La familia de León Roch : 1-19

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La familia de León Roch
Primera Parte
Capítulo XIX
La marquesa se va a la música​
 de Benito Pérez Galdós

La casa de León estaba al Nordeste de la Villa, mirando por un lado al Madrid flamante, poblado de casas alegres y de frescos jardines; por el otro a las vastas soledades polvorientas. La capital de España tiene límites marcados por el lápiz de sus arquitectos; no se disuelve en el campo, ni tiene la zona mitad agrícola, mitad urbana, que nos lleva insensiblemente del bullicio de una ciudad al sosiego de las aldeas. El apelmazado caserío termina en seco, bruscamente, y ninguna casa se atreve a separarse ni ir sola más allá por miedo al sol, al frío y a los ladrones. Nos ha parecido a veces el reposo de una gran caravana que, al caer de la tarde, va a levantarse y partir sin volver los ojos para ver el sitio que ocupó.

Desde la parte oriental del hotel se veía aquel triste paisaje de lomas manchegas, en invierno ligeramente teñidas de un verde vergonzante; en verano, amarillas, pardas, cenicientas, rasguñadas por arados que no aran, barridas por vientos que se revuelcan en las sinuosidades del terreno, levantando polvo y arrojándoselo a la cara unos a otros. Algo rompe la regularidad desesperante: aquí hay un tejar donde se ven masas de ladrillo que humean, allá una casa solitaria y aburrida, que si algo demuestra, es el asombro de hallarse donde se halla. Al amparo del tejar vense chozas de adobes y esteras, obras arquitectónicas de que se reirían las golondrinas, los topos y los castores, y al amparo de estas chozas de puntapié, los especuladores de la basura analizan la recolección de la mañana, hurgando en los montones de trapos, barreduras, papeles, restos mil de lo que diariamente le sobra a una gran ciudad. No lejos de allí juegan algunos chicos medio desnudos, cuyos cuerpos morenos y curtidos se confunden con el terruño. Parece que acaban de salir de una grieta, y que por ella se han de volver a escurrir, graciosos, blasfemantes, mal criados, revelando en su gracejo e inocente desvergüenza al ángel y al gitano en una misma pieza todavía.

Por allí vagan, después de hociquear en los montones arriba citados, perros leprosos que no desdeñan una pantorrilla si se les ofrece, gallinas flacas que por Abril o Mayo pasean sus manadas de pollos y les enseñan los primeros rudimentos del modus vivendi. A trechos se halla alguno que otro charco de agua verde, donde el cielo se mira estupefacto de verse de color de cieno, y las negras caravanas de hormigas cruzan el terreno en todas direcciones, cargando las vainillas de algarroba que merodean en algún campo mal sembrado.

Por las mañanas óyese en estas soledades manchegas un cencerreo delicioso: son los rebaños de ovejas que van de Vallehermoso al Abroñigal, y vuelven al caer de la tarde salpicando con notas melancólicas el dulce silencio del crepúsculo. También pasan precipitadas y saltonas las cabras y las meditabundas burras de leche, que al despuntar el sol llaman con su áspera esquila a la puerta del tísico.

Este paisaje triste, seco, huraño, esquivo, con cierto ceño adusto de encrucijada de asesinatos, con no sé qué displicente aspecto de cementerio abandonado; paisaje que en vez de llamar, detiene, y con su mirar glacial y amarillo suspende el paso del viajero e infunde cierto pavor dantesco en el corazón, es cosa muy distinta cuando llega la noche y, calmado el viento, se difunde un sosiego misterioso por toda la esfera y se levanta el indescriptible monumento de los cielos poblados de estrellas. Es tan alta aquí la bóveda azul, que el pensamiento y la mirada llegan como jadeantes hasta ella. No se puede mirar sin contener la respiración ese firmamento sin igual que se posa sobre esta gran estepa de Castilla, como la vida espiritual surgiendo sobre la aridez del ascetismo. Hay tierras que tienen su paisaje en las lindas praderas y en los bosques y ríos, graciosamente sombreados por un cielo algodonáceo. Madrid tiene su paisaje allá arriba, en los inmensos espacios empedrados de mundos. Desde la casa de León se veía al anochecer, la faja luminosa que deja el sol en el horizonte, la hermosa sencillez y unidad del suelo, que trae al pensamiento los lugares de Oriente donde han pasado las cosas más grandes que ha habido en el mundo; más tarde, la sucesiva aparición de los soles remotos, como si cada cual fuera a tomar su sitio y se encendiesen poco a poco; la inmensa redondez aparente del cielo, en cuya curva parece que algunas estrellas suben animosas y otras bajan cansadas; la extraordinaria vibración de aquellas, que crecen y menguan temblando; la atención profunda de las mayores, que con un rayo solo de su mirada abarcan toda la inmensidad; la graciosa indecisión de estas, la adusta seriedad de otras que fulguran ceñudas; la grandiosa pereza de la vía láctea tendida sin fin, y abajo las masas planas de la tierra sin accidentes, sin ruido, sin alturas, sin árboles, sin agua, imagen yacente de la humanidad, que, dormida o muerta, sueña en la oscuridad de su cerebro con los infinitos esplendores de arriba.

-María, dame tu mano; quiero salir al jardín para ver el cielo -decía Luis Gonzaga a su hermana.

