La familia de León Roch : 2-12
La crisis porque pasaba la casa de Tellería continuaba sin resolución. Era tan grande el desastre, que parecía locura pensar en ponerle remedio, y sólo quedaba el recurso de disimularlo hasta donde fuera posible. Antes de llegar a una bochornosa declaración de pobreza, los histriones incorregibles apuraban todos los artificios para prolongar su reinado exterior; y si en sus soliloquios domésticos decían: «estamos sin criados; no hay tienda que quiera abastecernos; carecemos hasta de ese pan de la vanidad que se llama coche», públicamente era preciso hacer creer que todos estaban enfermos... ¡El marqués!, ¡ah!, sufría horriblemente de su reuma. La marquesa, ¡ah pobrecita!, se hallaba en un estado espasmódico muy alarmante... La familia toda gemía bajo el peso de una gran tribulación. No se recibía ni a los íntimos, no se daba de comer ni a los hambrientos, no se paseaba, no se iba ni a los estrenos ruidosos. La iglesia era lugar propicio para mostrarse con entristecido continente. ¿Qué cosa más edificante que ir a escuchar la palabra de Dios y derramar una lágrima delante de la que es consuelo de los afligidos? ¡Pobre Milagros! Los feligreses que la veían entrar y salir, dando con su compunción ejemplo a los más tibios, tributaban a su pena el debido homenaje, diciendo: -¡Infeliz señora, cuánto ha padecido con sus hijos!
La tertulia de la San Salomó, refugio de la desgraciada familia, era una reunión escogida, de poco bullicio, a donde iban algunos poetas, guapísimas damas, media docena de beatos y otros que lo parecían sin serlo. Allí se hablaba mucho de Roma, se leía L'Univers y se recitaban versos muy cargados de perfume religioso, y entre los vapores sofocantes de tal incienso se excomulgaba a todo el género humano. Se anunciaba con anticipación cada discurso político de Gustavo Sudre para que se preparase a aplaudir la alabarda (no hay otra palabra) de uno y otro sexo; se fabricaban reputaciones de mancebos recién salidos de las aulas, y que ya eran cual un San Pablo, cual un San Ambrosio, bien un Tertuliano o un Orígenes, por lo que toca al talento, se entiende; en una palabra, la tertulia de San Salomó tenía ese marcadísimo carácter de club, que es un fenómeno muy atendible de la sociabilidad contemporánea. Las pasiones políticas han subido la escalera y rugen entre el placido aliento de las damas. Ya se conspira más en los salones que en los cuarteles, y hasta los demagogos encuentran de mal gusto las logias. La tertulia de que hablamos era, pues, un club de cierta clase, así como hay tertulias que son el Grande Oriente del doctrinarismo, y otras que lo son de la democracia.
La marquesa era joven, bonita, alta y bien distribuida de miembros, aunque un poco ajada; graciosa, amante de los versos, sobre todo cuando tenían mucha melaza mística y palabreo de cándidas tórtolas, palmeras de Sión, etc., furiosa enemiga de toda la cursilería materialista y liberalesca, y delirante por los discursos contra esa basura de la civilización moderna. Elegante y muy discreta, sabía hacer brevísimas las horas a sus fervorosos tertulios; tenía el don de salpimentar con gracia mundana y joviales conceptos el constante anatema que allí se fulminaba, y mantenía en su casa y en su mesa un delicioso confortamiento que agradaba a los patriarcas, a los poetas, a los San Agustines y a los San Ambrosios. Sin duda ellos perjuraban interiormente que eso de ser cenobita es mejor para dicho que para practicado. El marqués de San Salomó, hombre también que se hubiera dejado asar en parrilla antes que ceder ni un ápice de sus doctrinas, ¡vaya si tenía doctrinas!, era el menos asiduo en las tertulias. Iba mucho al teatro, al casino o a otros pasatiempos oscurísimos. De día recibía en su despacho a los toreros, caballistas, cazadores de reclamo, derribadores de vacas, y este sport burdo y de mal gusto, junto con las barrabasadas de sus compañeros de aventuras, constituía las tres cuartas partes de su conversación y de sus ideas. Era rico, y tenía asignada a su mujercita, a más de la partida de alfileres, otra no floja para los triduos y novenas. Había en la administración de la casa una cuenta corriente con el Cielo. De la que el marqués tenía abierta con las bailarinas, no es ocasión de hablar.
