La familia de León Roch : 3-07

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La familia de León Roch
Tercera Parte
Capítulo VII
Fuegos parabólicos​
 de Benito Pérez Galdós

Luego que el marqués de Fúcar entendió que pisaba los pavimentos de Suertebella la venerable planta del Padre Paoletti, se apresuró a hacerle los cumplidos de rúbrica, ofreciéndole palacio, mesa, servidumbre, coches, capilla, obras de arte. Creeríase que D. Pedro era poseedor de toda la creación, según la facundia y generosidad con que todo lo brindaba para goce y dicha de la humanidad menesterosa. Y arqueándose cuanto lo consentía su crasa majestad, manifestaba con reverencias y cortesías cuán inferiores son las riquezas y esplendores del mundo a la humildad de un simple religioso, sin otra gala que su sotana ni más palacio que su celda.

Paoletti, que era entendidísimo en artes bellas y aun en las suntuarias, elogió mucho las riquezas de Suertebella, dando así propicia coyuntura al marqués para que gustara su satisfacción predilecta, que era enseñar el palacio, sala tras sala, sirviendo él de cicerone... Largo rato duró la excursión, que bastaría a marear la más sólida cabeza, por la heterogénea reunión de cosas bonitas que contenían aquellos pintorreados muros. Paoletti lo admiraba todo con comedimiento, demostrando ser hombre muy conocedor de museos y colecciones. El marqués de Fúcar, que parecía la gacetilla de un periódico, según prodigaba sus elogios a las obras medianas o malas, solía apuntar el precio de algunos objetos, bien cuadritos tomados a Goupil o bien porcelanas adquiridas en el martillo de la calle Drouot, y que eran hábiles imitaciones.

-Y aquí me tiene usted aburrido, completamente aburrido entre tantas obras de mérito -decía encarándose con Paoletti y cruzando las manos en actitud ascética-. Soy esclavo del bienestar, mi querido padre. Parece que no, y esta es la esclavitud más odiosa. ¡Cuánto envidio a los que viven tranquilos, con esa libertad, con esa independencia que da la pobreza, sin los afanes del trabajo, sin conocer otro banquete que el que cabe dentro de una escudilla, ni más palacio que cualquier celda, choza o agujero!...

-¡Oh!, querido señor mío -dijo el italiano riendo y llevándose la mano a la boca para ocultar urbanamente un bostezo-, pues no hay nada más fácil que realizar ese deseo... ¡Ser pobre! Cuando oigo a los mendigos manifestar deseos de ser millonarios, me río y suspiro; pero cuando oigo a los ricos hablar de la cabañita y de un palmo de tierra en que descansar los huesos, les digo lo que me permito decir a usted en este momento: ¿por qué no se va el señor marqués a las ermitas de Córdoba?, ¿por qué no cambia a Suertebella por cualquier celda?...

Y concluyó la observación como la había empezado, con francas risas. Otra vez bostezó, haciendo pantalla de su blanca mano para cubrir la boca.

-Eso... dicho así -repuso Fúcar riendo también-, parece fácil; pero... ¿y las cadenas sociales... y el yugo de la patria, que no quiere desprenderse de sus hijos más útiles?... Ahora caigo... ¡qué descuido el mío! Es muy tarde y usted no ha almorzado.

-¡Oh!, no importa... deje usted.

-¿Cómo que no importa? Puede ser que aún esté ese bendito cuerpo...

-Con el triste chocolate nada más. Pero es un cuerpo misionero y sabe resistir.

-León, León -dijo D. Pedro llamando a su amigo, que en aquel momento pasaba por la pieza inmediata-, voy a mandar que os sirvan el almuerzo en la sala del Himeneo. No querrás alejarte mucho de tu mujer... Y usted, señor Paoletti, no gustará del bullicio del comedor. Ahora están almorzando todos los que han venido últimamente... ¡Bautista, Philidor!

Dando voces a los criados españoles y al maestresala francés, el marqués hacía correr a sus fieles servidores de un aposento a otro. La multiplicidad y premura de los servicios eran causa de que se sintieran crujir los finos pisos de madera y de que se oyera por todas partes el tin-tilín de botellas y copas trasportadas en enormes bandejas, y el claqueteo de los platos, rumor tan caro al hambre del cortesano. Olores de guisotes y frituras recorrían los largos pasillos y las grandiosas salas, como corre el incienso por los templos de capilla en capilla.

La sala del Himeneo, llamada así porque en el centro de ella había un grupo representando la idea del matrimonio en un abrazo de mármol y en dos antorchas que juntaban y confundían sus llamas también de mármol, estaba próxima a la habitación que llamaremos de María Egipcíaca, pero no junto a ella. Una mesa fue traída al punto. León y el Padre Paoletti almorzaban.

-Consommé -dijo León, mostrando a su comensal la ventruda sopera llena de un rico caldo-. Esto es bueno para usted.

