Ecos de las montañas: 27

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​Capítulo VII de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas
 de José Zorrilla

III[editar]

Mientras las almas de las dos a solas
devoran en los lóbregos rincones
de dos oscuras celdas del convento
la tristeza mortal que se las roe:
mientras que Genoveva del abismo
del secreto imperial se asoma al borde,
y en su oscura vorágine contempla
hundirse el porvenir de sus amores:
mientras Judith, rumiando su venganza,
con su ambición a calcular se pone
cómo anudar del porvenir la trama
que la perfidia de Bernardo rompe;
el viejo del castillo solitario
de Waifro ve desde las altas torres
como un punto perdido en la llanura
aproximarse del castillo al conde.
Aún puede apenas divisar la forma
de su lejano bulto vago y móvil,
aún sus ojos de lince no le alcanzan,
mas su odio de chacal le reconoce.

«¡Él es!», consigo mismo hablando dijo,
y torvo y silencioso, mas como hombre
que llega ya al objeto a cuyo logro
ha enderezado diestro sus acciones,
bajó del torreón: cruzó los patios,
y tomando consigo a los dos jóvenes
y cuatro ballesteros, salió al campo,
bajó la cuesta, se internó en el bosque
y al fin de la alameda, en el lindero
roto que acota el matorral, paróse,
apostando los suyos donde a vista
puedan ser, sin oír, espectadores.

Ya entre pardos celajes nebulosos
el sol casi tocaba al horizonte,
y despuntaba la creciente luna
desgarrando las masas de vapores.
Tras breve espacio de esperar, cercano
se sintió, acompasado y uniforme,
el paso del caballo, que avanzaba
por el sendero entre el breñal del monte.
El viejo, a paso lento por la senda,
al encuentro saliéndole, metióse;
y al revolver el robledal, Bernardo
dió con él, paró en firme y saludóle.
A boca del sendero, la espesura
de la maleza al concluir, vió el conde
apostadas la escolta y los mancebos
y extrañó semejantes precauciones.
Ni de su faz ni su mirada empero
la más leve emoción manifestóse,
que pudiera acusar que le asaltaran
sobre tal actitud duda o temores:
y con serena faz, sonrisa afable
y tono familiar interpelóle
al viejo el caballero de este modo,
con cuya frase diálogo entablóse:
–«Parece que rondáis. –Es deber mío,
a su mansión feudal mientras no torne
su señora. –¿Está ausente? –Ha pocos días.
–¿Y fué…? –Al convento en que su afán esconde
la Emperatriz, que a Ludovico espera;
de quien fía tal vez y a quien expone
sus derechos, su historia y su demanda,
porque por ella ante el monarca abogue.»