Aquella noche (y todos los datos comprueban que fue la noche del día, recuérdese bien, en que el marqués visitó a León Roch), la de Tellería hablaba animadamente con un señor viejo y engomado, caballero de no sabemos qué orden, varón inocentísimo, no obstante su jerarquía militar, pues era uno de esos generales que parecen existir para probarnos que el ejército es una institución esencialmente inofensiva.
-No intente usted consolarme, general. Estoy abrumada de pena... Usted ha dicho, en preciosos versos, que el corazón de una madre es tesoro inagotable de sufrimiento; pero el mío ya está hasta los bordes, el mío no puede resistir más, se rebosa.
-¿Y de qué sirve la resignación cristiana, querida? -dijo aquel Marte, cuya inocencia envidiarían los querubines a quienes pintan sólo con cabeza y alas-. El Señor enviará a usted consuelos inesperados. ¿Y María, está resignada?
-¿Cómo ha de estar ese ángel? ¡Pobre hija mía! ¡La crucificarán y no exhalará un gemido!... Dios permite siempre que los seres más virtuosos y más santos se vean sujetos a mayores pruebas. Como a mi adorado Luis, a María la quiere Dios para sí: a aquel le dio padecimientos físicos, a esta se los da morales.
-Cada día -dijo el general, haciendo un movimiento de horror que daba cómica ferocidad a su cara de arcángel con bigotes blancos- vemos que aumenta el número de los escándalos, de las miserias, de las desvergonzadas infamias... Cada día disminuye el respeto a las leyes divinas y humanas... No se ve un carácter entero, no se ve un rasgo caballeresco, no se ve más que descaro y cinismo... Juzgue usted, querida Milagros, a dónde llegará una sociedad que cada día, cada hora se aparta más de las vías religiosas... Pero no, ¡pese a tal!, aún hay santos, señora, aún hay mártires. Su hija de usted, abandonada cruelmente por su marido, a causa de su misma virtud, y precisamente por su inaudita virtud, precisamente por su virtud, repitámoslo mil veces, es un ejemplar glorioso, es más, es una enseña, una bandera de combate.
Era ciertamente una bandera de combate. En el salón había varios grupos, y en todos se hablaba de lo mismo. ¡Abandonarla sólo por la misma sublimidad de su virtud!... Esto merecía la ira del Cielo, esto clamaba venganza, un nuevo diluvio, la sima de Coré, Dathán y Abirón, el fuego de Sodoma, las moscas de Egipto, la espada de Atila... De todas estas calamidades, la que parece prevalecer hoy, cuando los extravíos de los hombres exigen enmienda, es la de las moscas de Egipto, pues esta muchedumbre picona es lo que más se asemeja a la cruzada de chismes, anatemas de periódico y excomuniones laicas con que la gente de ciertos principios azota a la humanidad prevaricadora.
-Si la separación hubiera sido por otros móviles... -decía un poeta a un periodista-, podría tolerarse... pero ya es un hecho evidente que León...
Siguió un cuchicheo mezclado de risillas. Dos viejas metían su hocico en el grupo para aspirar con delicia la atmósfera de maledicencia, más grata para ellas que el aroma de finísimas rosas.
-Hace tiempo que yo lo sospechaba -dijo la de San Salomó a un diputado que ocupaba el sillón arzobispal en el coro ultramontano-. Pepa Fúcar es una descocada. En esa casa de Fúcar la moral ha sido siempre un mito. El modo de hacer millones corre parejas con el modo de querer. Hay familias predestinadas.
