La familia de León Roch : 1-20
-Mi querida María, ¿estamos solos? -dijo Luis, estrechando contra su pecho las manos de su hermana.
-No -replicó ella con desasosiego, mirando una sombra oscura que avanzaba del otro lado del jardín-, allí está... Viene.
Después de observar un rato, añadió:
-Pero se ha vuelto; se pasea... Parece que no se atreve a acercarse... parece que te tiene miedo, Luis, o si no miedo, un respeto, un respeto... Su conciencia no podrá estar serena delante de ti.
-No seas tonta... ¡respeto a mí!... ¡a mí que soy una miserable criatura!... Además, los hombres como tu marido no respetan nada ni a nadie. En su interior hará burla de nosotros.
-Eso sí que no -dijo María con firmeza-. Yo te aseguro que no se burla de nosotros. León es bueno, y si creyera, si creyera. ¡Dios mío!... ¿Ves? Ahora parece que vuelve otra vez; pero se retira.
-Está triste -dijo Luis, observando la sombra que allá lejos vagaba lentamente como alma en pena-. Parece que una gran desgracia le abruma, y, sin embargo, tiene salud, es rico, posee todos los bienes del mundo. Mírame a mí, enfermo, muriéndome, desligado de todo, pobre y olvidado, y, sin embargo, estoy alegre; mi alma experimenta esta noche una calma dulce y un placer... es como si una mano suave y blanda la levantara en los aires.
Después, acercando el rostro al de su hermana y mirándole a los ojos, le dijo:
-Hermana querida, yo me voy a morir.
-Por Dios, no digas eso, hermano -repuso ella con afán-. Si estás mejor, si te curarás...
-No me gusta oír en tu boca los necios consuelos propios de los médicos y de los que no tienen verdadero espíritu cristiano. Yo me muero y estoy alegre de morirme. Esta mañana, cuando oí misa, pareciome que una voz celeste me anunciaba mi próximo fin. Desde entonces nació en mi alma este júbilo que ahora siento. Todos mis pensamientos hoy han sido de gozo y felicitación por el bien que anhelo. He entonado un Te Deum, y me he alegrado tanto, tanto, que al fin he temido que este excesivo contento escondiese algo de amor propio y ofendiese a Dios.
-No te morirás, no te morirás -dijo María, acariciándole la cabeza.
-Tu alma, contaminada del mundo, no comprende la deliciosa vida del morir. Entiendes las palabras en ese sentido estúpido que les da el Diccionario y la conversación de los pecadores. Regocíjate por mi muerte, mujer, regocíjate como yo y así aprenderás a desear la tuya. ¡Ay!, ¡hermana mía! Un solo sentimiento empaña mi alegría, un solo interés mundano me ata todavía a mi horrible envoltura. ¿Sabes cuál es? Acerca más tu silla a la mía: no puedo alzar la voz.
Los dos sillones de mimbre se tocaron.
-Mi sentimiento es considerar que tu preciosa alma, gemela de la mía, como tu cuerpo, se quedará aquí en peligro de ser contaminada, más contaminada de lo que ya está... Esta idea me perturba en mi última hora, y aunque espero alcanzar mucho del Señor pidiéndole por ti, no estoy tranquilo.
-¡Yo contaminarme!... ¿de qué? Tú no conoces bien mi carácter, ni el heroísmo y constancia con que defiendo mi fe, mi pobre fe pequeñita y humilde, que no es más que un reflejo de la tuya, grande y brillante como el sol. No temas por mí. Ya te he dicho que no hay peligro; ya te expliqué bien que, amándole como le amo, me mantengo siempre a una distancia infranqueable. Él ha querido salvar este abismo. Yo lo he querido también y lo he deseado; pero, después de lo que tú me has dicho, comprendo que es imposible sin un milagro de Dios.
