La familia de León Roch : 3-05
El narrador no cree haber faltado a su deber por haber omitido hasta ahora que los Tellería corrieron en tropel a Suertebella desde que llegó a su noticia el grave mal y estado de María. Tan natural es esto, que el lector debía darlo por cierto, aunque las fieles páginas del libro no lo dijeran terminantemente. Lo que sí conviene apuntar, por si la posteridad, siempre entrometida y buscona, tuviera interés en saberlo, es que en la mañana de aquel célebre martes (el día de la misa de rogativa, de la visita de Paoletti y de la partida de Pepa), la marquesa de Tellería, el marqués y Polito oyeron atónitos, de boca de León Roch, estas enérgicas palabras:
-No se puede ver a María.
-¿Hoy tampoco? ¡Lo oigo y no lo creo! -exclamó Milagros, sin poder contener su ira-. ¡Prohibir a una madre que vea a su pobre hija enferma!...
-¡Y a mí, a su padre!...
Polito no decía nada y se azotaba los calzones con un junco que en la mano traía.
-¿Qué razón hay para esto?
-Alguna razón habrá cuando así lo dispongo -dijo León.
-Yo quiero entrar a ver a mi hija. Yo quiero velarla, asistirla.
-Yo la asisto y la velo.
-¿No nos das ninguna razón, ¡por Dios!, ninguna explicación de esa horrible crueldad? -dijo el marqués poniéndose severo, que era lo mismo que si se pusiera cómico.
León les habló del delicadísimo estado moral de María y del gran temor que a él le inspiraban las indiscreciones de su familia si esta entraba en la alcoba de la enferma.
-¿Está sola en este instante?
-Está con su confesor.
Y la marquesa llevó aparte a su yerno y le dijo:
-Verdaderamente no creí que llegaras a tal extremo. Explícate, explícame las monstruosidades que han pasado aquí... ¡Ah! Mi pobre y desventurada hija ignora, sin duda, que se halla en la misma casa de la querida de su esposo... Temes que le abra los ojos, temes que la verdad salga de mis labios como sale siempre, espontánea, natural... porque no sé fingir, por que no sé hacer comedias.
-¡Oh! No, señora, yo no temo nada -dijo León, deseando cortar la disputa-. Pero usted no verá a su hija hasta que ella no se restablezca.
-¿Y qué autoridad tienes tú sobre la mujer que has despreciado?... ¿O es que estás arrepentido de tu conducta y quieres...?
La marquesa cambió de tono y de semblante. Aquella trágica arruga de hermosa frente desapareció como nubecilla disipada por el sol; brillaron su ojos con animación juvenil, y hasta parecía que el disecado pajarillo de su elegante sombrero aleteaba entre las gasas.
-¿Acaso hay proyectos de reconciliación? -dijo entre agrias y maduras-. Si los hay, no seré yo quien los estorbe... Como vayan precedidos de arrepentimiento...
-No hay ni puede haber proyectos de reconciliación -dijo bruscamente el yerno, a punto que entraba en la sala el marqués de Fúcar.
Este, sobreponiéndose a su tristeza para cumplir los deberes que le imponía su condición de castellano de aquel magnífico castillo, se presentó a saludar a los Tellería, a compadecerles por la enfermedad de la pobre María, a rogarles que dispusieran de la casa y de cuanto en ella había. Y como el triste caso que allí los llevaba no era cosa de un momento, el generoso marqués de Fúcar, atento a dar a su hospitalidad un carácter grandioso y caballeresco, conforme a la resonancia europea de su nombre, invitaba a los Tellería a permanecer allí todo el día, toda la noche y todos los días y noches siguientes y a comer, cenar, tomar un lunch, un pic-nik o hispano piscolabis, a descansar, dormir, disponer de la casa entera, pues allí había mesa, despensa, bodega, servidumbre, camas para la mitad del género humano, caballos para pasear, flores en que recrear la vista, etc., etc.
-¡Oh!, gracias, gracias... cuánto agradecemos...
La mano de Fúcar fue estrujada por la de Tellería, que en su emoción no pudo decir nada. En las grandes ocasiones, el silencio, una mirada al cielo y un apretón de manos son más elocuentes que cien discursos sobre la generosidad con que algunos seres nos hacen olvidar que vivimos en un siglo corrompido por las ideas materialistas. La marquesa se esforzaba en dar a su cara la expresión que, según ella, cuadraba más a su occidental belleza, o que mejor realzaba aquellos pálidos restos, bastante valiosos aún para lucir mucho si el arte, la coquetería, la palabra misma, discreto artífice, los combinaba bien y los presentaba en buena y proporcionada luz. Empeñando conversación mundana con Fúcar, supo llevar a este por las vías sentimentales con tanta gracia y donosura que el agiotista la oía con encanto.
