La familia de León Roch : 3-13

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La familia de León Roch
Tercera Parte
Capítulo XIII
La batalla​
 de Benito Pérez Galdós

María fijó los ojos en Paoletti con expresión dulce. La ocasión era tan solemne, que el bendito clérigo enano, a pesar de estar muy hecho a emociones y a espectáculos tristes, se enterneció. Dominándose se acercó al lecho, tomó la mano ardiente y blanca que se le extendía, y dijo así con entusiasmo místico:

-Ya estamos solos, mi querida hija, hermana y amiga, a quien profeso dulcísimo afecto; ya estamos solos, con nuestras ideas espirituales y nuestro fervor. No reine aquí el miedo, reine la alegría. ¡Conciencia purísima, levántate, no temas, muestra tu esplendor, recréate en ti misma, y así, en vez de temer la hora de tu libertad, la desearás con ansia! ¡Oh triunfo, no te disimules, vistiéndote de vencimiento!

Menos ganosa que otras veces de saborear la miel regalada de aquel panal de misticismo, María Egipcíaca pensaba en otra cosa. Con amarga melancolía dijo:

-He sido engañada.

-Engañada con piedad -replicó al punto el clérigo-. El estado penosísimo de su organismo exigía que se le encubriera la verdad fea. Perdóneme si también yo me presté a esa farsa, que, lo repito, era una farsa caritativa. Comprendí la necesidad de ayudar los planes benéficos de su esposo de usted...

-Que me ha tenido y me tiene en la casa de esa mujer... -exclamó la enferma ahogándose.

-Esto no ha sido culpa suya. No había lugar más a propósito para prestar a usted los auxilios de la ciencia y ponerla en buenas condiciones de higiene. En esto apruebo plenamente su traslación aquí. Una vida en inmediato peligro no podía ser tratada como un saco que se lleva y se trae. Lo de menos para usted es estar aquí.

-Yo lo soñaba, y despierta lo desmentía.

La laringe de María no pudo seguir sin tomar descanso. No es fácil dar idea de la intensa tristeza de su acento débil, apagado, quejumbroso. Más que acento de mujer amante, parecía el llanto de un niño abandonado, cuando ya se cansa de llamar y pedir.

-Y mi marido y esa mujer -añadió- se verán a todas horas en cualquier sala de este palacio, para contar entre abrazos y besos...

La laringe se resistió otra vez. También Paoletti sentía un nudo en su garganta.

-...entre abrazos y besos los instantes que me quedan de vida... como yo cuento los Padre-nuestros con mi rosario.

Hubo una pausa, durante la cual el confesor se esforzaba en desatar su nudo.

-Mi buena amiga en el Señor, esa última idea es una cavilación absurda. Oiga usted de mi boca la verdad pura, la verdad que proclamo como sacerdote de Dios. Al grande espíritu de usted no puede ser nociva la verdad. Esa conciencia fuerte no se turbará por la revelación de las miserias humanas, que en nada la afectan, como no afecta el polvo de la tierra a la blancura y limpieza esplendorosísima de las nubes del cielo. Sépalo usted todo, sin quitar nada a la verdad, pero también sin añadirle nada. El señor D. León ama, en efecto, a esa señora; él mismo me lo ha dicho, y como no me lo ha dicho en confesión, puedo y debo declararlo a usted. Pero al mismo tiempo debo afirmar que esa señora no vive ahora en Suertebella, porque su mismo esposo de usted le mandó salir de aquí. Así lo exigía el decoro, que es en el mundo la fórmula ceremoniosa del pudor. Su desventurado marido de usted es incapaz de toda idea moral; pero tiene, gracias a su cultura, la religión de las apariencias, y sabe ponerse a tiempo esa ropa pintada de virtud que el mundo llama caballerosidad.

María no contestó nada. Su blanca mano, que no había tenido tiempo de adelgazarse con el mal y conservaba su finura pastosa, jugaba con el fleco de la colcha, entretejiéndolo con sus dedos gordezuelos. No lejos de aquella mano estaba la cabeza minúscula y redonda del italiano, el cual, si abatía los ojos, dejaba en lóbrega oscuridad su cara; pero si los volvía hacia arriba, llenábala de luces, como un torreón de fuegos artificiales.