-Sin duda las relaciones de León con Pepa son antiguas -dijo el diputado, que gustaba mucho de comer en casa de San Salomó, y que solía agradecerlo aceptando con aumento las insinuaciones malignas de la marquesa.
-Por lo que se sabe ahora y por ciertos datos que yo tenía -indicó Pilar, saludando con una mirada de reconvención a Gustavo, que a la sazón entraba-, puede asegurarse firmemente que son muy antiguas.
Después siguió hablando al oído de aquel digno hombre, que, a pesar de estar resuelto a no asombrarse de nada malo, no pudo ocultar su pasmo y perplejidad.
-¡Hija de León! -murmuró.
No lejos de allí, el marqués de Tellería expresaba una idea nueva, enteramente nueva; una idea que salía de su boca entre alambicadas frases, que eran como los cuidados de que la rodeaba el cariño paternal. Esta idea era que todos somos iguales, que no hay nadie que sobresalga, que el mundo es horriblemente uniforme; que él (el marqués) va perdiendo la fe en la tradicional y proverbial caballerosidad del pueblo español...
-Se ve palpablemente la ruina y acabamiento de la sociedad -declaró el general-; y aún hay ilusos que no quieren creerlo, lo cual no empece que sea cierto... Observen ustedes un hecho, un hecho inconcuso...
Todos miraron al general, esperando la declaración de aquel hecho que podría parecer una batalla, según la expresión de valor negativo con que el general lo anunciaba.
-Observen ustedes este hecho. Siempre que hay un escándalo, un ruidoso escándalo, véase quién lo ha producido. ¿Quién lo ha producido? Pues un hombre sin religión, uno de esos homúnculos enfatuados y soberbios que insultan con su desprecio a la moral cristiana, y a quienes vemos por ahí haciendo gala de una fortaleza impudente, alzar la fronte e minacciar le stelle .
Un silencio solemne, señal del asentimiento más solemne aún de los circunstantes, acogió estas palabras. Entre el diputado arzobispal y un periodista trabose ligera disputa sobre si León Roch era un criminal de ligereza o criminal de perversión.
-Desengáñese usted -dijo el diputado-, la corrupción es general; pero si los que tienen fe están en situación de enmienda probable, y por consiguiente, en la posibilidad de salvarse, los racionalistas caminan a su completa ruina. Ellos han desquiciado este admirable edificio moral de la sociedad española; han derribado el templo, como Sansón, y como Sansón perecerán entre los escombros.
La de San Salomó y Gustavo hablaban en voz baja donde los demás no podían oírles.
-Es preciso, es indispensable -afirmaba ella- decirle la verdad a María.
-¿La verdad?... No nos fiemos de apariencias. Yo no he formado aún juicio sobre la conducta de León. Mientras yo no le vea y le hable, nada diré a mi hermana.
-Pues se le dirá.
-Pues no se le dirá.
Pilar mostraba un empeño maligno, una impaciencia de mujer quisquillosa, de esas que creen carecer del aire respirable todo el tiempo que tardan en clavar su aguijón en el pecho de la amiga.
-Aseguro que se le dirá -añadió, mostrando las ventanillas de la nariz muy dilatadas, la mirada viva, demudado el color.
-En asuntos de mi familia, mi familia decidirá.
-¡Oh!, también he decidido yo en asuntos de tu familia -dijo Pilar, dando al tu familia una entonación impertinente.
-No ha sido con mi aprobación -repuso Gustavo, que contenía en su pecho la ira.
Estaba pálido: su frente, su ceño, su seriedad hosca anunciaban tormentas pasadas. Tiempo vendrá de conocerlas.
-Me anuncia este padre de la patria -dijo Pilar alzando la voz- que no pronunciará mañana el discurso contra la totalidad del artículo veintidós.
