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La familia de León Roch : 3-20

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La familia de León Roch
Tercera Parte
Capítulo XX
Final

de Benito Pérez Galdós

Largo rato estuvo allí León sin conciencia del tiempo que transcurría. Lentamente volvieron sus alteradas facultades, si no al reposo, a un estado en que le era posible la apreciación exacta de las cosas. Se levantó para retirarse, y pasó de una sala a otra buscando el camino del pórtico. Hallándose al fin cerca de él se detuvo, porqué creyó oír cuchicheo de visitantes. Torciendo el camino bajó por una escalera que al paso encontró y que le condujo a la crujía baja. Por allí quiso buscar la salida al jardín. Después de andar un rato por los largos y tortuosos corredores de servicio, vio en el extremo de ellos una puerta; empujola.

Toda la sangre se le agolpó al corazón y sintió en su interior como el golpe de una caída repentina al verse en la capilla iluminada por centenares de hachas. Echó mano al sombrero, tendió la vista. Sobrecogido, incapaz de movimiento, con la vida toda en suspenso, permaneció un rato junto a la puerta, percibiendo en la vaguedad de su estupor un montón de luces, pues tal le parecía, un montón de llamas rojizas y afiladas que, alargando sus trémulas puntas hacia el techo, surgían de la cera derretida y llorando en chorros amarillos. En el centro y en la base de aquella pirámide de luces estaba, como en el trono mismo del respeto, un fúnebre objeto yacente. Ropas blancas, unas manos de mármol, eran lo único que desde allí podía verse.

Llamó a sí todo su valor de hombre para acercarse. Antes de dar un paso miró en derredor. No había nadie allí; no se sentía ni siquiera el rumor de la respiración de un vivo junto a los fríos despojos humanos, engalanados con la vestidura del negro tránsito y custodiados por el silencio. La estatua de un adolescente pálido se alzaba en el altar: sus ojos pintados sobre la madera, medían de un extremo a otro la capilla, observando a todo el que entraba y parecían decir: -¡Malvado, no la toques!

León avanzó despacio, apagando el ruido de sus pasos para no sentirlo él mismo. El respeto, la santidad del lugar, la espantosa vacilación que sentía entre la idea de retroceder y la de acercarse, le hicieron pasar por distintos estados morales, ya de anhelo o curiosidad, ya de miedo o superstición, durante aquel viaje de veinte pasos desde la puerta al centro de la capilla. Podría asegurarse que el temor le detenía y la desgarradora curiosidad del temor mismo le empujaba.

Por fin la vio. Allí estaba, delante y bajo sus ojos, sobre el suelo, al nivel de las pisadas humanas, esperando, por decirlo así, en los umbrales del imperio del polvo, a que le señalaran sitio para el descanso absoluto de lo inorgánico. Su espíritu, más bien egoísta que generoso, había entrado ya quizás con gemido de sorpresa y temor en la región ignota del saber de amores y de la apreciación exacta del bien y del mal.

Una vez contemplada en el primer golpe de sorpresa y temor, la miró más, oyendo el palpitar de sus propias sienes y la trepidación de su sangre, cual mugido de un mar cercano.

Blanco hábito la cubría, puesto por las amigas de devociones con severa elegancia. Sus anchos pliegues corrían en líneas rectas del cuello a las plantas, sólo interrumpidos por las manos de mármol que empuñaban un crucifijo. Finísimo velo blanco le cubría el rostro, sin ocultarlo ni dejarlo ver claramente, presentándolo vagaroso, esfuminado, lejano, entre nieblas como la imagen mal soñada que persiste en la retina de los mal despiertos ojos. Él hubiera querido verla mejor para apreciar lo que restaba de una hermosura sin igual que, absorbida por la muerte, se había ido cambiando en no sé qué flor mustia y azulada. En todo rostro, por ciego y muerto que esté, hay siempre algo de mirada. León se sintió contemplado desde el fondo de aquella cavidad fúnebre, ahondada por las vaguedades de la gasa, y reconoció la mirada última, ya menos amorosa que irónica.

Por su pensamiento pasaron las ideas más graves que asaltan al hombre en los momentos culminantes de la vida, y consideró la distancia a que estamos del verdadero bien, distancia que no acierta a medir la idea y que no se sabe cómo ha de recorrerse... Cortó sus pensamientos un ruido importuno y vulgar, una tos... Miró... La muerta y él no estaban solos. Allá en el fondo de la capilla alguien velaba. Era el clérigo pequeño, sentado en un banco, con los ojos fijos en el libro de rezo. León no pudo menos de admirar la fidelidad del amigo espiritual, que habiendo sido dueño de la vida, quería ser custodio de la muerte. Sin mover la cabeza, el italiano alzó los ojos y miró a León un rato, fijamente, muy fijamente... Después los bajó para seguir leyendo. En aquella blanda caída de la mirada sobre el libro había el desdén más soberano que puede imaginarse. Paoletti, como si nadie estuviera allí, siguió leyendo: ego sum vermis et non homo, opprobrium hominum et abjectio plebis.

¿Por qué al salir, no con menos respeto que al entrar, sintió León en su alma una consoladora tendencia a la serenidad? Había visto cara a cara lo más pavoroso del mundo físico y del mundo moral, y los combates que estas terribles perspectivas habían provocado en su espíritu dejáronle rodeado de grandes y tristísimas ruinas. ¡Impavidum ferient ruinae, que dijo el pagano! ¿Pero qué le importaba estar vencido, solo, proscrito y mal juzgado, si resplandecía en él la hermosa luz que arroja la conciencia cuando está segura de haber obrado bien?

Al entrar en su casa vacía, encontró a su criado ocupado en hacer las maletas, conforme le había mandado aquella tarde. Alegrose mucho este al verlo entrar, y como León le preguntara la razón de tan grande alegría, el fiel criado le respondió:

-En casa de la señora marquesa y en todas las casas donde le conocen a usted decían que usted se pegaría un tiro esta noche. Lo daban por tan seguro, que me eché a llorar.

León sonrió con tristeza.

-Y al entrar en casa para hacer las maletas, lo primero que hice fue esconder las pistolas, por si no pudiendo el señor matarse en otra parte se le antojaba matarse aquí.

-¿Dónde las has puesto? ¿Están cargadas? -dijo León prontamente.

-¡Oh!, ¡el señor se atreverá...! -exclamó el criado, lleno de pavor.

-Tranquilízate, amigo -dijo el amo señalándose la frente-; esto no se ha hecho para el suicidio... En cuanto a las pistolas, si están cargadas, puedes arrojarlas a la calle para que las aproveche el primer tonto que pase.

-¡Tirarlas!... son tan bonitas...

-O quédate con ellas. Guárdalas para cuando te cases.

-El señor olvida que soy casado.

-Pues para cuando enviudes.



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