-No puedo creer -dijo el padre, alzando la vista y envolviendo a María en fascinadora proyección de ella- que un espíritu fortalecido por el amor divino, como el de usted, se turbe por la verdad que acaba de oír. Yo no la conozco bien a usted y no puedo imaginarme ahora a mi espiritual amiga empeñada en inquietudes menudas, como una mujer cualquiera, o apartando el pensamiento de las grandes esferas ideales para pasearlo, como holgazán que mata el tiempo, por las callejuelas de la cavilación mundana. ¿Acierto, mi querida hija? ¿Me equivoco al pensar que esos ojos, hechos a la suavísima luz de arriba, no se dignarán mirar a los faroles de abajo?

-Tengo celos -declaró María, con el mismo tono, sin duda, con que Cristo dijo en la Cruz: «Tengo sed».

El enano hizo lo mismo que el sayón del Calvario. Cogió una esponja mojada en hiel y vinagre, la puso en una caña y la aplicó en los secos labios, diciendo:

-¡Celos!... ¡Celos quien ha sabido encender su alma en el amor que jamás es mal pagado! O yo no penetré bien en el espíritu de mi ilustre penitente, o el espíritu de mi ilustre penitente tenía toda la fortaleza, toda la gracia, toda la influencia de amor divino para no incurrir en tales flaquezas. ¿Celos de qué? ¡De otra mujer y por un hombre; celos de quien nada es y por quien nada es ni nada vale tampoco!... Por fuerza ha habido una turbación radicalísima en el espíritu de mi amada hija y penitente. ¿Quién ha traído esa turbación?

-Los celos -murmuró María desde la hondura de su angustia.

Lentamente, descansando a cada instante, María pudo referir todo lo que le había pasado desde que la de San Salomó le reveló la infidelidad de León, hasta que perdió el conocimiento. En lenguaje conciso lo dijo todo, sin omitir nada sustancioso ni perder detalle de importancia.

-Fuera de los arrebatos de ira, del engalanamiento mundano y de la precipitación, no hallo nada reprensible en el acto -dijo Paoletti, después que, con la cabeza apoyada en la mano y los ojos echados al suelo, como un arma que por el momento no se necesita, recogió en su mente la confesión toda, sílaba a sílaba, gota a gota, cual licor destilado en el alambique.

María dio un gran suspiro, diciendo:

-Yo me creía llena de pecado.

-Pecado ha habido, por lo que he dicho, pero no es grave. En la visita veo el movimiento natural de la esposa para impedir la ruptura del lazo sagrado. Ya he dicho a usted, no una, sino mil veces, que el acendrado prurito en usted de cultivar la vida espiritual y en él el desprecio de la fe, no eximen al uno ni al otro del cumplimiento de sus deberes matrimoniales. Mientras ambos vivan, atados se hallan por el Sacramento, y si uno de los dos forcejea por romper el lazo, es natural y meritorio que el otro corra a evitarlo, apretando más el lazo si puede ser. ¡Oh, mi nobilísima hija! ¡Cuánto hemos hablado de esto!

María decía que sí con su cabeza y alzaba los ojos al techo.

-Cuando era necesario para metodizar la vida preciosísima de usted, lo dije en sazón oportuna -añadió Paoletti, sin recoger del suelo la mirada, antes bien, paseándola por la alfombra, como no sabiendo qué hacer de ella-. Bastantes veces la tranquilicé a usted sobre este punto, cuando me manifestaba escrúpulos. «No, no -decía yo-, Dios no puede exigir a la mujer casada que haga una exclusión total de las consideraciones, digámoslo así, que debe a su esposo». Este, por extraviado que sea en lo espiritual, adquirió un derecho que no prescribe ni aun por apartarse él radicalmente en ideas y principios de los principios y las ideas de la esposa. Bueno que le niegue usted su dulcísimo espíritu; que, viendo la contumaz incredulidad de él, no le confíe ni un átomo (y digo átomo porque necesito valerme de una idea material) ni un átomo de ese mismo espíritu, de esas galas divinas reclamadas por quien las creó; bueno que no tenga usted con él comercio alguno de ideas, ni una confianza que le envanecería, ni que le permita jamás la esperanza de que sus halagos puedan desviar a la esposa de la senda de perfección por donde camina; pero entiéndase que le pertenece todo lo que no es del espíritu, lo que es propio y peculiar manjar del mundo. Usted me refería sus más íntimos y escondidos secretos, misterios delicadísimos de su alma; referíame también hechos y palabras reservadas de su esposo, las cuales apreciaba yo en su justo valor, y, fundado en palabras y en hechos, yo trazaba a usted ese régimen de vida, al cual se ha ajustado perfectamente hasta ahora en que la veo aturdida y un tanto descarriada. Recuerde usted lo que hemos hablado sobre esto, la sutil lógica mía para poner todas las cosas en su lugar, y no confundir nunca lo espiritual con lo humano, lo que es de Dios con lo que es de la carne.

