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Ecos de las montañas: 43

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Los encantos de Merlín (cuento)
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

Introducción

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¿Quién no conoce de Merlín la historia?
Me diréis con desdén: «¡Cuentos de antaño!»
Pero, ¿quién no conserva en su memoria
algún detalle de su cuento extraño?
¿Quién no alberga en su mente con cariño
el recuerdo de alguna maravilla
de aquel cuento que oía cuando niño
o de un papel leía en un pedazo,
sentado de su madre en la rodilla
o mecida por ella en su regazo?

Todos sabemos de Merlín un poco:
y aunque Cervantes hizo dura guerra
con su ingenioso incomparable loco
a cuanto libro su memoria encierra,
el poder de Merlín no era tampoco
de los que el soplo disipar podía
del aliento de un hombre en solo un día;
que en un día no más no se derroca,
se aniquila y se entierra
lo que ha siglos que el pueblo trae en boca,
lo que al amparo popular se aferra.
Triunfó de los vestiglos y gigantes
paladines y príncipes andantes
a quienes encantaba y protegía:
mas con Merlín en tierra al dar Cervantes,
no pudo echarle encima tanta tierra
que bajo ella Merlín no se rebulla
y, viejo pertinaz, de cuando en cuando
entre el vulgo mortal no se escabulla
señales claras de existencia dando.
Y aunque no salga a luz con tanta bulla
y en tan gentil y noble compañía
como cuando, al poder de sus encantos,
delante de los príncipes hacía
marchar las rocas y danzar los cantos,
y con una palabra que escribía
de un príncipe doncel en el escudo
invencible le hacía,
no por eso Merlín de avisar deja
que, aunque duerme en la historia, todavía
reina en la tradición y en la conseja.

Aún hoy de sus hogares
rústicos al calor, los castellanos
labradores, lo mismo que los rudos
campesinos ingleses y germanos,
flamencos y bretones,
en sus rocas y playas do sañudos
sin cesar rugen tempestuosos mares,
narran y leen las viejas tradiciones,
las leyendas y cuentos populares
en que Merlín en alas de dragones
acude a proteger en sus azares
al bravo rey Arthur y a sus barones,
a Carlomagno y a sus doce Pares.
Todavía en la Galia y Gran Bretaña,
lo mismo que en América y España,
por ranchos, alquerías y lugares,
ostentan las sin par ilustraciones
de los miles de miles de ejemplares
de sus innumerables reimpresiones
la imagen de Merlín en su portada,
de barba inverosímil decorada,
fabulosa nariz y ojos saltones.


Lo que el pueblo por sí para sí crea,
vive siempre con él y se le adhiere
cual la corteza al árbol que rodea;
y el pueblo lo apadrina, lo prefiere,
lo acaricia, lo nutre y lo caldea
y lo oculta y lo evoca cuando quiere,
y con ello se encanta y se recrea.

No, que en vano la crítica lo espere:
por añosa y por rústica que sea,
la tradición del pueblo nunca muere:
se acoge a los hogares de la aldea,
del pueblo fiel en el hogar se anida,
y cuando, desdeñada, no campea,
al calor del hogar conserva vida.
Merlín es popular porque es el mito
creado por el pueblo; y ha durado
su nombre nueve siglos, porque ha estado
en la memoria popular escrito:
y aún vivirá del pueblo en la memoria
porque el pueblo las puertas le ha franqueado
del porvenir fantástico, vedado
a la verdad de la severa historia.
Campea, sin embargo, en alto puesto
en sus nobles anales: de los reyes
leal amigo y consejero sabio,
faro que alumbra su época confusa,
dió a su pueblo valor, creencia y leyes
la inspirada palabra de su labio
y el profético canto de su musa.
Un dios hizo de Arthur con sus cantares:
con su ciencia y poder teniendo a raya
las crespas ondas de los Cambrios mares,
hasta que, la evidencia de su muerte
envolviendo en poético misterio,
hizo por siglos de su brazo inerte
la lanzada esperar que sólo puede
vencer la raza del germano imperio,
dió a su leyenda la excelencia extrema
que ni en la forma ni en el fondo cede
a lo narrado en el mejor poema.
Mas Merlín fué mortal: fallar no puede:
pues fué de una mujer y un silfo hijo,
tuvo en miserias que caer de fijo.

Merlín fué encantador, nadie lo ignora:
mas, ¿quien le dió los mágicos poderes
con que obró sus prodigios? ¿Tiene ahora
poder alguno sobre algunos seres
súbditos suyos? ¿Vive? ¿Dónde mora?
Si murió, ¿dónde, cómo? Pareceres
hay mil sobre esto y sobre todo hay datos:
pero de cierto, nada entre dos platos.

