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La familia de León Roch : 3-15

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La familia de León Roch
Tercera Parte
Capítulo XV
La sala «Increíble»

de Benito Pérez Galdós

Se le reunieron sus criados y algunos amigos fieles. Dio las disposiciones que exigían las circunstancias y se retiró a la parte del palacio próxima a su habitación. Quería estar solo. En medio de su pena, sentía escondida la satisfacción de haber cumplido hasta el último instante obligaciones sagradas. Mandó a su criado que, guardando la puerta, no permitiera que nadie penetrase hasta él, y se encerró en la sala Increíble.

Al fin le acompañaba aquella soledad tan deseada. Podía pensar solo y considerar la marcha de los sucesos, su propia situación, el estado de su alma, echar una mirada al pasado y otra al porvenir.

La dolorosa lucha que tiempo ha sostenía con un ideal distinto del suyo, había concluido. Estaba libre; pero su libertad venía impregnada de tristeza, porque había sido traída por la muerte, y le quitaba los hierros una figura hermosa, melancólica, que no podía en modo alguno ser odiada, sino compadecida y respetada. El óbice suprimido por la muerte y aposentado en la memoria y aun en el corazón del liberto por la compasión, ganaba dulces simpatías sólo por el hecho de su fin lamentable. Tenía el prestigio de la inocencia y la hermosura del ángel.

Por mucho que León empapara su pensamiento en aquella memoria, si no cariñosa, interesante y patética, no pudo evitar que fuese sorprendido su espíritu por una idea lisonjera. Tenía porvenir. Ante él se abría el pórtico de una vida nueva, donde quizás vería realizado lo que persiguió vanamente en la vida fenecida, completamente rematada en la calma triste de un funeral. Pero lo reciente del duelo le hacía mirar con miedo el porvenir, y sujetaba su mente para que no se lanzara a imaginar días venturosos ni a fabricar lindos castillos, todo en la región luminosa de lo probable, pero también en el caos oscuro de lo imaginario. Era para él muy doloroso que se juntasen en un punto el homenaje de respeto y piedad debido a lo que fue y la ilusión de lo que había de ser. Pero la esperanza es como el remordimiento, y viene tan puntual cuando la lógica la trae, que se la creería un don precioso de la conciencia. Así como no se puede cerrar la puerta al remordimiento cuando este viajero llega y toca reclamando su hospitalidad ineludible, no se puede tampoco despedir a la esperanza que viene, entra, atropella, invade, se apodera, se instala y despliega ante la vista el lienzo seductor de los días venideros. No hay ceguera voluntaria que sea parte a impedir el goce de los horizontes de la vida cuando estos se agrandan y se iluminan por sí. No hay momento en la vida, por doloroso que sea, que no se encadene con los momentos esperados que aún permanecen en los infinitos depósitos, no consumidos, del tiempo. La vida no es más que la apreciación de un más adelante. La Naturaleza ha cooperado en esta ley, no creando ningún ser superior que tenga los ojos en la espalda.

Vacilaba y padecía, no queriendo lanzarse a donde su pensamiento iba con fatal vuelo, y gustaba de atarse otra vez la cadena rota. Creía honrarse apartando de sí toda idea de su propio bien, aunque este fuera legítimo, y quería que su fantasía tuviera la nobleza de no imaginar nada lisonjero en aquella luctuosa noche. Pero si el espíritu tiene velas maravillosas que lo impulsan y sin las cuales no puede navegar, tampoco puede hacerlo sin un lastre que se llama egoísmo. El egoísmo es necesario. Sin él y con velas se entregaría el hombre al loco arbitrio de los huracanes. Y con él solo y sin velas, quedaría reducido al triste papel de un pontón. Gallarda y perfecta nave es la que tiene en justa medida alas y peso.

Meditando en esto, él se negaba resueltamente a ser pontón. Había arrojado al agua todo su lastre para lanzarse como un rayo al oleaje de la contemplación pura del ideal, cuando sintió ruido, un rumor que le hizo temblar todo, como la cuerda tirante en los altos topes tiembla en la horrible trepidación del huracán: era un ruido de traje de mujer mezclado con un suspiro. Cuando miró, Pepa Fúcar estaba delante de él.

Tuvo miedo y no osó preguntarle nada. Tenía ella en su cara el aspecto de un muerto que se levanta por miedo de haberse muerto. Sus dientes chocaban como al efecto de un frío intensísimo. Traía la tragedia en sus ojos y en su mano un papel.

León tuvo valor para decirle:

-Por Dios... no vengas a turbarme... Mi pobre mujer ha muerto.

-Y yo...

El temblor, aquel frío que parecía adquirido al contacto del sepulcro, le impidió seguir. Al fin concluyó la frase:

-Y yo ha tiempo que he venido... a decirte que mi marido vive.