Y le sirvió una buena porción.

-Estoy pensando, querido señor -dijo Paoletti, después de que con las primeras cucharadas puso remedio a la gran debilidad que desde una hora antes padecía-, que en toda mi vida, que no es corta ni carece de lances extraños, he visto un cuadro como el que en este momento estamos presenciando los dos.

-¿Cuál es el cuadro?

-Nosotros... usted y yo comiendo juntos. Ningún suceso es obra del acaso. Sabe Dios a qué plan divino obedecerá esta peregrinísima reunión nuestra. ¿Qué grandes mudanzas en los órdenes más altos nos trae a veces el encuentro, al parecer fortuito, de dos personas? Reflexione usted, querido señor: a veces una meditación breve, una observación pasajera, dan al alma claridad vivísima, y entonces... No, no, gracias; no me dé usted cosas picantes ni nada de esas fruslerías de la cocina moderna... ¿Ha meditado usted?

-¿Quiere usted vino? -dijo León, poco inclinado a acompañar al Padre por el antipático campo de sus observaciones.

-No lo pruebo jamás. Deme usted agua pura y Dios le pague su amabilidad... Cualquier tonto que juntos nos viera me criticaría a mí o le criticaría a usted... «Miren el Padrazo haciéndose mieles con el liberal» dirían, o «Miren al incrédulo partiendo un confite con el clerizonte...» sin comprender que aunque coman juntos un poco de pan y carne, la verdad no transige nunca con el error, ni el error perdona jamás a su enemiga la verdad... ¿Fresa?, jamás la pruebo... porque la vergüenza del error es la verdad, por lo cual huye de ella, se esconde y se ciega con imaginaciones suyas, o bien se tapa los oídos con el bulliciosísimo estruendo del mundo... ¿Pero no come usted?

-No tengo apetito.

Paoletti almorzaba poco. León casi nada.

Clavando en este sus ojos llenos de expresión, el italiano le dijo con patético acento:

-Sr. D. León, la persona que conozco en todo el mundo más digna de lástima es usted... Nuestra pobre Doña María no es digna de lástima, no, sino de admiración. Muerta, entrará en la región de los bienaventurados, ornada de diversas coronas, entre ellas la del martirio; viva, será ejemplo de mujeres superiores. Es un delicado lirio que en sí reúne la hermosura, la pureza y el aroma.

-Era, sí, un delicado lirio -dijo León, pálido y con nervioso temblor en su lengua, en sus ojos, en sus facciones todas-, un lirio que convidaba con su pureza y su aroma al amor cristiano, a los honestos goces de la vida...

-Pero juntose al cardo...

-No... vino el hipopótamo y lo tronchó con su horrible planta.

Los ojos del padre se multiplicaron.

-Es un tesoro de las más altas prendas.

-Era un tesoro de las más altas prendas -dijo León, haciendo un nudo en la servilleta y apretándolo fuertemente-, mezcladas con pasiones toscas, una naturaleza al mismo tiempo contemplativa y sensual.

-Vino la mano depuradora a apartar la escoria...

-Vino la helada mano a arrojar fuera los diamantes y no dejó más que la pedrería falsa.

-¿Por qué se descuidó el joyero?

-Cuando los ladrones no entran por la puerta, sino por mina subterránea, el joyero no tiene noticia de ellos hasta que no le falta la joya. Me quitaron el amor, la generosidad, la confianza; no me dejaron más que el deber frío, la corrección moral en lo externo. Era una fuente cristalina: secaron el manantial, se estancó el agua, y cuando fui a beber, no hallé más que el sedimento impuro. Corriendo, corriendo siempre, aquella agua que amargaba un poco se habría dulcificado; pero le prohibieron correr, la encerraron en un charco...

-Dulce y por extremo rica era y es aquella agua, querido señor -dijo Paoletti con expresión seráfica-; agua mística, agua suavísima, regaladísima, que es la esencia del alma misma, el amor divino. Cuando esta agua corre en el mundo, justo es que Dios se la beba y arroje el vaso.

-Es lo que me han dejado, el vaso.

-El vaso de oro, que es lo que apetece la concupiscencia del joyero sin fe. El desgraciado esclavo de la materia para nada necesita del agua riquísima. Su sed no se aplaca con amores del alma; su sed no es más que una forma de avaricia y se sacia con la posesión del oro del vaso, con la hermosura corporal.

-Para el que no conoce el amor sino por el pecado, para el que no siente el amor, sino que solamente lo oye, recibiendo aquí (y señaló la oreja) los secretos de los que aman, mucha parte de lo que corresponde al corazón es un misterio incomprensible. Él no ve más que deberes cumplidos o faltas cometidas. Esto es mucho, pero no es todo. El que no ha bebido jamás, sólo concibe el gusto insípido del misticismo o el amargor del pecado.