Sonó un rumor de descontento.
-El presidente le concederá aplazar el turno.
-¡Y yo que tengo las papeletas en casa!
-¿Cuándo será?
-Este triste asunto de su hermana -dijo la de San Salomó, mirando a Gustavo con expresión de afectada pena- le ha trastornado el cerebro.
Gustavo se acercó al grupo en que estaba su madre.
-Serénate, chico -le dijo esta con acento cariñoso-. Todos padecemos tanto como tú; pero no nos falta paciencia.
-Pues a mí me falta.
-¿Han tratado ustedes de averiguar la verdad de lo que se dice sobre el pobre león? -dijo a la de Tellería el diputado arzobispal, que en aquellos lugares asumía la autoridad de cien concilios.
-¡Oh!, sí, no nos faltan datos. Hoy estuvo allá Agustín... le vio, quiso hacerle comprender su deber...
Siguió la conversación sobre este tema, sin más de notable que haber afirmado el marqués su creencia firmísima de que todos somos lo mismo. Después clareose considerablemente el grupo, porque Pilar atrajo mucha gente leyendo en voz alta un artículo de Luis Veuillot. Gustavo y su madre pasaron al gabinete inmediato.
-¿Es cierto que papá ha estado hoy a ver a León?
-Ya lo has oído.
-Me temo que su viaje a Carabanchel llevaría otro objeto. Será una nueva ignominia...
-¿Qué hablas ahí de ignominia, tonto Quijote?
-Sí -dijo Gustavo, revelando en los ojos su ira-, me temo que papá haya ido a postrarse a los pies de nuestro enemigo para pedirle...
-¡Qué cosas tan horribles dices, hijo!... Nosotros, nosotros solicitar de ese...
-No me llamaría la atención. Estoy acostumbrado a ver cosas muy horrendas. No extrañe usted, mamá, que las vea en todas partes. Yo visitaré a León, yo le hablaré. Quién sabe si no es tan culpable como le suponen... Hay en el mundo equivocaciones atroces, y así como es indudable que no todos los que pasan buenos lo son, otros... Si realmente ha abandonado a mi hermana para vivir con otra mujer, nuestras relaciones con él deben concluir. Será un extraño para nosotros. ¡Qué cosa tan infame, tan infernal, haber recibido ciertos favores de tal hombre, y no poder arrojarle a la cara...!
-¡Por Dios, no te pongas así!... Vas a llamar la atención -dijo la marquesa, alarmada de la altivez de su hijo-. Estás ridículo.
-¡Ridículo! -exclamó Gustavo con acento de amargura-. No me importa. Después de todo, yo soy aquí el único que conoce el envilecimiento en que vivimos.
-¡Gustavo!
-Lo digo por mí, sólo por mí. Esta casa, lo mismo que la mía, ha llegado también a causarme horror. El susurro constante de la moral hablada me ha ensordecido, impidiéndome oír el grito de la verdad. No estoy nada satisfecho de mi papel en el mundo, ni del estado de mi casa, ni de la conducta de mi familia, ni del giro mundano y cínico de mis amistades. No estoy satisfecho de nada, y ambiciono un destierro voluntario que me ponga a distancia de todos los que llamo míos.
-¿Quieres añadir nuevos disgustos a los que ya sufre tu pobre madre? -dijo ella con visibles muestras de enternecimiento-. ¡Emigrar tú, renunciar a tu porvenir!... No esperar siquiera a ser ministro... Ya sabes... otros...
-¡Es un delirio esto de emigrar! Yo no puedo salir de aquí. Mi ambición y mi vergüenza son una misma cosa y estoy pegado a ellas, como el caracol a su covacha. ¡Aquí siempre! Siempre pegado a mi familia, a mi partido, a mi clase, a mi moral.
Dio a este último vocablo amargo acento de ironía.