León se quedó como quien no oye bien. Su conciencia fue la que gritó un instante después:

-¡Tu marido!...

-Se llevó la mano a la cabeza, en cuyo centro toda su sangre parecía circular en remolino.

-¡Vive!

-¿Le has visto?

-Sí, y me habría muerto de espanto si no hubiera pensado que estás tú en el mundo para salvarme y ser mi amparo contra este bandido.

Estas palabras llevaron el espíritu de León a un aturdimiento estúpido...

-¿Yo?, ¿qué tengo que ver en eso?... -dijo, pugnando por echarse fuera de aquella situación escandalosa, por medio de un sofisma de dignidad-. Déjame... ¿tengo algo que ver con tu marido?... ¿ni tampoco contigo?

En su pecho se había levantado una tempestad de rabia, contra la cual luchaba, oponiéndole el decoro, el honor, diques de barro, que se rompían apenas usados. Sintiendo un torbellino en su cabeza y deseando que su amor fuera oído y que las cosas no fuesen como eran, ordenó a Pepa salir de allí. Un rayo de lógica le había destrozado interiormente. Cediendo a un movimiento natural de su alma, que no sabía si era el despecho o el honor, dijo a su amiga:

-Déjame... te repito que me dejes... No me turbes ahora. No quiero verte, te separo de mí, te expulso.

-No estás en tu juicio -dijo Pepa con dolorida tristeza-. Me arrojarás de esta sala, pero no puedes arrojarme de tu corazón.

-Es que has venido a burlarte de mí -repuso él en el último grado del aturdimiento- cuando merezco más respeto... Lo que has dicho no será verdad.

-¡Oh!, si no lo fuera... -dijo la dama, cruzando las manos-. Desde esta mañana me dio mi padre la terrible noticia: pero yo no creí que el otro tuviera valor para presentarse a mí... Esta noche me hallaba en mi cuarto... sentí ruido en el jardín, me asomé... vi un hombre... era él... la luz que alumbra el pórtico iluminó su cara aborrecida... le conocí. Creí que la tierra se abría y me tragaba... y empecé a temblar de frío y miedo. Por un impulso instintivo corrí por toda la casa, creyendo sentir sus pasos detrás de mí y su mano que me tocaba. Salí por la puerta de servicio, y si no hubiera puerta, me habría arrojado por una ventana... Salí al patio, no quería detenerme... Corrí a la calle, tomé un coche de alquiler y he volado aquí para decírtelo... he esperado mucho tiempo en el museo... no he tenido paciencia para esperar más.

-¿Y tu hija?

-Si hubiera estado en casa, la habría traído conmigo... Papá la llevó esta noche a casa de la condesa de Vera. Yo pensaba ir también, pero supe lo que pasaba aquí, y me entró horror de presentarme en público... me fingí enferma...

-¡En qué triste instante vienes aquí! -exclamó León con honda amargura-. Ni siquiera consolarte me es posible.

-¿Qué ves en mi presencia?

-Profanación... escándalo... no sé qué... Una espantosa inoportunidad que me hace temblar.

-No tengo la culpa de lo ocurrido. Dios lo ha dispuesto así... Pero no perdamos el tiempo en lamentaciones... Pensemos, discurramos lo que se debe hacer.

-¿Quién?

-Nosotros... ¿Me desamparas en este conflicto sin igual? ¿No sabes lo que trama el perverso? Mi padre me informó de todo esta mañana... Hace dos días que llegó a Madrid y se alojó en casa de sus tíos para echarme desde allí... No sé quién le informó de todo... Creo que serían sus tíos. Gustavo es su abogado... Sí, va a entablar querella contra mí... El muy canalla escribió a mi padre esta mañana declarándole arrepentido de sus infamias y pidiéndole perdón... En la carta de mi padre remitía una para mí... Mírala.

El primer movimiento de León fue rechazar la carta; pero sin saber cómo, la arrebató de la mano de Pepa y leyó lo que sigue:

«Un hombre que se muere no tiene derecho a exigir fidelidad a la esposa que vive. Felizmente para mí, el Señor Todopoderoso ha querido conservar mi preciosa existencia. Mientras llega el momento de abrazar a mi esposa e hija, tengo el honor de poner en conocimiento del primero de estos seres queridos que estoy resuelto a otorgarle mi perdón si se apresura a poner de nuevo el cuello bajo el yugo matrimonial, atendiendo a que mi supuesto alejamiento del mundo de los vivos disculpó hasta ahora su desvarío. Pero si el susodicho ser querido se obstina en considerarme destinado a ser pasto de peces en el golfo mejicano, yo me tomo la libertad de asegurarle que estoy decidido a usar de los derechos que la ley me otorga. Mi hija querida no puede crecer en el impuro regazo del adulterio. Seguro estoy de que la dama de quien tengo el honor de ser esposo no preferirá los halagos de un amor criminal a los dulces deberes de madre; en caso contrario, yo entablaré mi querella, contando, como cuento, con los testigos necesarios para hacer la previa información que la ley exige, y reclamaré a mi hija, persuadido de que la ley la pondrá en mis paternales brazos cuando cumpla los tres años.