Al mismo tiempo Tellería llevaba a León junto a la ventana para decirle con acento majestuoso:
-Las cosas han llegado a tal extremo, y tu conducta es tan ruin y vituperable en apariencia, que necesitas darme una explicación completa, aunque para ello sea preciso llevarte a un terreno...
-Al terreno del honor -dijo León con sarcasmo-. Vea usted: ese es un terreno al cual no será fácil que vayamos juntos...
-Comprendo que un padre político... No es que yo quiera agravar el escándalo con otro escándalo mayor. Nosotros confiamos aún en tu caballerosidad, en lo que todavía queda en ti de esa hidalguía castellana que los españoles no podemos desechar aunque queramos... y si Dios te tocase el corazón y te reconciliaras de un modo durable con mi querida hija...
-No me reconciliaré.
-Entonces...
El marqués lanzó a su hijo político una mirada que, dado el carácter promiscuo, entre cómico y serio, del ilustre personaje, podía calificarse en el orden de las miradas terribles.
-Entonces, yo sé lo que debo hacer.
Estaban en el salón japonés, lleno de figuras de pesadilla. Por sus paredes de laca andaban, cual mariposas paseadoras, hombrecillos dorados, cigüeñas meditabundas, tarimas de retorcidos escalones, árboles que parecían manos y cabezas que parecían obleas. Las figuras humanas no asentaban sus redondos pies en el suelo, ni los árboles tenían raíces; las casas parecían volar lo mismo que los pájaros. Allí no había suelo, sino una suspensión arbitraria de todos los objetos sobre un fondo oscuro y brillante como un cielo de tinta. Los desabridos rostros japoneses parecían hacer con su estupidez castiza el comentario más elocuente de la escena viva, y las mariposas de oro y plata reproducían, por arbitrio de la fantasía en aquella especie de estancia soñada, la sonrisa jeroglífica de la marquesa de Tellería. Cacharros de color de chocolate poblaban rincones y mesas; y viendo los ídolos tan graves, tan tristes, tan feos, tan hidrópicos, tan aburridos se hubiera creído que estaban comentando en teología mística asiática la tristeza indefinible de D. Agustín Luciano de Sudre.
Como se pasa de una página a otra en libro de estampas, así se pasaba de la habitación japonesa al gran salón árabe, donde estaba el billar, y en él Leopoldo. Con su tarugo de aspirar brea puesto en la boca, a guisa de cigarro, se entretenía en hacer carambolas.
Un lacayo se le acercó:
-¿Ha llamado el señorito? -dijo.
-Sí -repuso el joven sin mirarle-. Tráeme cerveza.
Ya se marchaba el lacayo y Polito le volvió a llamar para decirle:
-¿Se servirán pronto los almuerzos?
-Dentro de un momento.
Y siguió haciendo carambolas.
El marqués de Fúcar se retiró por un momento del salón japónico.
Un maître d'hôtel rubio y grave, reclutado en cualquier cafetín de París, y que se habría parecido a un lord inglés si no lo impidiera su servilismo melifluo y su agitación de correveidile, se acercó a la marquesa para pedirle órdenes.
-¡Oh!, no -dijo esta-. Tomaré muy poca cosa... ¿Hay gateau d'écrevisses?... ¿No?, bueno, no importa. Las pechugas ahumadas no me gustan. Mi beefsteack que esté poco hecho.
-No olvide usted -dijo el marqués a aquel hombre benéfico, cuyo frac negro parecía el emblema de la caridad cristiana a la cual se deben los hospicios-, no olvide usted que yo no bebo sino Haut Sauternes.
Fúcar reapareció bastante melancólico, pero apresurado, indicando con esto que las tristezas no son incompatibles con el almorzar. Era un poco tarde, y los cuerpos necesitaban reparación. La marquesa, D. Agustín, Polito, el Sr. de Onésimo, que llegó cuando los demás estaban en la mesa, hicieron honor, como se dice en la jerga gastronómica, a la cocina del marqués de Fúcar. O por delicadeza de estómago o porque la aflicción de su ánimo le cortara el apetito, ello es que Milagros apenas probó algunos platos.
-No se deje usted dominar por la pena -le decía D. Pedro-. Es preciso hacer un esfuerzo y tomar alimento. Yo tampoco tengo ganas; ¿pero de qué sirve la razón? Hago un esfuerzo y como.