-No milagro, sino un acto especial de su misericordia... y este acto debes esperarlo. Pídeselo a Dios constantemente, y al mismo tiempo no desatiendas ni un día, ni un instante, la obra querida de tu salvación. Conságrate a salvarte, María; haz de tu vida terrenal un escabel puro y simple para tu subida a los cielos; cultiva la vida interior, refuérzate con una devoción perenne, ármate de paciencia y corónate de sacrificios, porque tu situación es mala, careces de libertad, te hallas unida, por fatal error de tu juventud, a un hombre que hará esfuerzos colosales por apartarte de la única senda que lleva a la gloria eterna... De modo, hermana queridísima, que tu trabajo ha de ser doble, tus afanes inmensos, sudarás sangre, beberás hiel, sufrirás esos desgarradores martirios internos que hacen más daño que el fuego de una hoguera... ¡Pobre hermanita de mi alma!... ¡Ay!, cuando los Padres me mandaron a Madrid, tuve gran pena y dije: «¿A qué me mandan a ese lugar de pestilencia? ¿Por qué no me dejan morir en paz aquí?...». Ya me resignaba a obedecer, cuando un pensamiento súbito me iluminó, y pensé así: «De seguro el Señor me envía por ese camino con algún objeto piadoso». El objeto lo vi pronto... el objeto era que esta voz, pronta a callar para siempre, perdiendo el son vano del mundo, dijera algunas palabras importantes a una bella y candorosa alma que el Señor considera como suya. Bien sabe Dios que eres tú lo que más amo en la tierra; nos criamos juntos, y nuestras inclinaciones, como nuestras caras, se parecían; a los dos nos gustaba la vida espiritual, y en la edad en que todos los niños juegan, nosotros quisimos ser martirizados. Nuestra vida en aquel adusto pueblo de Ávila echó el cimiento en que luego cada cual debía edificar su piedad. Mi vocación sacerdotal preservome al instante del contagio del mundo. Tú caíste, tú te alejaste de la senda de luz y te metiste en la oscuridad, y en la oscuridad, cuando los ojos de tu alma estaban ciegos, te casaste... ¡Y con quién! ¡No vitupero el matrimonio, que es santo también, sino tu elección! Pero los grandes gérmenes de tu alma fructificarán a pesar de todo; sí, fructificarán, hermana mía... Yo, por especial favor de Dios, he venido a morir en tus brazos; he sido mandado para que me veas y me oigas...
-¡Bendígate Dios mil veces! -exclamó María Egipcíaca con efusión-. Yo creí que allá en tu santo retiro no sabías nada de lo que aquí pasaba; yo creí que ignorabas las ideas de mi marido...
-Allá lo sabemos todo. Yo conocía sus obras, sus ideas, su carácter, y tenía noticia de su exterior amable y de sus cualidades relativamente buenas... Sabía los vicios que devoran a nuestra desgraciada familia, vicios de los cuales tú y yo no debemos hacer un secreto. Nuestro pobre padre no vive como un prócer cristiano; nuestra mamá pone mucha atención desmedida en las vanidades del mundo. Leopoldo es un joven disoluto, enfangado en la corrupción; y Gustavo, aunque defiende con brío la causa de Dios, hácelo con cierta ostentación mundana y más bien por orgullo que por el celo religioso. Los cuatro han olvidado que la hermosura, la gloria humana, las riquezas, los honores, el aplauso no sirven al fin para otra cosa que para los gusanos, que todo se lo comen, y que cuantos afanes se pasen por lo que no sea provecho del alma, son en beneficio de los mismos feos gusanos. Sólo tú te me apareces con algún carácter de santidad y virtud que descuella entre esta podredumbre; pero aun tú, con ser tan superior a los demás, no estás exenta de gran mal y expuesta también a perder tu alma.
Al decir esto se le extinguieron súbitamente las palabras en la garganta como si una mano invisible le hubiera agarrotado.
-Me ahogo -murmuró con sordo gruñido, echando la cabeza atrás-. No puedo...
Apenas podía respirar, y su cuerpo se contrajo con dolorosas ansias en el asiento.
-León, León -gritó María llena de susto.
-No es nada... no llames -dijo con mucho trabajo Luis, empezando a recobrar el uso de sus gastados pulmones-. Creí que había llegado el momento... No tardará. Dame tu mano; no te separes de mí.