María empezó a decir algo y se detuvo asustada.

-Hable usted, mi tiernísima oveja...

-Mi marido me decía muchas cosas... -murmuró la dama.

-Sí, y bien sabe usted que en nuestros gratísimos coloquios yo rebatía con dialéctica contundente todos los argumentos de ese sofista... y usted me daba la razón; usted quedaba convencida.

-Porque no tenía celos, que son en mí... ahora lo veo claro como la idea de Dios... que son en mí la manera de amar.

-Sí, usted amaba -dijo el Padre lleno de confusiones, recogiendo su mirada y volviendo a dejarla caer-, porque usted se interesaba por él y no quería que le pasase ninguna desgracia, en cuyas ideas la sostenía yo, sí, la sostenía...

-Pero él me decía muchas cosas -repitió María, con el mismo lastimoso tono de niño que llora-. Me decía que usted...

-Que yo...

-Que usted, cercenando poco a poco los afectos para devolvérselos a Dios, cercenando las ideas para que no las manchara el ateísmo, quitándome todo lo del corazón y no dejándome más que un deber, había hecho de mí la concubina de mi marido.

-¡Oh!, mujer, mujer -exclamó Paoletti con viveza y cierta energía de tono-, ¿cuántas veces no rebatí ese argumento de apariencia terrible, dejándola a usted tranquila?

-Pues rebata usted este otro.

-¿Cuál?

-Que estoy celosa, envidiosa, y ahora quisiera para mí lo que ya no es mío.

El buen Paoletti, alzando del suelo su mirada, irguió la cabeza. No satisfecho con esto y deseando poner sus ojos lo más alto posible, como se pone la luz en una torre para alumbrar a los navegantes extraviados, se levantó. Quería mirar a su amiga de arriba abajo. Indudablemente, el ilustre enano estaba inquieto, desasosegado y dígase la verdad, poco satisfecho de sí.

-Mi querida amiga -añadió el hombre chico, esgrimiendo su mirada como un ángel celeste esgrimiría su espada-, vereme obligado a hablar a usted con una energía que no cuadra bien con la amistad suavísima, ¿que digo amistad?, con el respeto, con la veneración que ha sabido inspirarme, pues últimamente la grandeza de sus perfecciones me ha cautivado de tal modo, que no he podido mirar a usted como penitente, ni aun como amiga espiritual, sino como una santa, como criatura purísima y gloriosísima, superior a mí por todos conceptos. ¡Y ahora!...

Nueva pausa. María Egipcíaca, afectada por aquellas palabras, cruzó las blancas manos y con acento fervoroso exclamó:

-Señor, hermano mío, venid ambos en mi ayuda.