Sintió el frío de un miedo repentino
paralizar su corazón el conde
a tal revelación, sintiendo a tierra
su fortuna venir de un solo golpe;
mas dominóse aún, con ese esfuerzo
desesperado que resulta enorme
de quien, náufrago, nada, y dijo al viejo:
«¿Y me podréis decir con qué intenciones
vos, que sólo tenéis de aconsejarla
el derecho, la hicisteis que se arroje
en manos del monarca ante quien ambos
convinimos en ir fuertes y acordes?»
Dió un paso el viejo hacia el barón, clavando
los ojos en su faz, y enderezóle
esta pregunta, con la cual entre ambos
rápido el roto diálogo anudóse:
–«Luego, sabéis quién soy? –Sin duda alguna.
–¿Luego no hay ya secretos entre el conde
Bernardo y Genoveva? –No: sois nieto
del bastardo de Hunaldo: esos dos jóvenes
pajes de Genoveva, vuestros hijos:
mas no pueden tener aspiraciones
a suceder a Genoveva; Hunaldo
os dió su sangre y os negó su nombre.
Os dejó a los legítimos sujetos
y en dependencia suya os reconoce
no más: podéis ser ricos, pero nunca
de su raza ducal los sucesores.
Es condición por vuestro abuelo impuesta.
–¡Y nadie apela de ella ni la rompe!
–Lo sé. –Somos bastardos, pero a veces
valemos más nosotros que los nobles
de legitimidad. Los de la nuestra,
siempre reconociéndose inferiores
a los de la legítima, les fueron
leales como perros; y a sus órdenes,
sin hombrearse con ellos, expiraron
peleando a sus pies como leones.
Somos la hiedra que se adhiere al árbol;
debajo el árbol cuando cae nos coge.
De su tronco no más queda una rama:
y pues sabéis quién soy, mis intenciones
no me debéis de preguntar: ved cómo
se portaron mis dos antecesores.
Mi abuelo, el ilegítimo de Hunaldo,
murió con él. Oíd el cómo, el dónde,
el por qué y el por quién: es una historia
que aclara nuestras mutuas relaciones.
En su dolor misántropo, un gran círculo
impenetrable de árboles enormes
y matorral salvaje ideó Waifro
su fortaleza para aislar del orbe.
La escasa población de estas comarcas,
de las que la ahuyentaron las feroces
guerras de nuestra edad, favorecían
tan exéntrico plan: enebros, bojes,
tejos, nopales, madreselva, hiedras
y enredaderas, libres de las hoces
y de las hachas, rápidos tejieron
por entre las encinas y los robles
esta ancha red de nudos infinitos,
de flexibles y múltiples cordones,
de varas espinosas y junqueras
que, ganando la tierra a pasos dobles,
de nopal en nopal, de seto en seto
tendieron sus tupidos pabellones;
y de la tierra circundada en torno
su gigantesco círculo cerróse.
Los soberanos francos desdeñaron,
una vez de Aquitania posesores,
al vencido león que acorralado
venía a sepultarse en estos montes:
y sobre él y su raza fulminando
las más anticristianas maldiciones,
se partieron sus tierras, proscribieron
su nombre y le olvidaron… y el ignoble
vulgo acabó la obra de los reyes
con su superstición. Las tradiciones
sangrientas, las diabólicas leyendas
de que el castillo repobló, sus torres
(que ven, mas suya senda nunca hallaron
peregrinos, juglares ni pastores)
hicieron un objeto de pavura
para las espantadas poblaciones
de los llanos, que creen al divisarlas
de Dios malditas sus desiertas moles.
Treinta años de aislamiento son la vida
de una generación; de labradores
hubo aquí cien familias, de las cuales
cortasteis vos los primitivos goces.
La historia es muy sencilla; se comprende
y se explica muy bien; mas desde entonces
el tiempo y la política son otros:
los reyes necesitan nuestros montes,
vallas para oponer de buena altura
de África a los caballos saltadores.
Tener necesitáis nuestro castillo
vos para apoyar bien las pretensiones
a vuestra independencia soberana;
y fiado en delirios anteriores
volvéis aquí, y os tropezáis conmigo,
de quien aún ignoráis las intenciones…
Y las vais a alcanzar por el relato
de lo hecho por mis dos antecesores.
Mi abuelo, el ilegítimo de Hunaldo,
murió leal con Waifro en estos montes,
mas fuera de la cerca con que aislada
su fortaleza aquél puso del orbe.
Subterráneos… tal vez hoy conocidos
de muchos, pero de él no más entonces,
conducíanle a veces a los llanos.
En una de sus locas excursiones,
de una casa ducal reconociéndole
le fueron a espiar los servidores.
Estudiaron sus huellas, revelaron
al duque sus existencia, y… sus blasones
empañó aquella casa previniéndole
una emboscada infame en que traidores
a Waifro y a mi abuelo asesinaron,
cayendo sobre tres, diez y seis hombres.
Uno escapó: cerrado el subterráneo
e ignorando el lugar y los resortes
que le franqueaban, se expatrió; mas pudo
su secreto al morir fiar a un monje.
De él le supo mi madre: ella expirando
revelómelo a mí. De mis mayores
así murió el primero; sé a quién debo
su muerte y volveré golpe por golpe.
Mi padre, en una aciaga retirada,
dió su caballo a Lupo, y apostóse
con otros diez a defender un paso
entrecho entre dos peñas: a los golpes
de los francos tardaron diez minutos
en caer: mas bastó: Lupo salvóse.
Mi padre y otros siete fueron pasto
de los buitres, colgados en los robles.
¡Es un sino fatal! La raza misma
cuyos hijos de Waifro matadores
fueron, dió los verdugos de mi padre
también: es de venganza cuenta enorme.
Lupo y yo en Roncesvalles les vengamos:
mas con mi cuenta aún no estoy conforme.
Lupo, al ir a una muerte desastrosa,
aquí con su hija y su mujer dejóme:
ésta expiró, a su hija encomendándome
de años pocos de edad; aún no eran once.
Tal mi derecho es: velar por ella
mi obligación, mis solas intenciones.
–Velar por ella hasta que tal derecho
tenga no más de Barcelona el conde.
–No le tendrá jamás: son imposibles,
irrealizables son vuestros amores.
–¿Qué es lo que hace ese amor tan imposible?
¿Está en ella o en mí lo que a él se opone?
–No hace el nido el milano a las palomas,
ni duermen con la corza los leones.
–Los proverbios son reglas de los tontos;
no hay uno solo que no mienta o se equivoque;
y los que son verdad, lo son tan sandia
como más pesa un buey que cien gorriones.
No andéis, pues, con rodeos ni figuras;
refranes excusad, dadme razones.
–Son la verdad y la razón amargas.
–Pero sólo los necios las desoyen.
–Con las armas de Waifro cuartelarse
no pueden de Tolosa los blasones.
–¿Por qué? –Porque no hay paño que les sufra
juntos, ni mano que a la par les borde.
–¿Por qué? –Porque su unión evocaría
del insepulto Waifro el alma insomne.
–¿Por qué? –Porque de Hunaldo, Waifro y Lupo
entre su nieta y vos la sangre corre.
–¿Por qué? ¿Porque verdugos de los nuestros
son vuestros padres? –No, los vencedores;
mas de los hijos el amor un odio
puede extinguir de diez generaciones.
–El favorito de la esposa adúltera
del viejo Emperador dar con su nombre
a la nieta de Waifro sólo puede…
lo que no es cuerdo que deciros ose;
pero lo que Judith y Genoveva
se deben ya haber dicho… y esta noche
contad con que las dos piden al cielo
que os caigan de las dos las maldiciones.
Y os caerán: desde hoy más, de una ni de otra
nada puede esperar vuestro amor doble:
como las puertas yo de su castillo,
os cerraron las dos sus corazones…»

Absorto, estupefacto, anonadado
ante tales palabras, quedó el conde
como quien siente al estallar un trueno
que un rayo el árbol que le ampara rompe.
El viejo, de su asombro aprovechándose,
se hundió en el matorral con sus seis hombres,
mientras… millones de fanales de oro
en la bóveda azul cuelga la noche.



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II