Acercose León.
-No es nada -le dijo su cuñado-. No hay que asustarse... Creí que me moría; pero no es hora, no; aún tengo algo que decir.
Los tres guardaron profundo silencio.
-Este sitio no es bueno -dijo León-. Ha estado toda la tarde abrasado por el sol, y parece un horno. ¿Quieres que te pongamos al lado del Naciente, donde está un poco más fresco?
-¡Oh! Sí... es la parte mejor porque no se siente el bullicio de la calle ni ese vaho de ciudad populosa que aturde.
Levantose y anduvo algunos pasos ágilmente con su hermana, mientras León trasportaba los dos sillones; pero antes de llegar, el enfermo se encontró súbitamente sin fuerzas, y apoyado en el brazo de María, vacilaba como un ebrio.
-¡León, León, por Dios, acude!
Sostenido entre los dos, el pobre joven ocupó su asiento en el costado oriental del jardín, y podía contemplar desde allí gran extensión de cielo estrellado, dominando la estepa.
-Esto me recuerda -dijo el colegial poeta recobrando la respiración- nuestro querido páramo de Ávila, aquella imagen admirable del destino del hombre, aquellas noches sublimes formadas de un suelo desierto y de un cielo fulgurante, como si quisiera representarnos un árbol misterioso del cual no se ven sino las raíces y las flores... lo mismo que aquí, ¿ves? Las raíces abajo; las flores arriba; las penas acá, allá las corolas eternamente abiertas, exhalando el aroma de la dicha sin fin.
Después calló. Oíase tan sólo su respiración fatigosa. Miraba al cielo, cual si estuviera contando las estrellas como hacía en su niñez. María parecía rezar en silencio. León tomó el pulso a su cuñado, le tentó la frente, observole después largo rato.
-Estoy bien -dijo Luis sin mirarle.
Poco después León se alejaba. Sus pasos hacían sonar la arena del jardín con ese rumorcillo campesino que a veces supera a la más bella música. Cuando la rápida disminución del ruido indicó que el dueño de la casa había doblado el ángulo del jardín, Luis llamó a su hermana.
-María -murmuró sin mover la cabeza.
-¿Qué?
-Pronto, muy pronto, hermana mía, atravesará mi alma por entre esos ejércitos de estrellas que parecen estar ahí para aclamar a las almas que pasan triunfantes... ¡Oh!, ¡qué puro y celestial gozo siento dentro de mi espíritu!... ¡Si yo pudiera comunicarte este gozo, si yo pudiera hacerte comprender cuán hermoso es arrojar este fardo insoportable y volar solo, libre, hacia esa inmensidad iluminada para las eternas fiestas de los justos; volar solo, libre, sin arrojar siquiera una mirada sobre este muladar del mundo!... ¿Ves esa maravillosa arquitectura de luces? Si son tan bellas éstas que ni siquiera merecen compararse al polvo que huellan los bienaventurados más arriba, ¿cómo serán las que coronan a María Inmaculada, allá dentro, en lo más alto, en lo más hondo, allí donde nuestra mirada no puede llegar?
-Por Dios, hermano querido -dijo María con afán-, no hables mucho, sosiégate... estás excitado...
-Hermana, yo te hablo como el prisionero que aguarda el instante de su liberación, y tú me respondes con el lenguaje vulgar, estúpido, de los médicos... Desgraciada ilusa, ¿qué me importa a mí la salud del cuerpo? La vida del pobre insecto que pasa y se posa en nuestra cara para picarnos me importa más que la mía. ¿Y cómo quieres que haga caso a esos inútiles cuidados tuyos, cuando sé que mañana...?, sí, hermana querida, mañana, después de oír la santa misa y de recibir al Señor, daré mi adiós a la tierra... Estoy seguro de ello, me lo dice la misma voz que tantos anuncios certeros me ha hecho en mi vida de meditaciones, y... no lo dudes... es una visión... un anuncio divino... Mañana, mañana.
