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Ecos de las montañas: 28

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Capítulo VII de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

IV

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Volvió en sí el caballero cual de un sueño,
y en torno suyo al revolver los ojos,
su situación sondando con espanto,
de la tierra en el haz se juzgó solo.
Mas no es hombre a quien frases amilanen,
cuyo paso se ataje con un soplo,
ni cuya voluntad ceda cobarde
a inesperado obstáculo. Furioso,
mas su furor en calma devorando,
cual si no hubiera con el viejo torvo
tropezado, al caballo en la alameda
hizo resuelto entrar saltando el coto.
Seguro de que al viejo anunciaría
su decisión de atropellar por todo,
seña haciendo al castillo, de su trompa
lanzó al aire el sonido vigoroso.
Aún se oía, rasgando el aire trémulo,
vibrar por él huyendo su eco ronco,
cuando obediente a su imperiosa seña
tendió el puente el castillo sobre el foso.
Espoleó a su corcel, que alzó al galope
y al castillo avanzó; mas con asombro
vió de él salir en pelotón confuso
tropel de gente, que entre ruido y polvo
comenzó a descender por la calzada
abierta a pico en el peñasco bronco,
como el cordón que forman las hormigas
atravesando un páramo arenoso.
A la luz de la luna, que en el cielo
lucía sola ya, paróse absorto
aquella gente a ver, que hacia él bajaba
cual procesión fantástica de gnomos.
Veía sus figuras movedizas
dibujarse del lago silencioso
a través de la linfa transparente,
cual si brotaran dobles de su fondo;
y según les veía aproximarse
de él menos comprendía el misterioso
movimiento de gente, y le embargaba
el corazón el miedo de lo ignoto.
Bajaron del peñasco, y a su encuentro
correr veía adelantándose a los otros,
sin poder comprender si a él se acercaban
amigos o enemigos, unos pocos.
Enristró su lanzón, en los estribos
aseguróse, y recogiendo al potro
las riendas, preparóse para el choque
que juzgó inevitable y perentorio.
Mas asombrado vió que ante él parándose,
en ademán sumiso y respetuoso
dijo el más avanzado: «Señor conde,
nada temáis, que de los vuestros somos.»
El conde miró atento aquellos hombres,
de quienes conoció trajes y rostros,
y al demandar explicación más clara
de su presencia incomprensible, un mozo
almogávar, por bravo y por astuto
entre las gentes de su grey famoso,
entrególe un escrito, en cuyas letras
le dan, sin duda, explicación de todo.
A la luz de la luna, como pudo
mejor, desencajándose los ojos,
fué con tanta avidez como trabajo
leyendo lo que dice de este modo:

Habéis metido en el castillo espías
en lugar de soldados, y en su fosos
los que podían de él daros detalles
muertos fueron cayendo uno tras otro.
Uno de ellos, audaz, por orden vuestra,
a Laimo asesinó en el calabozo
donde yo le encerré, con una jara
enveneneda que de su arco moro
le envió por una estrecha claraboya;
yo le ahorqué de una almena; Ayzón, el godo,
me envió su gente; desarmé la vuestra,
y nada hay ya común entre nosotros.
El castillo de Waifro es solamente
de la raza de Waifro patrimonio:
y flotará en sus torres y baluartes
el estandarte de Aquitania solo.

Quedó el conde un instante anonadado;
mas en la silla irguiéndose de pronto,
dijo a los suyos: «¡Vámonos, que un día
traeré yo a este castillo un terremoto!»



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II