Ecos de las montañas: 2

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​Capítulo I de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas
 de José Zorrilla

CAPÍTULO PRIMERO[editar]

I[editar]

¡Perpetuo afán es del hombre
volverse a mirar su sombra,
en el libro de la vida
volviendo al revés las hojas!
¿Por qué? –Porque, a cada paso
que va dando hacia la fosa,
sus dichas por el camino
va perdiendo una tras otra,
y sintiendo a cada paso
que una ilusión le abandona,
como un amante vendido
a verlas huir se torna.
Mas según las va perdiendo
le parecen más hermosas,
porque el tiempo y la distancia
con luz mejor se las doran.
Porque son distancia y tiempo
dos cristales que coloran
lo que por ellos se mira
con luz tan artificiosa,
que las manchas desvanece,
las imperfecciones borra,
cambia en rosal el espino
y el monstruo en ángel transforma.
Tiempo y distancia en sus cuadros
a las figuras históricas
de toda miseria humana
purifican y despojan:
y el hombre en mirar los cuadros
de la edad pasada goza,
porque en ellos ve tan solo
poesía, luz y gloria.
He aquí por qué nuestra vida
suele pasársenos toda
en anhelar esperanzas
y en acariciar memorias.
El pasado engalanamos
del tiempo presente a costa,
y siempre mejor creemos
el de entonces que el de ahora.
He aquí por qué los poetas,
cuyas almas perezosas
las miserias de la vida
desesperadas soportan,
la poesía en el campo
de lo pasado colocan,
y en el de su tiempo sólo
las miserias y la prosa.
Lo pasado es la querida
ausente, embelesadora,
como la flor perfumada,
como el ángel luminosa:
lo presente, por desdicha,
es como la mujer propia,
que anubla su poesía
con las miserias corpóreas.
He aquí por qué los poetas
al tiempo pasado adoran
y hojean con tal deleite
del tiempo viejo las crónicas:
porque las leen como cartas
que desde playas remotas
hacer llegar a sus manos
la ausente querida logra;
porque hallan no más en ellas
que frases encantadoras
y deliciosos recuerdos
que poesía rebosan,
en un papel con su cifra
que aun trasciende de su cómoda
al olor y al de la esencia
con que perfuma su ropa,
y en cuya haz se ve la huella
de sus manos primorosas
y que aún viene tibia y húmeda
del aliento de su boca.
He aquí por qué los poetas,
perdidos de su edad, bogan
por el golfo, relatando
las leyendas de las otras.

Y hacen bien; porque los años
son lo mismo que las rosas:
que, frescas, tienen espinas,
y secas, no más que aroma.

Poesía omnipotente,
que con alas luminosas
a través de las tinieblas
de los tiempos te remontas,
que vas a cerner tu vuelo
en la purísima atmósfera
del cielo en que las quimeras
de la edad pasada flotan,
llévame a su edén poético
donde sin espinas brotan
sólo rosas con que hacernos
ramilletes y coronas.