-Llámeles usted con el corazón limpio de afectos menudos, que son, permítaseme decirlo, como el moho del sentimiento -dijo Paoletti, sintiendo que la elocuencia venía en torrentes a su boca-; llámeles usted así, y vendrán. Un movimiento espiritual, íntimo, mi dulcísima amiga -añadió llevándose la mano al corazón y apretándola sobre él como una garra-, un impulso hondo, de aquí, un impulso que en una sola energía comprenda dos deseos, el deseo de expulsar esa lepra y el de volver arriba, a esas regiones serenas, iluminadas, radiantes, de donde jamás debió descender... Ánimo, alma predilecta, en cuyas alas se ven ya cambiantes y reflejos de la luz inextinguible del paraíso... ánimo y no abatir las alas... te falta muy poco, esto, tanto así -fió a sus dedos la expresión material de la idea-; no mires abajo, que te dará vértigo: mira hacia arriba y verás las bellezas, las magnificencias que te aguardan, hermosura y dicha superiores a cuanto imagina tu fantasía y sueñes en los deliquios de tus éxtasis más placenteros; oirás regaladas músicas y te sentirás penetrada de ese bien infinito, que te envolverá toda, te suspenderá manteniéndote en un vuelo de arrobo infinito, de contemplación angélica. No vuelvas atrás, alma bendita, te lo ruego, te lo pido por ti, por todos nosotros, que esperarnos tu ejemplo; por el Dios que te creó tan hermosa, como obra maestra destinada a su propio recreo y grandeza; te lo pido de rodillas, yo, humildísimo clérigo, que nada valgo, que nada soy; pero que he tenido la dicha de encaminarte a tu celestial destino, ¡oh alma preclarísima!, conquistando así un pequeño mérito que muy poco vale al lado de los tuyos.

Pausa. Paoletti se puso de rodillas, cruzando las manos. Era hombre de buena fe y sentía todo lo que decía.

-¡De rodillas!... ¡usted! -murmuró María con voz balbuciente-; no, eso no... Haré lo que usted me manda... pero ¿qué se hace para dejar de sentir lo que se siente?

-Sentir otra cosa -dijo el italiano, levantándose-. ¡Oh!, bien lo sabe usted... que ha educado su corazón y su mente con arte maravillosísimo igual al de los santos, ¿Siente usted, por ventura, enflaquecimiento o tibieza en su amor a Dios, en su piedad?

Silencio. María respondió negativamente con un movimiento de su mano. Después, acercando más su cabeza al Padre, para que este la oyera mejor, habló así:

-¿Eso que usted quiere echar de mí impedirá mi salvación si no lo echo?

-¡Oh!, ángel de bondad, ni por un momento he puesto en duda su salvación... Eso no. Pues qué, ¿un alma tan llena de merecimientos podría perderse? No, no necesito que usted me lo declare para conocer que esos afectos que han venido a conturbarla un poco no van acompañados de rencor, ni excluirán el perdón de los que hayan ofendido a usted. ¿Me equivoco?

María volvió a negar con la cabeza.

-Entonces la salvación es segura. Si me empeño en arrancar esa hierbecilla, es porque no me contento con que esta alma sea buena, sino que deseo sea perfecta; es porque no me satisface la victoria, y deseo un triunfo gloriosísimo, y que, además de la corona de la virtud, lleve usted la de la santidad. Quiero -añadió con énfasis- que usted suba allá bañada en luz esplendentísima, entre las aclamaciones de los ángeles, y que desde el eterno umbral recamado con estrellas de zafir no vuelva la mirada a la tierra ni aun para obsequiarla con su desprecio. Quiero en usted la pureza absoluta, el amor en su esencia divina.

-Todo eso tendré sin arrancarme el afán de la tierra. Si me puedo salvar con él, que Dios me reciba en su seno tal cual soy.

Paoletti meditaba. De pronto dijo:

-Mi querida amiga, ¿perdona usted de corazón a todos los que la han ofendido?

Pausa.

-Sí -dijo María cuando ya el padre había perdido la esperanza de recibir contestación-. Perdono a mi infiel marido, que me ha matado.

Al decir esto dos lágrimas corrían por sus mejillas.

-Y a ella, a esa mujer que ha robado a usted el amor de su marido, ¿la perdona usted?

Paoletti esperaba con los ojos fijos en la enferma. María bajó los párpados de los suyos y se sumergió en abstracción profunda. El clérigo creyola presa de un desmayo; alarmado, acercó su rostro, observó, esperó. Al fin, pudo oír un sollozo, que decía:

-También la perdono.

-Pues si mi nobilísima hija perdona, que es la manera de arrojar esa levadura maléfica, entrará triunfalmente en la morada celestial -dijo el padre dando a su voz un tono patético y solemne.

Indudablemente tenía en su mano la llave de aquella morada.