María estaba absorta, espantada. El rostro de su hermano era como el de un cadáver que recobrase milagrosamente la mirada y la palabra. Ella no se atrevía a apartarse de él un momento. El padecimiento del joven la alarmaba, y al mismo tiempo seducían de tal modo sus ardientes palabras que no podía separarse de allí.
-Oye de tal modo mis palabras -le dijo Luis tomando sus manos-, que suenen en tus oídos mientras existas. Son las últimas exhortaciones de tu hermano moribundo y feliz, y si no tienen autoridad por mi persona, tiénenla por mi muerte, porque en todo moribundo hay algo de profeta. María, reconozco que hasta aquí has hecho algo para salvar tu alma; reconozco que has entrado en el buen camino, practicando, además de las devociones que a todos obligan, otras particulares, consagradas a la Santísima Virgen y a los santos; pero eso no basta, hermana mía; eso no es nada, mientras continúes consagrando parte de tu atención a las vanidades y engaños del mundo. Esas devociones que ahora se estilan y que permiten frecuentar los teatros y tertulias, vestirse con insultante lujo, pasear siempre en coche, fomentar la superchería y presunción, son verdaderas comedias de piedad. Reforma completamente tu vida: fuera mundo, fuera galas, fuera pompas, fuera lujoso vestir, fuera refinamientos de comodidades, fuera coches, fuera elegancia y anhelo de parecer bien.
Al decir esto, hacía con la derecha mano el gesto de arrojar lejos sucesivamente las cosas que iba nombrando.
-Desea parecer mal -añadió con febril elocuencia el arrebatado santo y poeta-; desea que se burlen de ti; desea hasta ser calumniada; desea que te llamen ridícula e insociable; desea el olvido, el desprecio de todo el género humano. No quieras nada de aquí, para tener todo lo de allá... Juntos nacimos: así como en el vientre de nuestra madre estuvieron unidos nuestros cuerpos, estén unidas nuestras almas en la vida inmortal. Seamos gemelos de la eternidad, hermana querida. ¿Quieres serlo, quieres estar eternamente unida a mí delante de Dios, quieres que nuestros méritos se confundan en uno y que de las alabanzas cantadas por tu boca y la mía no resulte más que un solo himno?
-Sí, sí -exclamó sollozando María.
Arrojose en brazos de su hermano, que abrasado por la fiebre parecía delirar. También el cerebro de la hermana ardía, encendido al choque de aquel cometa flamígero que pasaba por ella en lo más crítico de su vida.
-Sí, sí -añadió regando de ardientes lágrimas el pecho del enfermo-; quiero volar unida a ti eternamente, ser tu hermana gemela, y salvarme como tú, y tener el mismo grado de bienaventuranza que tú tengas.
-Pues bien -dijo Luis entre secas toses-. Tenme siempre en tu memoria. Yo me voy, pero te queda mi espíritu, te quedan mis palabras. Óyeme bien: tu esposo, corrompido por sus ideas filosóficas y por la negación de Dios, será siempre un obstáculo terrible a tu santidad. Debes vencer este obstáculo sin faltar a los deberes que te ha impuesto el sacramento. ¡Oh!, no es posible imaginar situación más difícil. Pero creo poder señalarte el verdadero camino. Entre él y tú no puede haber jamás sino la unión exterior, y vuestras almas estarán separadas por los abismos que hay entre el creer y el no creer. Amor verdadero de esposos no puede existir entre vosotros. Pero tu piedad te impide al mismo tiempo aborrecerle. Ámale, pues, con esa estimación general que merece el perjuro, según la ley de Cristo. Obedécele en todo lo que no contraríe tus hábitos de piedad. Reconociéndole dueño y señor en todo, no permitas que tu conciencia católica sea esclava de su arbitrariedad atea. No le faltes al respeto, no le injuries, y ruega a Dios por él todos los días, a todas horas, con fervor contrito, sin olvidar a nuestros padres, a nuestros hermanos, que también merecen intercedamos por ellos... El Señor no te ha concedido hijos. ¿No ves en esto una maldición echada sobre tu matrimonio? Es una maldición, sí, y al mismo tiempo, con respecto a ti, un favor especial, porque haciéndote estéril, el Señor te demuestra bien claro que te quiere para sí, te demuestra su deseo de que a él te consagres y le honres. Estos dos pobres gemelos tienen mucho que agradecer a la misericordia de Dios.
