Ecos de las montañas: 30
VI
[editar]Luz daba ya a los mundos el sol del Mediodía;
la escolta y servidumbre del viejo Emperador,
a la partida prontas, a él solo le esperaban
del monasterio aislado delante del portón.
Judith, que de la dama que por fantasma tuvo,
sencilla y verosímil la historia le contó,
no había ya dejado de Luis en el espíritu
más que el recuerdo vago de su febril temor.
Benevolente, débil, humano y enemigo
de hacer ahogados odios volver a combustión,
con la proscrita raza del indomable Waifro
en vez de entrar en lucha, por transigir optó.
Traer a su presencia mandó a la noble dama
a quien juzgó de noche fantástica visión;
pero la dama, en sueño quimérico tornándose,
con la nocturna niebla tal vez se disipó.
En vano del convento solícitas las monjas
a escudriñar corrieron hasta el postrer rincón:
la dama misteriosa con su encubierto paje
desparecido habían cual sombras ante el sol,
Judith, en la presencia de Luis, a la abadesa
con mil capciosos giros sagaz interrogó:
la monja solamente que se llamaba supo,
la dama, Genoveva, y el caballero, Ayzón.
Al escuchar el nombre del insurrecto godo,
de la imperial deshonra funesto causador,
palideció la esposa, y el soberano crédulo
más pábulo a su miedo supersticioso dió.
Judith, de la heredera de Waifro, con el godo
al descubrir ya tarde la inconcebible unión,
cambió las simpatías que concibió por ella
en repentino germen de miedo y de rencor.
Luis, débil por las penas de sus postreros días
y presa de su extrema febril superstición,
volvió a temblar, volviendo de su visión del claustro
las frases y los pasos a percibir en pos.
Judith, cuya conciencia y astuta perspicacia
comprende que no sombras, sino enemigos son,
ordena que las huellas les sigan corredores
y atados a sus plantas les traigan a los dos.
Luis, ya por sus pesares en el cerebro herido,
prensado por las garras del miedo el corazón,
ordena la partida, ganoso ya de hallarse,
de los rebeldes lejos, a solas con su amor.
Partieron los monarcas; partieron cien jinetes
por diferentes sendas a perseguir a Ayzón;
quedando el monasterio con la infamante nota
de proteger los planes del godo infamador.
Mas él, del riesgo lejos va ya con Genoveva;
sombría, silenciosa, sin propia voluntad,
que va tras él parece, y el godo se la lleva
como quien siente huyendo tras sí la tempestad.
Según el bosque cruzan, cogiendo van de paso
la gente escalonada por el astuto Ayzón,
y cuando, el sol saliente, de la espesura al raso
desembocaron, era su escolta una legión.
De Luis los corredores a verles alcanzaron,
pero su priesa viendo y el número en que van,
al ver que las montañas ganaban, se tornaron,
sabiendo bien que de ellas en posesión están.
Cuando marcó en los cielos el sol del Mediodía,
pasados llano y riesgo del Pirineo al pie,
Ayzón de Genoveva notó la faz sombría,
sin comprender en ella lo que de extraño ve.
La boca contraída, la vista encapotada,
sumida en absoluto silencio pertinaz,
por una idea fija camina dominada,
y de sacarla de ella nada halla Ayzón capaz.
Al embocar un valle que la montaña abriga,
ya a vista del castillo, determinóse Ayzón
a dar de Genoveva reposo a la fatiga
y en tanto ver si logra sondar su corazón.
Dió Ayzón la voz de alto; y echándole las bridas
al cuello, dejó en manos de un paje su corcel:
y las del de la dama con la izquierda asidas,
la dió la diestra mano para apearse de él.
La dama, sin tomarla, saltó gentil en tierra,
y en un ribazo, a vera de un campo de labor,
sentóse en el sombrío silencio en que se encierra
desde que habló en los claustros al viejo Emperador.
Brindóla, Ayzón, con frutos sabrosos y manjares,
brindóla un buen labriego con su caliente pan:
mas rehusó con breves palabras singulares
lo que él y el campesino con voluntad la dan.
El godo con sentidas palabras de cariño
dos veces distraerla solícito intentó:
la dama, con la hosca tenacidad de un niño
mimado, sus palabras y obsequios esquivó.
Ayzón, que así atajada su pretensión veía,
el alto prolongaba sintiendo la ocasión
huir, cuando más fácil y asida la creía
para ofrecerla a solas la fe de su pasión.
Mas ella, de repente, montando con el brío
de quien vivió en sus bosques como amazona audaz,
partió, de Ayzón mostrando despreciador desvío;
y Ayzón corrió asombrado tras su corcel fugaz.