Lo que se cuenta de su fin no basa
más que sobre un rumor; su muerte ignota
de relación quimérica no pasa.
Mi cuento va a sondar en la remota
lobreguez del pasado y en la casa
del mago, por si logra alguna nota
a su historia añadir, que diga en suma
lo que no dijo de él lengua ni pluma.


Descuidó una verdad de data luenga
de escritores el vulgo olvidadizo,
y es: «que hombre no hay que a tropezar no venga
en la fruta de Adán: que escurridizo
suelo la vida es: no hay quien no tenga
el corazón de barro quebradizo.»
¿Cuál fué el tropiezo de Merlín ¿No hay huella
de mujer en su historia? ¿Quién es ella?

Que los senderos ásperos descombre
de su historia la pluma. Aquel portento
de ciencia, que de ser goza renombre
dueño de tierra y mar, señor del viento,
¿no tropezó jamás? Pues era hombre,
¿cuál fué su tropezón? Aquí está el cuento.
Si tropezó Merlín, quedará huella
de semejante tropezón. ¿Qué es de ella?


Harto, al cabo, Merlín de gloria y fama,
y harto de ser el protector o el bardo
de tanto paladín y tanta dama,
de tanto rey legítimo o bastardo,
de tanto enamorado caballero
y tanto vagabundo aventurero:
harto de hacer castillos y palacios
de unos para placer, de hacer a otros
cruzar comarcas y salvar espacios,
llevándoles a lomo, no de potros
ni de otra más vulgar cabalgadura,
sino de grifos, sierpes y vestiglos
de horrenda forma y de infernal bravura,
para que fueran héroes de esos lances
extremos y románticos percances
con que la poesía de otros siglos
con profusión que pareció locura,
llenó historias, comedias y romances;
determinó, por fin, el viejo mago
la corte abandonar del rey Arthuro,
para vivir en paz libre y seguro
de tanta aparición, duende y endriago.

Merlín era ya viejo: mas como hijo
fué de un silfo inmortal y una druidesa,
no tenía su vida tiempo fijo;
y aún no sé cuál de sus cronistas dijo
que ser no puede de la muerte presa.
Merlín era ya viejo, mas el tipo
mejor de dignidad y de belleza
que pudo presentar griega cabeza
de los tiempos de Apeles y Filipo.
La vejez de Merlín era nobleza
venerable y simpática, que admira
por sobra de vigor; no repugnante
decrepitud ridícula, que inspira
por débil compasión. En su presencia,
en su voz, en su acción, en su semblante
rebosaba el vigor, la inteligencia,
la inspiración del ánimo gigante
del grande Ser, de superior esencia
a los humanos y mortales seres
que nacen hijos de hombres y mujeres.
Merlín, hijo de un silfo que fué un día
ángel del cielo, de Luzbel hermano,
y con él de su excelsa jerarquía
privado por el fallo soberano
de Jehová, tenía
de divino en su ser más que de humano;
tenía más de espíritu que de hombre,
pues era un genio de mortal con nombre.

Su ciencia era insondable, prodigiosa;
su padre, el silfo, el ángel destronado
del cielo, con paciencia cariñosa
cuanto sabía él le había enseñado:
los secretos más hondos de la ciencia,
los que hunden en misterio el más profundo
la fábrica, la marcha, la existenccia
de la admirable máquina del mundo,
penetró de Merlín la inteligencia;
en lo poblado a par y en lo desierto
Merlín leía como en libro abierto.
Por eso su existencia había pasado,
ajeno a las flaquezas y miserias
a las que vive el hombre esclavizado:
y vivió, libre de ellas, entregado
a concepciones grandes de obras serias.
Mas harto de ayudar a los humanos
en las grandes y locas niñerías
en que pasan sus noches y sus días
para hacerse no más, fieros o insanos,
esclavos unos de otros y tiranos,
la corte abandonó del rey Arthuro
una mañana al despuntar el día,
creyendo que a hora tal partir podría
de la vulgar curiosidad seguro.
Partió, pues, de las nieblas amparado
por el velo que el día hacía oscuro
y en su nudoso báculo apoyado
salió de la ciudad: bajó a la orilla
del Támesis: cercana a la ribera
se mecía una barca de alta quilla,
de larga eslora y por demás velera.
Tripulación bretona la montaba,
sin duda de Merlín bien conocida
y que tal vez al mágico esperaba,
destinada por él a su partida.
Mientras Merlín al Támesis bajaba,
salió tras él de la ciudad, su paso
por el del sabio regulando acaso,
una mujer que el rostro recataba
y toda su figura
en los pliegues de su amplia vestidura.
Llegó Merlín al barco; los bretones,
con respeto acogiéndole profundo,
demostraron que saben lo que el mundo
debe al genio que admira a las naciones.
Al pisar el bajel el viejo mago,
mandó desarrollar la blanca vela
y favorable ser al viento vago
al rumbo de la dócil carabela.
Pero mientras la vela se tendía
y revoltoso viento se fijaba,
ligera como una árabe gacela,
la velada mujer que le seguía
en el bajel tras de Merlín saltaba:
y la tripulación, que ha comprendido
tal vez por el afán y la cautela
con que tras él la incógnita ha venido,
que tiene su sanción o por él vela,
la acogió con amor: y al viento dando
la comba faz del reforzado lino,
se hinchó en él el mástil encorvando:
y la nave bogó, tras sí dejando
de hirviente espuma burbujeante estela
del agua sobre el lomo cristalino:
y con el río rápido avanzando
fué con velocidad maravillosa
con él a entrarse por la mar ondosa.
Merlín, o en los profundos pensamientos
de ulteriores proyectos absorbido,
o para dirigir los elementos
con el dominio de ellos que ha adquirido,
obligando a las ondas y a los vientos
a conducirle a su orden obedientes
al través de tormentas y corrientes,
de los seres mortales abstraído
sentóse a proa, con afán constante
mirando sin cesar mar adelante.