Es el castillo de Waifro
una mole arquitectónica
que parece por titanes
asegurada en las rocas.
Al mirarla desde el llano,
no se concibe tal obra
consumada en tal altura
sino por arte diabólica.
El lugar en que está puesta,
la elevación prodigiosa
de sus muros y sus torres
y el trecho en que se prolonga,
recuerdan los monumentos
de aquella edad fabulosa
en que escalar quiso el cielo
la osadía babilónica.
Fábrica de varias épocas
y de gente poderosa,
de castillo y de palacio
al mismo tiempo blasona.
Los anchos patios que abarca;
los aljibes que sus losas
ocultan, embovedando
sus cavidades recónditas;
los ventilados depósitos
en que sus granos entroja;
los almacenes en donde
víveres y armas acopia;
las extensas galerías
en que aposenta sus tropas
cuando el pabellón de guerra
en sus torres se enarbola;
sus defensas formidables,
la refinada y fastuosa
comodidad de las cámaras
en que a sus dueños aloja,
dan al castillo de Waifro
no sé qué faz misteriosa
que le hace a la par objeto
de admiración y zozobra.
En paz, se le cree de una hada
pacífica y bienhechora
el kiosco fresco en el cual
no se concibe que se oigan
en el silencio nocturno
más que arrullos de palomas,
sabroso rumor de besos,
de brindis, arpas y trovas.
En guerra, parece el cráter
del volcán en donde forja
el genio de las batallas
sus máquinas destructoras.
No se oyen en él más ecos
que los de la voz furiosa
de la pelea, el incendio
y la venganza y la cólera.
Castillo y palacio, al par
en guerra y en paz asombra;
y de él da el vulgo noticias
tales, tan contradictorias,
que a creer lo que se dice
del castillo en pro y en contra,
para infierno y paraíso
ni le falta, ni le sobra.
Maravilloso edificio
a cuya construcción sólida,
a cuya grandeza regia
y a cuya esbeltez graciosa
contribuyeron a espacios
la arquitectura de Roma,
la de la muelle Bizancio
y la africana y la goda,
encierra cuantas ventajas
a su construcción reporta
de las cuatro arquitecturas
la amalgama en una sola.
Anchos fosos le rodean,
que de agua abundante colman
los manantiales que bajan
de las cumbres nebulosas.
Veinte aspilleradas torres
a sus muros eslabonan
almenadas galerías
que en gruesos cubos se apoyan.
De su recinto en el centro
gallardean orgullosas
las torres del homenaje,
que edificio aparte forman.
Capiteles las rematan,
cupulillas las coronan,
botareles las aislan
y arabescos las adornan:
y en su pabellón soberbio
sus nobles señores moran
en aposentos que el lujo
más espléndido decora.
Sus salones de homenaje,
sus camarines y alcobas
cubren cúpulas y domos
cuyas atrevidas bóvedas
fustes caprichosos cintran,
dobles istrias acordonan,
sueltos pilares sustentan,
caladas cornisas orlan.
Entra el sol en sus estancias
por ventanas espaciosas
romanas y bizantinas,
cuyos limpios arcos doblan
y triplican las columnas
que sus cavidades cortan
a manera de ajimeces
como los de Fez y Córdoba.
Ricas vidrieras las cierran,
cuyo artífice geómetra
con líneas que el ojo pierde
trazó en ellas minuciosa,
laberíntica y prolija
combinación, tan armónica
que se admira, pero no
se detalla ni se copia.
Los vidrios, que en estos múltiples
varillajes se encajonan
en imperceptibles álveos
que por dentro les emploman,
están pintados de vivos
colores, que nunca borran
ni el sol que les achicharra,
ni la lluvia que les moja,
ni el hielo que les destempla,
ni el viento que les azota,
ni el polvo que les entrapa,
ni el tiempo que les perdona.
Cuando del sol por defuera
les hiere la luz, y arrojan
en el interior los vívidos
resplandores que de él toman,
focos de incendio parecen,
cascadas de llamas rojas,
cataratas de oro y púrpura,
de hornos encendidos bocas,
cuyas reverberaciones
los muebles y las alfombras
ciñen, lamen y acarician
con sus lenguas flameadoras.
Sus fugitivos reflejos
van a perderse en las lóbregas
chimeneas, en los negros
rincones y en las redondas
líneas de los pasamanos
de las escaleras combas,
cuyas espirales rápidas
se retuercen y se enrollan
a manera de flexibles
y descomunales boas
que el pavimento, girando
sobre sí mismas, perforan.
Las terrazas de sus muros
y sus adarves festonan
marañas de enredaderas,
clemátides y gayombas.
Incopiables perspectivas
alegran sus plataformas
con vistas, luz y aires tales
que los ojos enamoran,
el alma triste recrean,
hacen más breve las horas
y hacen más larga la vida,
pues cuerpo y alma confortan.
Este castillo titánico,
esta fábrica ostentosa,
baluarte y palacio a un tiempo,
propiedad a un tiempo y obra
de una raza (que aún no hace
en el que pasa esta historia
veinte años que se ceñía
en la frente una corona),
está sentado en las cumbres
de las montañas boscosas
del Pirineo, que parten
las fronteras españolas.
Su torreón de homenaje,
que hay quien cree que al cielo toca,
domina extensión tan vasta
de las dos naciones próximas,
que alcanza en la Galia a ver
las llanuras de Tolosa,
en España casi espía
por sobre Urgel a Gerona,
y por cima de la sierra
que va a expirar en la costa,
divisa en gálico golfo
como una niebla que flota.
Este castillo tan vano
como una coqueta hermosa,
desde su altura se mira
de un lago azul en las ondas;
y el agua, que siempre ha sido
traviesa, falsa y burlona,
al reporoducir su imagen,
de su vanidad se mofa,
porque al repetir sus líneas,
de abajo arriba las toma,
y su hermosura le muestra,
pero su imagen trastorna.
Este lago, que se ceba
con los millares de gotas
con que hace la nieve arroyos
de corrientes saltadoras,
tiende en dos leguas de anchura,
medidas a la redonda,
sus riberas, a pedazos
estériles o frondosas.
A trechos su agua profunda,
muda e inmóvil, se agolpa
sobre vertical peñasco
que tenaz la amalecona;
a trechos en las raíces
de las encinas añosas
labra, sin cesar batiéndolas,
espuma burbujadora;
y a trechos, en fin, metiéndose
entre juncos, algas y ovas,
les mece inquieta y susurra
salpicándoles de aljófar.
Después que en su inmensa taza
murmura, salta, retoza,
ondea o duerme a capricho,
sosegada o juguetona,
su agua azul se abre salida
por una rotura angosta
que la encauza sobre un álveo
que en un canal la transforma;
y por él, entre la doble
orilla que la aprisiona,
de aquella opresión quejándose
como una niña mimosa,
camina haciendo recodos
por entre las peñas broncas,
con corriente imperceptible,
pero cada vez más honda.

Tal el castillo de Waifro
mil años ha que en las rocas
del Pirineo ostentaba
su grandeza faraónica.
Tal, al despertar el mundo,
mil años ha que la aurora
su primer luz, como un beso
le mandaba cariñosa.
Tal por la noche ha mil años
que en pabellones de sombra
le encerraba la montaña
como su madre a una novia.
Par no tuvo en hermosura
ni en fortaleza: mi tosca
poesía no ha podido
en estas rimas monótonas
dar de él la más pobre idea,
porque es una idea loca
basar sobre versos fábricas
que los siglos desmoronan.
Bella fué la del castillo
de Waifro: mas, ¡ay!, no hay cosa
bella en la tierra sin mancha,
y su mancha era su historia.


Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II