-El que no ha bebido jamás, y sin embargo, no está sediento, puede, por la preciosa facultad de asimilación, que es uno de los más hermosos dones de nuestra alma, penetrarse bien de todas las suertes del verdadero amor, desde el más noble al más impuro. El que todo lo sabe, todo lo siente... ¡Oh!, usted que nos vitupera tanto, habría podido tener amigos en los que cree enemigos y leales pacificadores de su matrimonio en los que cree perturbadores de él.

-Rechazo, detesto esa colaboración.

-¿Con qué derecho acusa el que por sí ha roto todos los lazos? Sólo la circunstancia de considerarse fuera de la Iglesia quita a ciertos hombres el derecho a quejarse de los inconvenientes de un lazo que es por sí religioso. «Yo no quiero religión, dicen, yo la abomino, yo la echo de mí; no permito a la Fe que se defienda de mis ataques ni que reclame lo suyo».

-Lo que no quiero que reclame es lo mío.

-Que Dios tome para sí lo divino...

-Y que yo quiera reservar para mí lo humano...

Ninguno de los dos acabó la frase.

-Lo humano es una cómoda puertecilla -dijo Paoletti con malicia- para que mi hombre se escape a la infidelidad, al adulterio, dejando a la pobre mártir sola y sin amparo.

-Lo divino pone a la pobre mártir bajo el amparo de los bebedores de agua espiritual.

-¡Qué sería de ella si así no fuera!... ¡Pobre alma destinada a pudrirse al contacto de un alma corrompida!

-No de corromperla, sino de salvarla traté yo con la persuasión, con el cariño casi siempre, a veces con la autoridad, hasta con la tiranía...

-¡Lo confiesa!... ¡confiesa su despotismo!

-Este no llegó a donde podría haber llegado en manos comunes. Algunos apalean, yo solamente prohibí... Mis prohibiciones eran a cada instante violadas... Era imposible persistir en ellas sin llegar a un extremo horrible.

-Y la paloma se escapaba de las garras del cernícalo -dijo prontamente y con cierta ironía meliflua Paoletti.

-Sí, para caer en las del vampiro que me chupaba la savia de mi vida... Yo enseñaba a mi tesoro a creer en mí, y fuera le enseñaban a aborrecerme... Nunca combatí sus creencias ni me opuse a que tuviera un confesor discreto; pero sus amistades espirituales me repugnaban. Mi enemigo no era un hombre, sino un ejército que, llamándose celestial, se hacía formidable, teniendo por colaboradores a los santos y a los tísicos que se creían santos. Yo traté de luchar en las tinieblas, pero en las tinieblas me despedazaban. Un acto hipócrita como el que a muchos débiles ha salvado, me habría salvado tal vez a mí. Ella, la pobre ilusa vendida al misticismo por la promesa de goces celestiales, me traía condiciones de paz. ¡Cosa fácil, según ella! «Humilla tu incredulidad loca; ven a nuestro campo» me decía. ¡Eso quisieran! No compraré la paz de mi casa con la impostura, ni encadenaré con fe mentirosa un corazón que se me escapa. No añadiré con mi persona una figura al escuadrón de hipócritas que forma la parte más visible de la sociedad contemporánea... Pasa el tiempo, sigue la lucha. Mi entereza exaspera a los maestros espirituales de mi mujer, ministros de la intrusión y del abuso religioso. Pero ¿qué me importa? Prefiero ser infame a sus ojos a serlo a los míos.

-El que teme miradas que no son las de Dios, no debe hablar de estas cosas.

-Si no se le permite hablar, ¿qué se le permite? Es un desgraciado a quien se le viene encima una montaña. ¿Ni siquiera se le consiente gemir cuando es aplastado?

-Alce las manos si puede y contenga el peñasco.

-No puede, no puede; pesa como los siglos y está formado de los huesos de mil generaciones pasadas.

-¡Pobre insecto!... -dijo Paoletti con ironía-. Aseguro a usted que nada me inspira tanta lástima como un filósofo... Por mi parte, quisiera que me expresase usted con toda franqueza los sentimientos que le inspiro...

-¿Con franqueza?

-Con toda franqueza, sin omitir palabra dura.

-Cuando viene el fiero turbión y me azota y me derriba ¿qué puedo pensar de aquella fuerza enorme? ¿Puedo detenerla, puedo castigarla, puedo ni siquiera injuriarla? ¿Qué puedo decir contra ella, ni cómo puedo defenderme, si con ser tan formidable, no es más que aire?

-Querido señor -dijo Paoletti, cruzándose las manos compungidamente sobre el pecho-, este humilde clérigo ultrajado le compadece a usted y le perdona.

En seguida oyéronse los pasos largos y duros del clérigo, que golpeando el suelo con sus pies de plomo, se dirigía a la estancia de la enferma.



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