Los marinos bretones
dejáronle en silencio respetuoso
amasar de su mente en los rincones
las elucubraciones
de aquel arrobamiento misterioso,
a su poder fiando y a su ciencia
su barco y su existencia
a la merced con él del mar ondoso.
La velada mujer desconocida,
tal vez con igual fe, tendióse a popa:
y despierta o dormida,
allí permaneció muda e inmoble,
envuelta entre los paños de su ropa
y de su velo en el plegado doble.

El barquichuelo, en tanto,
bogaba rapidísimo y derecho
como llevado a impulso de un encanto
a entrar, la isla costeando, en el estrecho.
Entró en aquel canal siempre agitado
por un mar borrascoso, que se irrita
entre aquellas dos costas encajado,
que azota sin cesar desesperado
por ver si de los flancos se las quita.
Y en aquel negro mar la carabela,
entre la nube de marina bruma
que el aire de este mar siempre encapota,
iba debajo de su hinchada vela
y en medio de un montón de hirviente espuma,
sobre blanco vellón cual parda mota,
cual pelusa del aire en limpia tela,
que sobre su haz más adherida flora
y sobre su haz sin desprenderse vuela:
iba, en fin, arrastrada en la apariencia
sin gobierno, sin rumbo ni derrota,
del viento y de la mar por la violencia
a estrellarse tal vez en playa ignota.
Mas obra fué, sin duda,
del poder de Merlín: playa cercana
se avistó con el sol de una mañana
deliciosa de mayo: y de repente
fué la barca a abordar roca desnuda,
a cuyos pies en la tendida arena
van a desparramarse mansamente
las limpias olas de la mar serena.

Saltó en tierra Merlín, de bendiciones
cargándole al partirse los bretones:
mas apenas Merlín les dió la espalda
cuando sobre las suyas los marinos
de la mujer sintieron los pies finos
posarse y resbalar su suelta falda.

Cuando alzaron absortos la cabeza,
sobre ellos la mujer había pasado
y en la playa saltado
con esa agilidas y ligereza
del corzo y del antílope, que rasan
al parecer ingrávidos el suelo
por sobre el cual en su carrera pasan,
pareciendo a la vez carrera y vuelo.
Entonces la mujer, que con pie leve
la superficie de la arena lisa
sin dejar huella en su tersura pisa,
y a quien distancia todavía breve
de la barca separa,
los dobles pliegues apartó del velo
que entolda el cielo de su linda cara;
con una graciosísima sonrisa
que cambió en alegría su sorpresa
envió su despedida a los marinos,
y a seguir al gran mago se dió priesa
hacia una selva de gigantes pinos.

Apercibió Merlín el ruido suave
de sus pasos tras él; y la cabeza
volviendo a la mujer, su gesto grave
de hallarla allí manifestó extrañeza:
mas a mirarla se paró. ¿Quién sabe
si fué para admirar tanta belleza?
Paróse ella mirando que él se para
y en calma le dejó que la admirara.

El buen Merlín la contempló un instante;
mas qué impresión en él tal hermosura
hizo, no dejó ver en su semblante.
Y una frase encomiástica ni dura
sin decirla, a seguir volvió adelante;
ella afrontó con grácil apostura
su mirada: y cuando él se apartó de ella,
volvió a echar la mujer tras de su huella.

¿Qué pensó de ella el sabio? ¿La sentía
con placer tras de sí? ¿Le contrariaba
sentirla tras él ir? ¿La conocía?
Sigámosles… y a ver en lo que acaba.



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II