»Para que mi buena esposa comprenda bien cuán fuerte es mi posición de cónyuge inocente, le ruego dé una vuelta por el despacho de su señor padre, y allí, estante tercero, tabla segunda, hallará la Novísima Recopilación, de cuya interesante obra me tomo la libertad de recomendarle la ley 20, título I, libro II.

F. Cimarra».

-Es él -exclamó León estrujando la carta-, es su letra, es su estilo, su descaro, su miserable ironía, su falta absoluta de vergüenza y delicadeza. Reconozco la mano infame en la bofetada que recibo... ¡Dios Poderoso, si el ataque de un monstruo semejante no es razón suficiente para atropellar todas las leyes y respetos, para olvidar la dignidad y la conciencia misma; si esto no es razón para rebelarme y estallar, no quiero la vida, la desprecio!

Arrojó al suelo la carta estrujada, y Pepa le puso el pie encima, diciendo con cierta fiereza:

-Así trataría yo tu persona, malvado, y tu Novísima Recopilación.

Después se dejó caer en el sofá, exclamando entre sollozos:

-¡Mi hija, en poder de ese menguado!... ¡Mi hija, que es mi alma toda, separada de ti y de mí!... ¡La idea de esta feroz amputación de mi vida me vuelve loca!

León miraba al suelo de una manera torva y aviesa.

-Un rasgo enérgico de mi voluntad nos salvará -dijo Pepa alzando su rostro que parecía la imagen misma de la resolución.

-Calla, espera -dijo León, apartándola lleno de ansiedad-. ¿No oyes?

Ambos quedaron mudos conteniendo el aliento.

Sentíase por la galería cercana ruido de pasos lentos, tardos, como de muchos hombres que trasportan un objeto pesado. Se acercaban, pasaban con cierta solemnidad aterradora; después se perdían a lo lejos.

Pepa y León, en la actitud de rechazarse el uno al otro, atendían con temerosa quietud a lo que cerca de ellos pasaba. El vivo palpitar de ambos corazones se confundía en un solo latido. Cuando el silencio volvió a reinar en el palacio, León miró a su amiga, que tenía el rostro inclinado y los ojos llenos de lágrimas.

-¿Rezas? -le dijo.

-¡Oh!, ¡Dios mío! -exclamó Pepa, oprimiéndose el corazón-. Ella reposa en paz, yo me consumo en ardientes afanes; ella goza ahora de la dicha eterna en premio de sus virtudes, yo soy señalada como criminal y perseguida por la justicia, y veo mi pobre corazón cazado en horrible trampa de leyes... No, Señor; yo no te pedí que la mataras para darme el triunfo, yo no pedí eso... Yo no he sido mala, yo no merezco este castigo... Por momentos la aborrecí, es verdad; pero ya no. Ahora no sé si la temo, no sé si es respeto lo que me hace pensar tanto en ella y verla constantemente enfrente de mí, viva y muerta al mismo tiempo.

-¡Feliz ella! -dijo sordamente el viudo.

-Pero no nos entreguemos a nuestra melancolía. Es preciso resolver esta noche misma... Escucha, yo tengo un plan, el mejor, el único posible.

-Un plan...

-Ya lo sabrás. Antes necesito traer a mi hija. Paréceme que me la han de quitar, que ella y tú y yo corremos peligro...

-Tráela al momento.

-Son las diez. Tengo tiempo de ir y volver pronto. Ya he hablado a Lorenzo, el mejor cochero que tenemos. Está enganchada la berlina. ¿Prometes esperarme aquí?

-Te lo prometo -dijo León, mirándola sin verla-. Corre en busca de Monina, tráela pronto; yo también temo...

-Hasta luego... No te muevas de aquí.

Salió por la puerta del museo.

Largo rato estuvo León sin poder coordinar sus ideas. Antes de resolver nada concreto, convenía ver la cuestión con claridad y con sus naturales formas y dimensiones, sin hacerla más difícil ni más fácil de lo que realmente era. Pero él mandaba a las ideas presentarse con lucidez y no lo podía conseguir. La disciplina de su entendimiento estaba rota. El gran cansancio físico y el caos intelectual en que se hallaba le llevaron a una especie de sopor, en el cual su mente se aletargaba, dejando que desvariaran febrilmente los sentidos. En otra ocasión crítica de su vida le hemos visto así.

