto, ese tribunal, esa sentencia fabricada con el voto y con los pareceres de todos los despojados de sentido moral, de los concusionarios, de los hipócritas, de los mojigatos viciosos, de los viejos amancebados, de las mujeres locas, de los jóvenes decrépitos, de los negociantes en fondos públicos y en conciencias privadas, de los que quieren ser personajes y sólo son simios de los que todo lo venden, hasta el honor, y de los que no se venden porque no hay quien los quiera comprar, de los que se dan aires de gravedad sacerdotal, siendo seglares, y son un verdadero saco de podredumbre con figura humana, de los hombres menguantes o cobardes o débiles, de todos los que se empeñan en constituir la base de la sociedad y no vacilan en sostener que todo el género humano sea a su imagen y semejanza!... Allá se queden esos... yo me aparto, me retiro solo, dejando a mi desgraciada esposa lejos de mí, por su voluntad, no por la mía. Miraré desde lejos ese espectáculo edificante. Allá se entiendan... Vivan al día; gasten lo que no tienen; hagan novenas; reciban coronas y alabanzas de los adúlteros; fomenten el vicio; repártanse el dinero de la riqueza territorial entre los sacristanes y las bailarinas; púdranse las familias y acaben en generaciones de engendros raquíticos; hagan de las cosas más serias de la vida un juego frívolo, y conservando en sus almas un desdén absoluto a la virtud, a la verdadera piedad, invoquen con su lenguaje campanudo una moral que desconocen y un Dios que niegan en sus actos. ¡Ateos ellos, a menos que Dios no sea un vocablo cómodo! ¡Ateos ellos mil veces, que miden la grandeza de los fines divinos por la pequeñez y la impureza de sus corazones de cieno!

El ardor de sus palabras había secado su boca. Tomó el vaso que estaba sobre la mesa, aquel mismo vaso en que el marqués hubiera querido meterse, y bebió un sorbo de agua. El infeliz acusado se había empequeñecido tanto que ya no miraba al vaso, sino a una cajilla de cartón, y parecía decir: «¡Qué bien estaría yo ahora dentro de esa caja de fósforos!».

Como buen cortesano y dueño absoluto de una multitud de conceptos comunes para todas las ocasiones, aun las más críticas, Tellería halló el modo de decir alguna palabra que le sacase de su desairada situación, sirviéndole para disimular la gran confusión en que estaba.

-No te seguiré por ese camino -dijo estirando el cuerpo y ahuecando la voz-. No imitaré tu lenguaje violento. Yo he invocado las leyes morales y las invocaré siempre en este asunto... Te has portado mal con mi hija, con la sociedad... Así lo siento y así lo he de decir... Insisto en lo inexplicable del desaire que has hecho a María, esposa fiel y honrada; insisto en lo misterioso de tu separación... Yo no puedo ver en eso un hecho ocasionado simplemente por el fanatismo de María; yo sospecho que tú...

El marqués se detuvo. Oyose la voz de Tachana llorando. Ella y Monina se habían metido en un rincón detrás de una silla, al través de cuyos palos contemplaban, llenas de susto, a los dos hombres que tan acerbamente discutían. Cansadas al fin de estar allí, empezaron a reñir una con otra. Ramona dio un bofetón a su compañera.

-¿Qué niñas son estas? -dijo el marqués vivamente-. ¿No es aquella rubia la nietecilla del marqués de Fúcar, la hija de Pepa?...

-Sí. Monina, ven acá.

-¿No está aquí Suertebella?

-Aquí cerca.

-Ya...

El marqués se levantó. Tenía su idea. Aquel hombre, tardo en el juicio, y que rara vez podía gloriarse de ser propietario de un pensamiento, pues pensaba con la lógica ajena, así como hablaba con las frases hechas, sintió su lóbrego cerebro invadido por una luz extraña. ¡Oh! Sí; él, él también tenía su idea, y no la cambiara por otra alguna.

-Adiós -dijo secamente a su yerno, poniendo una cara muy seria, tan exageradamente seria que parecía cómica.

-Pues adiós -replicó León con calma.

-Nos volveremos a ver y hablaremos de las leyes morales -añadió don Agustín-. Hablaremos también de la desgracia de mi hija, del abandono de mi hija, del honor de mi hija. Esto es muy serio.

Y se crecía, se crecía de tal modo, que ya no cabía en la cajilla, ni en el vaso, ni en el sillón, y hasta el cuarto parecíale pequeño para contener su gigantesca talla.

-Hablaremos ahora.

-No... necesito calma, mucha calma. Mi hija debe ponerse al amparo de las leyes. Voy a comunicar mi pensamiento a la familia... El asunto es gravísimo. ¡Mi honor!...

-¡Ah! Su honor de usted -dijo León riendo-. Bien, le buscaremos, y cuando parezca, hablaremos de él... Adiós.

El marqués se retiró. Aunque apenadísimo por el mal éxito de su tentativa pecuniaria, se sentía orgulloso, hinchado. Algo muy grande sentía dentro de sí que, dilatándose, le hacía crecer de tal modo que ya no cabía en la escalera, ni por el portal, casi no cabía en la calle, ni en el campo, ni en el universo. Era su idea, que entró casi invisible y crecía dentro, sugiriéndole con fecundidad asombrosa otras mil ideas subordinadas, las cuales le halagaban, poniéndole a él muy alto y a los demás muy bajos. ¡Qué bueno es tener una idea, sobre todo cuando esa idea nos consuela de nuestra infamia con la infamia de los demás, haciéndonos exclamar con orgullo:

-¡Todos somos lo mismo, lo mismo!


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