Ecos de las montañas: 10

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Capítulo III de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

III[editar]


Un poco antes que la luna
del horizonte saltase,
que era la del primer día
de un primer cuarto menguante,
por una poterna al foso
salió el viejo personaje
con dos lebreles, que pegan
el morro a sus calcañares.
Desató una balsa oculta
debajo de los sillares
que el umbral de la poterna
prolongan, quedando al aire,
y atravesó el foso en ella:
tras él los perros entrándose,
como bestias avezadas
a transporte semejante.
Ató la barca a otra argolla
aferrada a la otra parte:
tomó tierra allende el foso,
y echó hacia los encinares,
descendiendo por la senda
que lleva a la calle de árboles
por donde fué el caballero
a desembocar al valle.

Es un hombre alto y robusto,
de resueltos ademanes,
de barba gris, aguileña
nariz y ojos perspicaces.
Pisa firme, mira fijo,
lleva el cuerpo con buen aire,
la cabeza alta, y con garbo
de caballero su traje.
Éste es un jubón de paño,
sobre el cual ajusta al talle
una túnica sin mangas
con un ancho talabarte.
De él un puñal de merced
pende en un doble tirante,
y va una linterna sorda
presa en un gancho de encaje.
Un pantalón frigio viste
sus piernas correctas y ágiles,
que a la pantorrilla ajusta
con finas correas de ante.
Lleva sobre el hombro izquierdo,
haciendo extraño contraste
con las demás, una prenda
que va mal con su talante:
que es la manta o sudadero
que los de a caballo traen
bajo la silla de guerra
para que no le maltrate.
Un gorro de piel sin pluma
y unos borceguíes árabes
de este viejo de mi cuento
completan el equipaje.

Y el llamarle viejo no es
porque en realidad le cuadre
tal adjetivo: no sólo
no hay en él aún señales
de decrepitud, sino
que ostenta aún cualidades
de robustez vigorosa
y virilidad pujante.
Le llamo viejo, primero
por once lustros que le hacen
blanquear cabellos y barba;
pero las canas se sabe
que aunque madurez acusan
no enfermiza o débil carne,
pues más pronto que los años
encanecen los pesares.
Le llamo viejo además
porque, al ir a presentársele
al lector, de un modo u otro
es necesario nombrarle:
y el interés de la historia
no permite a este romance
dar de sus héroes los nombres,
sino señas personales.
Por eso a éste llamo el viejo:
y a quien no le contentare,
que le bautice a su gusto;
yo voy con él adelante.

Él, pues, con planta segura,
sin dudar y sin pararse,
siguió hasta donde el arroyo
sirve al encinar de margen:
mas al comenzar lo espeso
de los silvestres breñales,
cual si se desorientara
detúvose vacilante.
Silbó a sus perros, y a oler
la manta que lleva dándoles,
«¡hus!», dijo: y sin vacilar
partieron los animales.
Tras ellos bordeó el lindero
del embreñado ramaje,
hasta el sitio en que de muestra
vió a sus lebreles plantarse.
Fiado en su instinto, al punto
luz con la linterna dándose,
empezó a hacer del lugar
el más detenido examen.
Las huellas del caballero
y del caballo palpables
halló en la brecha por ambos
abierta en los matorrales,
sobre tal rastro podía
sólo un ciego descarriarse:
el paso del caballero
era por allí indudable.
Su brazo era poderoso,
su hacha pesada y cortante
y el corcel de grande empuje
con que el destrozo era grande.
Del examen satisfecho
y seguro del paraje,
cerró el viejo su linterna
con intención de tornarse.
Silbó a sus perros, mas ellos
callaron: volvió a silbarles,
y aullaron desde su puesto,
pero sin abandonarle.
«¡Hola!, dijo el viejo, hay caza;
y a los perros acercándose,
«¡hus!,¡hus!», les dijo, y los perros
en el matorral lanzáronse.
A poco oyó en la maleza
ladridos descomunales,
y luego rumor de lucha
cual si a una res acosasen.
«Diablos, ¡qué alimaña es esa!»,
dijo, a luchar preparándose,
el viejo, tirando al punto
del puñal que al cinto trae.
Mas de pronto y con asombro
oyó juramentos y ayes
de alguno que con sus perros
en la oscuridad combate.
Lanzóse al lugar de donde
el ruido y las voces salen,
y a la luz de la linterna
vió a un hombre que, revolcándose,
no impide, aunque se defiende,
que los perros le ataracen,
y que ya apenas rebulle
entre los dos que de él asen.
Contúvoles, y poniendo
la luz y el puñal delante
de los ojos del caído,
le dijo resuelto: –«¡Date!
–Me doy, respondió el que en tierra
mohino y mordido yace;
me doy: tened vuestras bestias,
y a levantar ayudadme.
–No te menees: espera
que pies y mano te amarre.
–¡Eso no! –Pues cenarán
carne mis perros. –…Atadme.»

Dejó el del castillo en tierra
la luz: bufó de coraje
el derribado entre aquél
y sus lebreles mirándose.
Con un cordón del justillo
le ató el viejo los pulgares
a la espalda, y con el cinto
le dijo, los pies atándole:
–«Por amor sólo o por odio
lo que tú hacías se hace:
tú sigues la pista a un hombre;
pues le buscas, quién es sabes.»

Calló el atado; y el viejo
de hito en hito contemplándole
volvió a decir, así diálogo
entre los dos entablándose:
–O me respondes, o dejo
que mis lebreles te masquen
el corazón. –¡Más valiera!
–¡No bravees! –No amenace:
dar carne cristiana a perros
es un pensamiento infame.
–Y será un hecho. ¿Respondes?
–¡Maldígaos Dios!… Preguntadme.
–¿Quién es el hombre a quien sigues?
–Un varón de alto linaje.
–¿Cómo viene solo? –Huyendo.
–¿De quién? –De los catalanes.
–¿Es su enemigo? –Es quien lleva
de un partido el estandarte.
–¿De cuál? –Del que en él tremola
los blasones imperiales.
–¿Y a cuál sirves? –A ninguno.
–No rodees ni dilates
tu relación: necesito
saberlo todo; despáchate.
–Oíd, pues. –Habla más bajo.
–¿Hay quien nos oiga? –¡Quién sabe!
Dicen que oyen las paredes,
bien pueden oír los árboles.»

Puso el viejo sus lebreles
del caído por guardianes;
mató la luz, y a su lado,
desnudo el puñal, sentándose,
colocó su atento oído
tan cerca del relatante,
que su relación no estuvo
más que del viejo al alcance.
Sobre ella se extendió el ruido
misterioso, indescifrable,
fantástico y melancólico
que exhala de noche el aire.
Ese son, conjunto vago
de esos rumores errantes,
de esos gérmenes de ruido,
cuyos miles de millares
componen la voz de Dios
que en las tinieblas se esparce:
y la llamamos silencio
por no comprender sus frases.

Alguna vez husmearon
y ventearon los canes
algo que en la oscuridad
debió acaso avizorarles:
mas se engañaron sin duda,
pues tornando a adormilarse,
tornó a envolver el silencio
la escena y los personajes.



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II