Súbitamente, poseída de entusiasmo místico por efecto del influjo sobrehumano que sobre ella tenía el Padre, María recobró sus fuerzas y singularmente las de la emisión de la voz. Hasta en sus mejillas pálidas viéronse señales de la reacción vital, que principalmente se mostraba en la movilidad, gracia seductora y resplandor de sus ojos.

-Parece que esas palabras me han infundido una vida nueva -dijo con fácil acento-. No sé qué telas había delante de mis ojos que ya han desaparecido, y veo claro, tan claro, que me pasmo de los beneficios que el Señor me ha hecho dando esta luz a mi alma, y no sé cómo agradecérselo. Él me ha enseñado el camino para ir a Él; me ha llamado con voces de cariño. No me aparto, voy, voy, Dios, Padre y Redentor mío; voy abrazada a tu cruz.

-Así, así, así quiero a mi amadísima penitente y amiga -exclamó el poeta de los superlativos, dejando correr las lágrimas que venían a sus ojos-. Pronto vivirá usted, en espíritu, en la región del consuelo eterno. ¡Qué gran privilegio, amiga mía, no asustarse de la muerte, sino, por el contrario, ver con gozo ese momento, en que la última chispa de la vida asquerosa se confunde con la primera centella de vivir limpio e infinito! ¡Alma hermosísima, purificada por la oración, por la piedad constante, por el heroico trabajo de la vida interior, por la perenne inmersión del pensamiento en la idea divina, extiende tus alas, más blancas que las nubes; no temas, remóntate, mira tu puesto arriba, oye las deleitosas músicas que te reciben, aspira esa fragancia inconcebible del Paraíso, atrévete a afrontar la mirada paternal del que hizo el sol y las estrellas, y que, sonriendo con la sonrisa de que salió la luz, te recibe como a mártir, como a santa!

-Sí -dijo María, cruzando blandamente las manos sobre el seno-; yo me siento subir, y no encuentro palabras para expresar mi júbilo. Parece que se me olvida ya el lenguaje de la tierra, que no sé hablar. Mi última palabra sea para repetir que perdono de todo corazón a los que me han ofendido.

Pausa. El italiano murmuraba una oración.

-Padre -dijo María Egipcíaca, dando un golpecillo en la cama para despertarle de aquel sopor místico en que había caído-, me ocurre que debo manifestar de palabra mi perdón a mi marido.

-No es absolutamente necesario, pero puede usted hacerlo.

-Quién sabe si unas cuantas palabras dichas en momentos tan solemnes harán efectos provechosos en su alma perdida.

¡Oh, sí!... Esa idea es propia de una inteligencia sublime... Se lo diremos.

-En este trance -añadió María, agitada otra vez por los afectos que Paoletti llamaba menudos y demostrando una locuacidad nerviosa-, él no me puede contestar. ¡Ay!, tiene tan prontas las respuestas cuando yo le acuso, que a veces me aturde. Una vez...

María reflexionó un instante antes de seguir.

