Ecos de las montañas: 22

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Capítulo VI de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

III[editar]

Era la hora de nona: del castillo
doraba el sol las altaneras torres
con luz que la calígine enturbiaba
según se iba inclinando al horizonte.
Genoveva buscando en los adarves
el calor de sus rayos bienhechores,
hacia el llano tendía melancólica
la vista por encima de los bosques.
Delirios de esperanzas halagüeñas,
quimeras de amorosas ilusiones,
deliciosos recuerdos…, los mil sueños
que pueblan el edén de los amores,
del vacío en los ámbitos azules
nacían y expiraban a montones
delante de sus ojos, y volvían
a nacer y a expirar, cual los vapores
que hace brotar el sol de haz del lago,
y cuyas manchas pálidas y móviles
apenas en el aire se dibujan
las disipa voraz o las absorbe.

Tristezas vagas del amor que espera,
que halagáis sin cesar sus ilusiones;
presentimientos vagos, que a quien ama
sin causa sin cesar tenéis insomne;
inquietudes quiméricas, que a veces
agitáis los amantes corazones
cual gritos de un instinto misterioso
que en la alma Dios de los amantes pone;
vuestro ser, vuestro origen y el impulso
que os excita en sus almas, ¿quién conoce?
¡Misterios de la vida del espíritu
que, viviendo, jamás sondará el hombre!
¡Turba invisible de átomos dañinos
que, del mal venidero precursores,
en derredor de Genoveva hierven
y a su alma dan incomprensibles voces!
Como a una garza hacia la cual, dormida
mirándola en la cúspide de un monte,
por sus opuestas faldas se aproximan,
acechándola al par, dos cazadores,
así de Genoveva la ventura
amenazan a un tiempo dos traiciones,
que por diversas vías se la acercan
para asestarle al corazón dos golpes.

Por bajo de la tierra, como gnomos
que un cataclismo terrenal disponen,
Ayzón y el viejo sótanos y cuevas,
al castillo acercándose, recorren.
Los macizos canceles, que franquean
complicados, difíciles resortes;
las palancas ocultas con que logran
peñas mover al parecer inmóviles;
los puentes que a su paso forman fáciles,
recios y formidables murallones,
y que hacen el camino inaccesible
al que su oculto mecanismo ignore,
ceden ante los dos, el paso abriéndoles
a la morada señorial en donde
concibe Genoveva alucinada
una de sus más dulces ilusiones.

Allá a lo lejos, la espesura hendiendo
de la maleza virgen, que ya rompe
ancho camino que al castillo le abre
desde que el hacha se le abrió del conde,
a través de los árboles sin hojas
vió salir de la selva un bulto móvil,
que al castillo acercábase cruzando
la superficie escueta de un desmonte.
Conforme va acortando la distancia,
sus formas Genoveva reconoce;
es un jinete que resuelto avanza
de la calzada entre la hilera doble
de árboles, a través de cuyos palos
vienen su vista a herir los resplandores
de los dobles pedazos de armadura
que jinete y corcel al sol exponen.
Avanza: lo tupido de los árboles
a trechos a la vista se le esconde;
mas al tomar, dejando la alameda,
del lago azul el descubierto borde,
mostrándose el que llega, de la dama
la mirada voraz reconocióle.
Del conde trae en el broquel y el traje
el escudo, la empresa y los colores.
Es su paje Wifredo, que al castillo
llegando va de su corcel al trote,
de cuyos recios cascos Genoveva
con íntimo placer los pasos oye.

Mas mientras ella con deleite cuenta
los del caballo del doncel del conde,
no siente los de Ayzón y los del viejo
cruzar los subterráneos corredores.
Según el paje por la cuesta, ellos
suben por los ocultos caracoles
de las minas recónditas, y arriban
a un tiempo al pie de las macizas torres.
Y cuando aquél se presentó ante el puente,
en uno de los patios interiores
de un cubo lateral en el postigo
Ayzón detrás del viejo presentóse.
Genoveva, que una alta celosía
abrió a Wifredo para ver, hallóles
aguardando al doncel, a quien sintieron
venir de las defensas exteriores.
Entró el paje en el patio, y hacia el viejo
que le tendió las manos dirigióse;
él con su indiferencia acostumbrada,
mas sin ceño, besárselas dejóle.
Contempló al mozo Ayzón, mientras cruzaban
el viejo y él brevísimas razones,
tras las cuales el paje al aposento
de la impaciente dama encaminóse.
–«¿Quién es ese mancebo?, dijo el godo.
–Su paje. –¡De Bernardo! –No te azores:
las cartas que le trae son hojas secas;
tú soplarás sobre ellas esta noche.»


Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II