La familia de León Roch : 3-17
Despierto estaba aún y batallando en su interior al romper el día; pero luego sintió gran fatiga, y cerrando todo durmió algunas horas, con ese sueño breve y profundo que en la última madrugada suele acometer al reo en capilla, y parece, más que sueño, una como embriaguez que el dolor produce cuando es fuerte y continuo.
Hora de las diez sería cuando su criado le ayudaba a vestirse, informándole de muchas cosas interesantes. El cuerpo de la señora había sido colocado en la capilla, con beneplácito del marqués de Fúcar, y el Padre Paoletti le había velado la noche anterior y le velaría todo el día y la noche siguiente, rezando de continuo. El mismo señor y el cura de Polvoranca y el de la parroquia habían dicho misa aquella mañana en el altar de San Luis Gonzaga. El Padre Paoletti se personó luego en la estancia del viudo para hablarle de ciertas disposiciones piadosas de la difunta. De todo eso se ocupó León con solicitud, y dio nuevas órdenes al padre para que lo que aún restaba fuera realizado con toda la magnificencia posible. El marqués de Fúcar vino y ambos hablaron larguísimo rato sin agitación, sin palabras duras, tranquilos y tristes como dos diplomáticos de naciones vencidas y desgraciadas que comentan el modo de atajar a un usurpador victorioso. «De ti depende» dijo repetidas veces D. Pedro con atribulado semblante, y después añadió: «eres árbitro de todo». Después de estas palabras, prolongose bastante el diálogo, siendo cada vez más triste, más apagado y terminando en acentos que oídos de fuera parecían de salmodia. La conferencia, como otras de que depende la suerte de las naciones, terminó en almuerzo. Pero aquella vez el almuerzo fue mudo y casi de fórmula, cosa que jamás pasa en política.
Por la tarde empezaron a entrar los amigos. León vio un lúgubre desfile de levitas negras y oyó suspirillos que eran como la representación acústica de una tarjeta. Unos con cordial sentimiento y otros con indiferencia le manifestaron que sentían mucho lo que había pasado, sin determinar qué, dando lugar a una interpretación sarcástica. Algunos meneaban la cabeza cual si dijeran: «¡qué mundo este!». Otros le apretaban la mano como diciendo: «Ha perdido usted a su esposa. ¡Cuándo tendré yo igual suerte!». Doscientos guantes negros le estrujaron la mano. Aturdido y pensando poco en la frasecilla de cada uno, creía oír un susurro de ironía. Si los mil increíbles que le rodeaban en efigie soltaran la palabra desde aquel laberinto lioso en que se confunden la corbata y la boca no formarían un concierto más horrible de burlas. Muchos habían venido por amistad, otros por contemplar aquel caso inaudito, aquel escándalo de los escándalos, por ver de cerca al viudo que después de haber matado a su mujer a disgustos hacía alardes de sus relaciones nefandas con una mujer casada, bajo el mismo techo donde había expirado poco antes la esposa inocente. Después de saludar al amigo, algunos iban a ver a la muerta en la capilla... ¡Estaba tan guapa!
El enjambre negro se fue aclarando. Al fin no quedaron más de tres amigos, luego dos, después uno. Este, que era el de más confianza, le acompañó bastante. Después León se quedó solo.
-¿Se te puede hablar? -dijo una voz desde la puerta.
León se estremeció al ver a Gustavo.
-Si se habla con claridad y prontitud, sí -contestó.
El insigne joven se acercó lentamente.
-Nosotros nos vamos de esta casa -dijo-, que es para nosotros la mansión del horror y de la tristeza. Tú, por lo que veo, aún permanecerás en ella, atado por tus intereses y por tus pasiones. Te dejamos con gusto. Mamá te suplica, por mi conducto, que le hagas el favor de no presentarte a ella para despedirla.
-Ya había yo renunciado a ese honor -repuso León con irónica frialdad-. Hazme el favor de transmitir esta idea a toda la familia.
-Está bien. Y complaciéndome en ser lo contrario de ti -dijo el letrado, llevándose la mano al pecho-, opongo mis principios a tu ironía filosófica, y te declaro que mamá y papá y todos nosotros te perdonamos.
-Dales las gracias en mi nombre. Estoy encantado de tan cristiana conducta.
-Te perdonamos, no sólo por el triste fin...
-¿Más todavía?
-No sólo por el triste fin de mi hermana, sino por el ultraje que has hecho a sus santos despojos.
León se mantuvo sereno y digno en su muda tristeza.