-...Vino a mí lleno de tristeza y desaliento. Era una noche que llovía mucho... el pobrecito, por ceder su coche a un amigo enfermo, se había mojado hasta los huesos. Además, aquel día se le había muerto otro amigo que quería mucho, un célebre ateo, ya sabe usted, que era compañero de estudios y de herejías de mi pobre León. ¡Oh!, ¡qué triste estaba! Le vi entrar y me dio lástima; pero yo estaba rezando y no podía suspender mi rezo. Se mudó de ropa, pero con la ropa seca tiritaba lo mismo que con la húmeda... tenía fiebre. Yo mandé que le hicieran abajo una bebida calmante, y seguí rezando, pidiendo a Dios fervorosamente que le convirtiera, ¡y él no me lo agradecía!... De pronto se llegó a mí, y sentándose en una banqueta baja, puesto casi a mis pies, me tomo una mano, imprimiendo en ella unos besos que quemaban. Díjome así: «Yo necesito amar y que me amen... Esto es vivir como los cardos, que crecen solos y tristes en el campo...». Gran esfuerzo tuve que hacer para no hacerle caso. Obligada a dejar el libro de rezo, rezaba mentalmente, apartando de él los ojos, trayendo a mi mente cosas de piedad, para que otras cosas y pensamientos no pudieran entrar. Aquel día habíamos hablado usted y yo largamente de las estratagemas de que se vale el espíritu ateo para cautivar el espíritu con fe. Yo me fortalecí con el recuerdo de aquellas palabras, y dejé pasar, dejé pasar la corriente de cariño que de él venía hacia mí. Yo era una estatua; comprendí que debía enojarme, y me enojé, echándole en cara su ateísmo. Él tiritaba de frío y me decía: «Puesto que mi hogar está vacío para mí, me voy a meter en un hospicio...». ¡Qué cosas decía! El «yo quiero amar, yo quiero que me amen», no se apartaba de su boca... Me galanteaba a veces como un estudiante, riendo; a veces me hablaba de nuestra casa, de los hijos que no habíamos tenido... Yo, firme; yo, revestida de frialdad, porque si le mostrara cariño, ¡cuál no sería su engreimiento y mi humillación!... Habría yo creído que conmigo se humillaban la fe cristiana y la santa Iglesia. No, no; mi plan de conducta estaba trazado, ¡y qué bien trazado! Yo me levanté, y le dije sin mostrar emoción: «Conviértete, y hablaremos» y me retiré, dejándole solo. ¡Cómo recuerdo aquella noche! Me acuerdo de que, al entrar en mi alcoba, me dio lástima de verle con tanto frío, y, tomando una manta, se la tiré desde la puerta. Yo me había puesto a rezar de nuevo en mi alcoba, cuando le oí decir: «¡Maldito sea quien te ha hecho así!».

-¡Oh mi querida amiga! -dijo Paoletti- veo que se agita usted demasiado con esos recuerdos.

-Me parece que le estoy viendo... -añadió María con no sé qué expresión de éxtasis en sus ojos-. Estaba pálido aquella noche, y tenía en sus hermosos ojos una melancolía, un desconsuelo... Parecía un niño hambriento que extiende los brazos hacia el seno de su madre, y se encuentra con que el seno de su madre es de cartón. Paréceme que siento el picor de su barba fuerte aquí, sobre la piel de mi mano, y me pesa, me pesa aún sobre las rodillas su cabeza fatigada. Yo no la dejaba reposar allí, pero la miraba, preguntándome por qué Dios permitió que las ideas materialistas y el no creer estuviesen dentro de una cabeza tan hermosa. Y aquella cosa inexplicable y encantadora que hay en sus ojos negros... y aquella energía de su mano varonil, y aquel conjunto de seriedad, de brío, de fuerza, sin perjuicio de su esbeltez...

-Amiga de mi alma -dijo Paoletti interrumpiéndola-, creo que si se ocupa usted tan prolijamente de perfecciones físicas, es para asombrarse de que Dios, en su alto juicio, las haya unido a un espíritu ciego y muerto.

-Eso es, eso es... pero estos recuerdos vienen a mí y no los sé desechar. Pueden más que yo... Un día, después de muchos días de destemplanza entre los dos, le vi entrar furioso. Era la primera vez que le veía colérico y me dio mucho miedo. Me habló violentamente, y, tomándome por la mano, sacudiome como si quisiera arrastrarme. Caí de rodillas delante de él. Me parece que aún siento su mano como argolla, y si la sintiera de veras ahora, creo que el gusto me haría vivir... Díjome cosas muy duras; pero su misma ira, con ser tan fuerte, no le impedía la delicadeza... Aquel arrebato de cólera me regocijaba en el fondo del alma, porque me demostraba su amor; pero como yo estaba segura de su fidelidad, no quise manifestarle nada de mi afecto. Bien sabía yo que no me había de hacer daño, y por lo mismo le dije: «No me importa que me mates, pero aguarda una hora. Estoy repartiendo mi ropa a los pobres». Así era; más de cien infelices aguardaban a la puerta. Yo estaba tan orgullosa de mi caridad, que supe despreciar a mi tirano. Él me dijo: «¡Es horrible que se sienta uno herido en el alma y ni aun pueda devolver golpe por golpe, y no pueda vengarse, ni matar a nadie, ni aun castigar!...». ¡Oh, qué simpático estaba en su enojo!