Finalizaba Julio y el calor era sofocante. En el jardín había puesto León un sillón de mimbres para que el enfermo gozara del bello aspecto de la noche hasta la hora en que empezaba a soplar el viento del Guadarrama.

Los cuatro formaban un grupo. El enfermo apenas hablaba poco o nada delante de León, pero cuando se iba hablaba mucho y con ardor y elocuencia de la belleza del cielo, del gozo que experimentaba con su próxima muerte y de la bondad de Dios. En Julio había tenido la enfermedad muchas alternativas; hubo días en que creyó que Luis se moría; pero después vinieron otros y aun semanas enteras de tan visible mejoría, que la marquesa llegó a tener alguna esperanza. Los médicos, sin embargo, no permitían que la familia se forjara ilusiones y decían a León: «Si no hay milagro de Dios, se va para el caer de la hoja».

Aquella noche (nos referimos a la noche en que dijo las palabras escritas más arriba), había mejorado, y sus facciones tomaban tinte extraño de animación y alegría, correspondiendo a esto una verbosidad más rápida y ardiente que de costumbre, excepto cuando León se acercaba.

Hallándose todos en el jardín, detúvose un coche en la verja y oyéronse las voces de la marquesa de Rioponce y su hija, que venían a buscar a la de Tellería para llevarla a los Jardines del Retiro. Varias veces había recibido Milagros la misma invitación; pero se había excusado de aceptar fundándose en la enfermedad de su hijo.

Verdaderamente no tenía gusto para nada... ¿Cómo podía disfrutar de placer alguno considerando el triste espectáculo que en su casa quedaba?... ¡Oh! Sus amigas la perdonarían; sus amigas no insistirían en llevarla a fiestas y comprenderían que no debía ni podía ir... Ella había hecho el sacrificio de quedarse en este horno por estar al lado de su hijo... Había hecho el sacrificio de trasladarse a la casa de León que era un destierro, un verdadero destierro... Su corazón de madre no vacilaba ante ningún sacrificio... ¡Pero ir a espectáculos, presentarse en los jardines cuando todo el mundo sabía que el pobre Luis seguía padeciendo...! Verdad es que estaba mejor, mucho mejor; no había más que verle la cara; pero, a pesar de esta mejoría, ella, la infeliz, la atribulada marquesa, no podía pensar en diversiones ni en música... Y no es que su pobre espíritu no necesitase algún esparcimiento... Bien conocía ella que sí lo necesitaba; ¿y qué solaz más puro que un poco de buena música?... Pero no podía decidirse, no. Hallábase encadenada por su tristeza, y encariñada con ella en tal manera, que no se podía desligar de sus fatales brazos, y padeciendo como padecía, la misma pena la ataba con fuerte lazo a la persona de su querido enfermito.

A estas razones, la de Rioponce contestaba con otras; que el pensamiento humano y el lenguaje suministran infinito caudal de razones para todos los casos de la vida.

Era evidente, como la luz del día, que Luis Gonzaga estaba mejor, ¿qué mejor?, fuera de peligro... Lo anunciaban su faz animada, sus ojos llenos de serenidad y el desembarazo con que por el jardín paseaba y el tono festivo de su voz pronunciando a menudo palabras alegres... ¡Oh! Sin género de duda, la marquesa podía salir, podía ir al Retiro ¿por qué no? ¿No debía ella mirar también por su salud? ¿Era acaso prudente dejarse dominar por una tristeza infundada? Los mismos altos deberes que estaba cumpliendo heroicamente junto a su hijo exigían de ella el cuidado de su propia salud para poder continuar en su gloriosa faena de solicitud y de cariño. Dios no exigía tampoco una abnegación exagerada, anti-higiénica, y gustaba de que en la corona de espinas del sacrificio se introdujera de vez en cuando alguna florecilla.

Este razonar habilidoso y la querencia del festejo que hacía palpitar su corazón matritense, decidieron a la pobre Milagros. Pero los inconvenientes surgían a cada instante. Además de que no tenía gana, absolutamente ninguna gana de ir, érale preciso vestirse, para lo cual tendría que ir a su casa.

¡Qué tontería! ¡Si estaba bien, perfectamente bien, así! No necesitaba más. Ella tenía el singular don de estar siempre bien, de cualquier modo que estuviese, y aquella noche, fuerza era confesarlo, se había puesto elegantísima, cual si su corazón presagiara un fausto suceso.

Por último, los ruegos de su hijo la decidieron, bien a pesar suyo.

-Iré nada más que por darte gusto, hijo mío -dijo con mucho cariño.

Luis arrancó dos rosas del rosal más cercano y se las dio a su madre para que se las pusiera en el seno.

-Ya sé que te gusta esta clase de adorno, que es el más sencillo -le dijo sonriendo.

-No voy más que por no desairar a Rosa -añadió la madre- y por complacerte a ti. Yo soy de tu escuela, querido hijo; obediencia y hacer alguna vez lo que no nos agrada. Adiós.

-Adiós, mamá.

Poco después, el coche de la de Rioponce se alejaba, arrastrando a la marquesa hacia aquel resplandor de luces de gas que iluminaba la neblina formada por el polvo de los paseos y las evaporaciones caniculares.


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