-¿Vas a protestar?, ¿te atreverás a negarlo? -dijo el otro.
-No, no niego nada. Gozo dejándote en la posesión, poco envidiable, de tus bajos pensamientos.
-Pues dejemos ese horrible asunto. Nosotros, convencidos; tú, impenitente, cada cual en su lugar. Antes de separarnos para siempre, quiero advertirte que yo no he apadrinado a Cimarra, ni le he azuzado contra ti. Llegó a mi casa, consultome, le aconsejé, le hice el escrito. Lo demás será obra suya.
-Vive tranquilo. No se turbe tu conciencia por eso, que defendiendo sus legítimos derechos podrás llevarle por la mano al camino de la salvación
-Tus burlas de ateo no podrán turbar mi conciencia, que si está lejos de ser pura, no deja de ver con claridad el bien. No sé si el arrepentimiento de Federico es sincero o no. En buena doctrina no puede rechazarse al hombre que confiesa sus culpas y se declara resuelto a variar de conducta. El decirse arrepentido puede traer el desearlo, y el desearlo es andar una parte del camino para llegar a serlo de veras. He aquí una ventaja que la perversidad de aquel hombre tiene sobre tu empedernido descreimiento, pues ni confeso ni arrepentido podrás ser jamás.
-Te suplico -dijo León- que me evites el efecto soporífero de tus sermones. Lo extraño es que están empapados en la heterodoxia más abominable. ¡Valiente apóstol tiene la Iglesia!... Para informarme de la despedida y del perdón de tu familia, podría haber venido Polito, que no sermonea.
-Él quería venir, pero mamá se lo ha prohibido... Le infundía temores su carácter arrebatado. Todos esperamos que, entrando ahora en la vida esencialmente moralizadora del matrimonio, sentará la cabeza y se curará de los infames vicios que nos abochornan.
-¿Se casa Leopoldo?... ¡Oh!, permíteme que felicite a su mujer, aunque no tengo el gusto de conocerla.
-Las diferencias que había entre mi familia y la familia de Villa-Bojío han terminado anoche, cuando la madre de la novia de Polito visitó a mamá, prodigándole los más tiernos consuelos. La de Villa-Bojío acaba de perder un niño. Ambas madres confundieron en una su pena, y quedó acordado que Leopoldo y Susana se casarán cuando pase el luto.
-Felicito a tu mamá; dale mil parabienes.
-La sátira que envuelven tus palabras es digna de quien no respeta el dolor de una desgraciada familia. Por mi parte, nada he hecho en este asunto. Bien sabes tú que he llorado con lágrimas del corazón las distintas ignominias que han caído sobre mi familia por culpa de la inmoralidad de mi padre, de la mala cabeza de mamá y de los vicios de Polito. Has sido el confidente de mi tristeza, cuando yo te creía formal y honrado. Ahora, cuando nos repelemos con invencible antipatía, sólo debo decirte que, si es preciso, no llevaré un trozo de pan a mi boca antes de que se haya devuelto hasta el último céntimo a quien no merece ser nuestro acreedor.
-Si lo dices por mí, sabe que no me acuerdo de tal cosa. Me honro y me creo suficientemente pagado con la ingratitud.
-¡Frase bonita! -indicó Gustavo con sarcasmo-. Lo que he dicho, dicho está... Ya no nos veremos más. Mi última palabra sea para declarar mi equivocación al anunciarte que morirás de rabia. No, no muere de rabia el que vive de cinismo... Ya, ya sé que está preparado el coche y dispuestas las maletas para esa dramática fuga, atropellando todos los respetos sociales y pisoteando las leyes. Bien, bien, eres consecuente contigo mismo. Buen viaje, pareja de Satanás...
-Tu penetración y el conocimiento que tienes de mis acciones me cautivan... Despidámonos, si te parece.
-Sí, yo lo deseo.
-Y yo lo suplico. Adiós.
Poco después, mirando por entre las persianas, vio salir a la que había sido su familia. El marqués, caduco y abatido, casi era llevado en brazos por un fornido poeta bíblico. La marquesa, realmente traspasada de dolor, inspiraba lástima. Polito, con el cuello forrado en complejas bufandas, daba un brazo a la que había de ser su mujer, y con el otro agasajaba a una perra. La de San Salomó y la de Villa-Bojío conducían como en volandas a Milagros hasta el carruaje. Crujieron látigos, piafaron los caballos, y uno, dos, tres, cuatro coches rodaron por el parque llevándose aquella distinguida porción de la humanidad, que necesitaba de una pena reciente para ser respetable.