-Basta, basta -dijo prontamente y con desasosiego el Padre-. No permito ni una palabra más de esa revista de memorias nocivas al alma. La que luchó entonces por limpiar su espíritu no puede sucumbir ahora.

-No, no sucumbiré -afirmó María, revelando en su rostro lívido el esfuerzo que hacía su alma para romper las misteriosas cadenas que la aprisionaban en la hora tremenda-. Bastante me he mortificado, bastantes batallas he dado en mi mente para despojarle de aquellas perfecciones y dejar desnudo el horrible esqueleto. Este procedimiento de no ver en el ser hermoso más que un esqueleto, me fue recomendado por usted... y ha sido mi salvación... Porque, indudablemente, mi alma se habría perdido, ¿no es verdad, Padre?, si hubiera cedido a los halagos suyos, que tenían un fin avieso, ¿no es verdad, Padre?... el fin de conquistarme espiritualmente y hacerme suya, extraviando mi corazón, ¿no es verdad, Padre?

A cada pregunta, señal en ella de dudas o refriega interior, el Padre contestaba afirmativamente con fuerte cabeceo.

-Yo le decía: «Tuya soy en aquello que nada vale; pero mi espíritu no lo tendrás jamás». A veces me imponía la obligación de estar semanas enteras sin hablarle; ¿no es verdad que hacía bien?

-Mi infelicísima amiga -dijo el italiano dando un suspiro-, está usted refiriéndome lo que mil veces me ha referido. Volvamos esa página sombría, sobre la cual todo lo hemos dicho ya, y hablemos de Dios, del perdón...

-¡Del perdón!... -dijo María, alzando su cabeza sin mover el cuerpo-. ¿De qué perdón?...

En sus ojos se pintó una especie de mareo, como el que precede al delirio. Incorporose súbitamente en el lecho con dura sacudida, y oprimiéndose las sienes, gritó:

-No les perdono, no les perdono, no les puedo perdonar... ¡Marido, a ti solo te perdono, si vuelves a mí! A ella...

No pudo acabar la frase. Retorciéndose los brazos, cayó en el lecho como un cuerpo muerto.

Paoletti la miró aterrado. María tenía los ojos clavados en él con expresión bravía. El clérigo sintió en su frente sudor glacial, y el corazón agitado se le salía del pecho. La dama, después de mirarle así, cerró los ojos. La crisis se resolvía en distensión de músculos y en sollozos y suspiros. Paoletti dijo con voz que se esforzó en hacer cavernosa:

-¡Alma que creí victoriosa y que ahora sucumbes vencida: si no perdonas, Dios no te perdonará!

Después se arrodilló y, tomando el crucifijo, se puso a rezar contemplándolo. Estaba afligido y lloroso, como pastor a quien roban su más querida oveja. Pasó un rato. La pobre dama no se movía ni hablaba. Al fin, tras un doloroso gemido, pronunció estas tristes palabras:

-Soy pecadora y no me salvaré.

Alma infeliz y llena de congoja, luchaba como el náufrago de los aires, alargando una mano al cielo y otra a la tierra.

-Estoy transido de dolor -dijo Paoletti, mostrando a María su blanco rostro pueril, inundado de lágrimas sinceras-, porque el alma que creí yo haber ganado para un esplendorosísimo puesto del Cielo, cae de improviso en los abismos...

-¡En los abismos!... -murmuró la Egipcíaca con un sollozo de angustia.

-Sí, y pido a mi Dios que la salve, que salve a esta alma queridísima, que no la condene, que tenga piedad de ella... ¡Oh!, ¡Señor misericordiosísimo, haberla visto tuya y ahora verla de Satanás!... ¿No es tu perla escogida? ¿Cómo permites que caiga en el lugar del tormento eterno?... ¿No la perfeccionaste, no la purificaste como a joya que había de pertenecerte eternamente?... Alma, -añadió dirigiéndose a María- oye mi último ruego, si no quieres ver trocada la túnica purísima de la bienaventuranza por vestidura de llamas horribles... Torna en ti, vuelve a tu ser suavísimo y a aquel peregrino estado, donde hallabas deleite superior, al que podrían dar a tus sentidos los aromas más delicados, los manjares más exquisitos y las visiones más bellas. Sálvate, no ya del mundo, sino del Infierno.

