Ecos de las montañas: 23

De Wikisource, la biblioteca libre.
Capítulo VI de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

IV[editar]

Sopló sin duda: consiguió su aliento
las palabras de amor del pergamino
desparramar del conde, como el viento
desparrama de polvo un remolino.
El noble corazón de la doncella
sintió la dolorosa mordedura
del áspid de los celos: su alma pura
sintió encarnarse su aguijón en ella.
De su pasión mostrándose ignorante,
dióla Ayzón mil detalles de una historia
que el cráter de un volcán en un instante
abrió en su corazón y en su memoria.
Presentado a ella el godo por el viejo
como un jefe en la corte conocido
por hombre de valor y buen consejo,
y en los hechos de su época instruído,
explayóla su crónica política:
la situación extraña del Estado,
la audacia de los príncipes, la crítica
posición del monarca atropellado,
la Emperatriz liviana…, el adulterio
que la luz del escándalo ha alumbrado
aun para el vulgo vil, que su misterio
de infamia y de traición ha penetrado:
el viejo Luis corriendo al monasterio
cuyas puertas abrirse vió Ayzón mismo
ante su esposa, la ocasión propicia
de alzar un nuevo trono ante el abismo
en que el roído imperio se desquicia…
Todo lo puso Ayzón ante los ojos
de Genoveva, al devanar el hilo
de la historia de su época, sonrojos
causando a su alma, de pudor asilo;
e inoculando en ella diestramente
el germen de la idea madurada
de él y del viejo incógnito en la mente,
logró que la paloma fascinada
se viniera a enredar desatentada
en el lazo traidor de la serpiente.
Ni al conde nombró Ayzón en su relato,
ni Genoveva a Ayzón demandó el nombre
del galán de Judith: instinto innato
en la mujer leal cuando ama a un hombre
es guardar el secreto de su alma,
no dejar ver la sangre de la herida
que la desgarra el corazón y en calma
en la mano llevar como una palma
el dardo que a su amor cortó la vida.

Genoveva escuchó, muda y serena,
la extraña relación del adulterio,
que la estima del conde la enajena
y a extinguir su cariño la condena,
como si fuera extraña a su misterio.
Mas resuelta a sondarle por sí misma,
y la luz que la alumbre en tal abismo
a no ver a través del falso prisma
por el que ver se le haga el egoísmo
o el interés de Ayzón, en quien recela
personal interés que algo pretende
y que su candidez aún no comprende,
mas que su amante instinto la revela,
dijo, entablando el diálogo y creyendo
que es ella quien a Ayzón una red tiende,
cuando en la red de Ayzón se va prendiendo:
–¿«Decís que está la Emperatriz cercana?
–Cuando sopla del Sur, tal vez el viento
traer puede hasta aquí de su convento
el son de la campana:
de estos montes tal vez desde la altura,
del Rosellón al fin, muy a lo lejos,
se puedan alcanzar por su llanura
de la cruz de su torre los reflejos.
–¿Y decís que al convento se avecina
el viejo Emperador? –A tan buen paso,
que estuviera ya en él sin el retraso
que le ocasiona el tren con que camina.
–Y si yo, aprovechando ese secreto,
por los Emperadores intentara
recibida allí ser… con noble objeto,
¿creéis que en el convento lo lograra?
–Sin duda: el buen Emperador la adora;
y si allí con Judith se reconcilia,
quien ante ellos llegar logre en tal hora
irá bajo la sombra protectora
del ángel tutelar de la familia.
–Pues él despacio con sus huestes anda,
y ella en la soledad más abordable
ha de ser, llegó el día en que yo entable
de mi derecho ante ambos la demanda.
Pues se rompió el misterio de mi vida
y se forzó la paz de mi retiro,
sepa, cuando mi nombre al mundo pida,
si fe me otorga o si desdén le inspiro.
Dormir mañana en el convento quiero.
–Yo os apersonaré con la abadesa
de quien soy deudo. –Bien: mas ¿si prefiero
conservar el incógnito, y primero
que a Luis ver a su esposa me interesa?
–Como os plazca obraréis: y pues justicia
sólo vais a buscar, y en vos no cabe
política traición, ni vil codicia,
ni intento ruin que vuestra causa grave,
porque no se avizore la malicia
claustral, ni nada vuestros pasos trabe,
difícil no es que mi favor recabe
de la abadesa un traje de novicia
y de una celda, si queréis, la llave.
–Despuntando la aurora partiremos,
y los medios mejores
para lograr mi fin combinaremos
mientras que rumbo al monasterio hacemos.
Es tarde: adiós. No lo olvidéis, señores:
del alba a los primeros resplandores
quiero que fuera del castillo estemos.»
Dijo; y en pie poniéndose, marcóles
de la plática el fin y despidióles.



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II