-Seguiré viendo lo que veo y oyendo lo que oigo... ¡Ah!, tengo que anunciar a usted una nueva calamidad. Polito ha sido abofeteado públicamente esta tarde en una casa que no quiero nombrar, a consecuencia de una disputa por deudas de juego. Hubo golpes, botellazos, gritos de mujeres borrachas, intervención de la policía...
-¿Pero han hecho daño a mi hijo? -exclamó la de Tellería con maternales ansias.
-No, una contusión ligera; pero se ha enterado toda la calle de... tampoco quiero nombrar la calle. ¡Ay! -añadió dando un gran suspiro-. Vivimos en la época de las tristezas y en el verdadero día de la ira celeste. Pero desde hoy quiero tomar la dirección de los asuntos de casa. Veremos si yo la saco de este conflicto, salvando el honor aparente, ese honor que no es una virtud, sino un letrero. Por de pronto, censuro que papá haya visitado a León con las miras que sospecho.
-Sospechas necedades.
-¡Oh, no!... Milagro será que me equivoque. Sabré la verdad, porque yo pienso ver a León.
-¿Tú?
-Sí, yo; deseo saber por él mismo su culpa. Le tengo por un extraviado, mas no por un perverso. Yo le hablaré el lenguaje de la franqueza para que él me conteste del mismo modo. Si es un miserable, él mismo me lo ha de decir... Entretanto, que no se diga una palabra a María de las hablillas que corren.
-¡Oh, no! Es preciso decírselo. ¡Pobre hija de mi alma! No quiero yo que ignore las lindezas de su cara mitad. Figúrate que una persona indiscreta se las dice, exagerándolas o desfigurándolas.
-No se dirá nada a mi hermana.
-No te empeñes en eso. Esta noche misma... No, no me enseñarás mis deberes de madre amante y solícita; sé lo que debo hacer. Es preciso que María sepa todo. ¿Qué sabes tú si podremos llegar hasta la reconciliación?
Iba a contestar Gustavo cuando entró en el gabinete un poeta que no era, al decir de la gente, saco de paja para la marquesa, hombre de aspecto vulgar, casi chabacano y más viejo de lo que parecía. No revelaba en la figura ni en el rostro aquel delicado estro suyo que le hacía hablar en variedad de metros de perennales fuentes de dulzura, de los cabritillos de Galaab, del místico dulcísimo amor de las almas, ni aquella indignación evangélica con que apostrofaba a los materialistas, pidiendo a Dios que los aplastase con las ruedas de su carro y que los mandase al Báratro. Era incomprensible tanta grandeza dentro de tan menguada efigie.
-Es delicioso -dijo al entrar-, y no tiene contestación.
-¿Qué?
-El artículo de Luis Veuillot contra la sociedad moderna, contra esa sociedad materializada y corrompida que, para abolir sus remordimientos, aspira a la abolición de Dios. ¿Necesita usted, Gustavo, los números de L'Univers?
-Puede usted llevárselos, con tal de que me los devuelva mañana. Tengo que hacer un artículo sobre el mismo asunto.
La marquesa de Tellería pasó al salón.
-Está acordado que se lo cantaremos mañana -dijo a la de San Salomó.
-Sí, mañana sin falta.
Formose otro grupo de mujeres, del cual salió un zumbido como el de un enjambre:
-Mañana, mañana.
Sintiose roce de sederías, bullicio de saludos, movimientos de sillas. La tertulia se disolvía. Salieron muchos en graciosas parejas, sonriendo unos, bromeando otros. Partieron los de Tellería, el general y el diputado con ínfulas de arzobispo laico, con quien habló un poco de política religiosa Gustavo, sin dejar su expresión melancólica y sombría.
-Adiós, Pilar; nos veremos mañana en San Prudencio.
-Abur, Casilda; haré tu recomendación al Padre Paoletti.
-Adiós, adiós.
Cuando todos se fueron, la marquesa de San Salomó se retiró a rezar y a dormir.