Estas enérgicas palabras hicieron efecto. Siguió hablando el reverendo poeta con aquella oratoria sentida, patética, un poco teatral, que era propia suya, echando mano, como era su gusto, de la retórica descriptiva y no perdonando resplandores celestes, ni coros angélicos, ni amor esencial, ni candideces del alma. Cuando concluyó, María, besando el crucifijo que su amigo espiritual le puso en las manos, derramaba lágrimas y decía:

-Bien, todo lo cedo ante ti, Redentor mío; no queda nada en mí de esta levadura de los afectos menudos. Me lo arranco todo con la vida y lo echo al fuego. Aún queda algo; pero usted, Padre, que todo lo puede, me arrancará esta última espina que tengo en el corazón.

-¿Cuál?

-Pruébeme usted que la niña de Pepa no es hija de mi marido.

-¿Cómo he de probar eso, criatura? -replicó asustado el buen Paoletti-. ¿Conozco acaso los secretos más íntimos de la naturaleza? Podrá ser, hija, podrá no serlo.

Después, aquel hombre de buena fe, pero que sólo conocía la superficie, no las honduras del humano corazón, dijo estas palabras:

-La niña es muy bonita.

Esto era ser Longinos, tomar la lanza y herir el divino costado para abreviar la agonía. La dama parecía saltar en su lecho.

-Alma escogida -exclamó el valiente Paoletti puesto en pie, fulgurantes los ojos, alzada la mano-, desecha esa última turbación, arroja las últimas heces y ten limpio el vaso en que ha de entrar el agua purísima de la eternidad gloriosa.

-Quiero salvarme -murmuró María, que más parecía un muerto que habla que un vivo moribundo.

-Pues desecha, límpiate por completo, perdona, ¡oh, alma preciosa!

-Desecho, me limpio, perdono -se oyó en la estancia, como el silabear misterioso de una vida que se escapa por los labios y fenece en ellos.

-Perdona y tu salvación es segura.

Solemne y grandioso, el enano se agigantaba con la expansión de su entusiasmo místico. En María habíase mezclado con el entusiasmo un pavor supersticioso que erizaba sus cabellos sobre la sudorosa piel de la frente. Caía desmelenada su cabeza como la hierbecilla inclinada y rota ante la voladora pesadez del tren que pasa.

-Abrazada a esta imagen bendita -dijo el clérigo-, olvide usted todo lo del mundo, todo, absolutamente todo.

-Olvido -murmuró María en el fondo de aquella sima oscura de abnegación en que había caído.

-Todo, todo... Olvide que existe un hombre, que existe una mujer.

-Olvido -dijo la voz más quedamente, como si siguiera bajando.

-Hágase usted cargo de que es igual que su cuerpo esté en Suertebella o en su propia casa. Humille su amor propio hasta llegar a que no le importe nada la victoria terrestre de los malvados. No tenga usted horror al palacio en que está y en el cual hay una capilla consagrada a San Luis Gonzaga, cuya imagen parece el retrato de nuestro amadísimo Luis.

A este recuerdo, María pareció subir.

-Me reconcilio con el palacio. Tu nombre, hermano querido, me causa alegría. Que tu alma triunfante venga en auxilio de la mía.

-Así, así.

María besó el crucifijo.

-Cuanto tengo, si es que tengo algo -dijo con voz clara-, deseo que se reparta a los pobres. Mi marido y usted se pondrán de acuerdo. Deseo ser enterrada junto a mi hermano y que se me digan misas de cuerpo presente en el altar donde esté la imagen del santo que más quiero y admiro, San Luis Gonzaga.

-Sí, mi dulcísima amiga; y no se le importe nada a esta alma nobilísima que el altar esté en Suertebella.

-Nada me importa. Perdono de todo corazón, me reconcilio con mi Dios Salvador y espero.

Con las manos extendidas, los ojos medio cerrados, Paoletti pronuncio grave, despaciosa, solemnemente, la absolución cristiana.

-Reconciliada con Dios -dijo luego con voz conmovida-, va usted a recibir la santa comunión.


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