Buena prueba de los esfuerzos de don Pedro era un beefsteack que entre manos y boca traía, el cual, pedacito tras pedacito, pasaba a su estómago dejando en el plato la sangre bovina revuelta con manteca y limón. La marquesa, después de las ostras, no hacía más que picar y catar, tan pronto apeteciendo como desdeñando, y el marqués se encariñaba con las cosas picantes y afrodisíacas, obsequiándolas, risueño, con una mirada galante y después con las traidoras caricias de su tenedor. Las trufas, las saucisses trufadas, la rica lengua escarlata de Holanda y otras cosillas más aperitivas se ofrecían a su paladar con provocativos encantos.
-¿Y Pepa? -dijo bruscamente el marqués de Onésimo.
-Está en Madrid -replicó Fúcar, sin alzar los ojos del plato, donde el solomillo parecía representar el Tesoro español por lo recortado y empequeñecido.
Siguió a estas palabras un largo silencio, que rompió al fin el mismo D. Pedro, diciendo a la marquesa:
-¡Oh!, amiga mía... hay que sobreponerse al dolor... Además, la situación no es desesperada... María está bien hoy... ¿Llora usted?... A ver... esta media copa de Sauternes.
La marquesa no rehusó el obsequio. Después de apurar el vino, dijo así:
-Veremos si ese tigre de mi yerno me permite esta tarde ver a mi hija.
Deseando Fúcar hablar de asuntos menos aflictivos, sacó a relucir las voces que corrían acerca de la próxima boda de Polito con una riquísima heredera cubana, cuya familia, recién venida a Madrid, metía bastante ruido en la villa con la ostentación de una colosal fortuna. Desmintió la marquesa el rumor y Leopoldo lo confirmó indirectamente, con frases en que aparecía la modestia enmascarando a la vanidad. Los rumores eran ciertos, como lo eran el noviazgo y las pretensiones del joven, y su seguimiento cotidiano de la chica, a caballo y a pie; mas, a pesar de esta cacería ecuestre y pedestre, lo de la boda era un puro mito, sin otra realidad que la que tenía en el deseo ardentísimo de Milagros de ver a su hijo poseedor de un caudal limpio y gordo. La familia de Villa-Bojío, a pesar de tener amistad con la de Sudre, se oponía a las aspiraciones de Leopoldo; pero Milagros trabajaba en silencio con diplomacia y finura para que aquel sueño de oro fuera un hermoso despertar de plata.
Agotado el tema, retirose Milagros del comedor. Un lacayo presentaba al marqués y a Polito los mejores cigarros del mundo. Era aquel artículo, digámoslo en términos de comercio, el más superfino de cuanto abastecía la casa del millonario. Sus corresponsales de la Habana le mandaban para su uso lo mejor de lo mejor, en recompensa de aquella gracia y arte mágico con que se las componía con la Administración para hacer fumar al país lo peor de lo peor.
Estallaron fósforos y chuparon labios.
-Polito -dijo el marqués-, si quieres dar un paseo, dile a Salvador que ensille a Selika.
El benemérito jinete de caballos ajenos no se hizo de rogar y bajó al punto al picadero. D. Pedro dio un suspiro, hizo una seña al marqués de Fúcar y al marqués de Onésimo, dos marqueses subalternos, el uno de raza y el otro de administración, que observando la fisonomía del marqués del dinero parecían tributarle culto idolátrico, acatándole con sus miradas e incensándole con sus aromáticos puros. Acercáronse entrambos, D. Pedro bajó la voz y, con entristecida cara, les comunicó un pensamiento, una noticia, un hecho. Así, trasegando la pena de su afligido corazón al corazón de los amigos, el digno prócer se sentía aliviado, respiraba con más desahogo, hasta podía soltar un chascarrillo y reír con aquella carcajada congestiva que oímos por primera vez en la casa de baños.
-¡Qué vida esta!... ¡Qué alternativas, qué inesperadas peripecias!... Luego esta pícara tendencia del corazón humano a exagerar las penas, pintándoselas como irremediables...
Onésimo se quedó estupefacto al oír el hecho referido por su insigne amigo. Creeríase que su cabeza, totalmente absorbida por las altas especulaciones bancarias y por la metafísica de hacer empréstitos, no comprendía aquel hecho vulgar. El de Tellería se llenó de alborozo oyendo las palabras tristes que salían de los labios de Fúcar, y tuvo una idea propia, una idea felicísima. Él la acariciaba en su mente, contemplando con los ojos del cuerpo las pinturas decorativas del comedor de familia, en cuyas paredes se veía representado un verdadero diluvio de animales muertos, perdices, conejos, ciervos, cangrejos, y otro diluvio de frutas, berzas, pepinos y mariposas. El roble tallado también ofrecía medallones de cacería, bocas tocando trompetas venatorias, perros corriendo, manojos de perdices y mil representaciones diversas del reino alimenticio, de tal modo que el comedor parecía el palacio de la indigestión.