-Mucho que agradecer -exclamó María, dejándose arrastrar por el torbellino- pero tú eres un santo, yo una pecadora.
-Tú serás como yo y más que yo, porque padecerás, lucharás, y tu triunfo será por esto más meritorio... No teniendo hijos, puedes consagrarte por completo al cultivo de la vida interior. Rompiendo absolutamente con el mundo, nada puedes temer, y la absoluta disconformidad en ideas que hay entre ti y tu esposo te da la completa libertad interior. Si en cosas de la vida quiere ser tu tirano, sé su esclava; pero si en cosas del alma quiere dominarte, oye sus palabras como oirías el ruido de la lluvia. Si te castiga de obra, sufre en silencio; si te abofetea, pon la otra mejilla; pero si con palabras insidiosas o con cariños diabólicos quisiera introducir en tu mente alguna idea herética, cierra tus oídos, huye de él en espíritu. Aceptando la esclavitud que te imponga, hazte libre en espíritu. Si no te permite ir a la iglesia no vayas; suple con meditaciones constantes y oraciones internas muy fervorosas la falta de culto en la iglesia. Si te permite ir a ella, ve lo más que puedas, y aspira al estado de perfección que te permita recibir la Eucaristía todos los días. Si él no solicita tu compañía, no solicites tú la suya. Si él aspira a estar en todas tus acciones, haz que esté siempre yo presente en tus pensamientos. Interésate por su salvación, pero no olvides ni un instante la tuya. No le exhortes con palabras a convertirse, porque se irritará más su ateísmo, y porque los mejores argumentos serán tus virtudes y tu humildad. Por ningún caso consientas en tomar parte en saraos dentro ni fuera de tu casa, ni tengas amistades de ninguna especie. Ya que no puedes convertir su hogar en un santo asilo, no consientas en él el menor escándalo. Una orgía o tertulia de hombres irreligiosos te autorizará para huir de tu casa. Y si algún día Dios quisiese tocar el corazón de tu infelicísimo esposo e iluminar su inteligencia; si ese hombre confesase la religión verdadera, entonces le propondrás la separación de cuerpo, para que yendo cada cual a una casa conventual de su sexo, consagren separadamente el resto de esta vida mortal a alcanzar la eterna.
-¡Oh!, hermano mío -exclamó María con exaltación-, no puedo creer sino que Dios mismo habla por tu boca.
Luis estrechó en sus brazos la preciosa cabeza de su hermana. Después estiró el flaco cuello, y gimiendo con horrible ansia de aire, parecía que toda la vida se paraba en él. Sus ojos se revolvieron en las órbitas, cerrándose después como si los deslumbrara un resplandor insoportable. De su pecho salía un soplo ronco y seco.
-León, León -gritó María llena de pavor.
Pero todo estaba en silencio; no se sentían pasos.
-León, León... Eso no es nada -añadió la hermana, acercando su rostro al del colegial poeta y procurando reanimarle con palabras.
Después volvió a llamar a su marido. Pero este no se hallaba en el jardín. No se sentían voces de criados, ni otro rumor que el de la calle, donde jugaban los niños de la vecindad, y algunos ladridos de perros vagabundos que andaban por los tejares. Ni el más leve soplo de aire movía las hojas de los árboles: todo estaba quieto, con no sé qué expresión de ansiedad pavorosa. Hasta las estrellas le parecieron a María atentas y sin fulguración, cual ojos llenos de espanto. Revolvió sus miradas en derredor, y tuvo miedo al verse tan sola con su hermano, que, al parecer, se moría. Volvió a llamar, y al fin sintió los pasos de su marido, que tranquilamente llegaba.