La sala cuadrada le pareció circular, porque sus ojos eran incapaces de la apreciación exacta de las cosas, y el muro cilíndrico daba vueltas en torno de él, paseando, con el remolino jaquecoso de un Tío Vivo, las mil estrafalarias figuras que lo adornaban. Eran estampas grandes y chicas, platos y jarros, medallones y esculturas del tiempo del Directorio, que fue la revolución del vestido, trivial apéndice a la revolución del pensamiento. Después de cortar las cabezas, la fiebre innovadora se dedicó a reformar sombreros. La industria no quiso ser menos que la libertad, y en la cúspide del montón de cráneos alzados por el Terror plantó el figurín.

Allí no había más que hombres embutidos en inverosímiles casacas, estrangulados por corbatas sin fin y sirviendo de pedestales a delirantes gorros. Unos esgrimían bastones llenos de nudos, otros garrotes en espiral, y estaban desgreñados como las furias y calzados como los bailarines. Cadenas informes y sellos como badajos pendían de algunos, y de otros no se sabía cuáles eran las piernas y cuáles los faldones, ni dónde empezaba el hombre y acababa la ropa. Parecían delirios, monstruos, chabacana metamorfosis de la humanidad en bandada de aves graznadoras, llevando los lentes sobre el pico y las patas con borceguíes. Las mujeres mostraban media pierna con listadas medias, y en la cabeza torres de pelo, plumas, cartón, cintas, túmulos, veletas, pagodas, flechas, escobas. Las brujas, metiéndose a elegantes, no hubieran sido de otro modo.

Hombres y mujeres corrían en rápido ciclón. Era una chusma abigarrada, bufona, una nube de cuyo centro salían silbidos, ayes, befa y risa, entre la confusa masa de garrotes, piernas desnudas, narices, lentes, faldones, abanicos, sombreros. La humanidad actual encerrada en un cañón tan grande como el mundo y disparada a los aires en millones de pedazos, no habría formado sobre el cielo espantado una nube más horrible.

León vio que del círculo se destacaba una figura y avanzaba hacia él. Al punto se sintió abrasado de un furor semejante al que despierto había sentido en la mañana de aquel día contra su hermano político, furor no contenido ahora por consideración ni respeto alguno. El odiado increíble que hacia él venía era el más grotesco de aquella muchedumbre antipática, y con su infame risa parecía insultar a la razón humana, al pudor, a la virtud, a todo cuanto distingue al hombre de la bestia.

-Execrable animal -gritó o creyó gritar León, abalanzándose a él y cogiéndole por el cuello-, ¿crees que te temo?... ¿Por qué me la quitas?... ¿Dices que es tuya?... Ahora te enseñaré yo de quién es, librando a la sociedad de tu miserable vida...

Desarrollaba contra él atlética fuerza y le decía:

-¿Tienes derechos? Pues yo los pisoteo... ¿Has contraído lazos? Pues yo los rompo... Mira el caso que hago yo de tus derechos y de tus lazos: el mismo que de tu vida, empleada en el mal y en el escándalo... Me eres tan odioso como si fueras, y seguramente lo eres, la personificación de todo lo malo que hay en el mundo... ¿Me pides que te respete?... ¿que respete en ti la ley, el Sacramento, como los respeté en la infeliz que ya no pertenece al mundo? ¿Cómo te atreves a compararte con ella? En ella respeté la virtud austera y seca, la piedad exaltada, la honradez, la inocencia, la debilidad, la belleza. Pero en ti, ¿qué hay sino corrupción, mentira, infamia, vicios?... No me pidas que te tenga lástima, porque la compasión no se ha hecho para los animales dañinos. No me pidas que te entregue tu hija. Pues qué, ¿un ángel se echa a los perros?... Tu hija te aborrece, tu mujer te aborrece, y yo... te acabo.

Creyose rodando por una pendiente oscura con su víctima entre las manos. Sin darse cuenta de ello, durmió un rato con agitado sueño. Cuando aquel vértigo insano se calmó por completo en su mente, empezó a distinguir de un modo confuso todos los objetos; luego los vio salir de la sombra con más claridad. Los increíbles y las increíbles estaban en su sitio con su natural pergenio irrisorio, ni más feos ni más agraciados que antes. León no oyó rumor alguno. Todo estaba silencioso en derredor suyo. Miró su reloj: eran las once y media.

La primera idea que vino a su mente fue la de que debía salir del palacio aquella misma noche y retirarse a su casa.

Pensó en María muerta, en Pepa viva, y a entrambas las veía cual si las tuviera delante. Después, como su pensamiento evocara a esta última, la vio aparecer por la puertecilla del museo, trayendo a Monina de la mano.



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