Ecos de las montañas: 20

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Capítulo VI de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

I[editar]

Expiraba una noche de febrero:
su claridad de la vecina aurora
lograba apenas de las altas cimas
pardear entre la niebla nebulosa.
Los valles todavía encapotaba
la densidad de las nocturnas sombras,
y el frío del invierno entumecía
en su sueño a la tierra perezosa.
Sustituyendo al césped festonaban
crestonados carámbanos las rocas,
y bajaban por ella los arroyos
de cuajado cristal entre dos orlas.
Crecida con las lluvias invernales,
más extensa, más móvil y más honda,
el agua, que del lago desbordaba,
se deslizaba entre las peñas broncas.
Y lamiendo los pies de los peñascos
de su álveo al seguir las líneas combas,
se quebraba corriendo y se torcía
como en virgen breñal flexible boa.
De este canal por la corriente turbia,
aunque rápida no, sí peligrosa,
en una barca frágil y sin quilla
navega un hombre con audacia loca.
A través de la niebla densa y húmeda
que el cauce estrecho del canal entolda,
de su bulto se ve la mancha móvil
que tras el velo de la niebla flota.
Cuando la helada brisa matutina
sobre sus pliegues ondulantes sopla,
y desgarra los débiles cendales
que sus aéreos pabellones forman,
avanzar se le ve mudo y tranquilo,
guiando su bajel con asombrosa
destreza, el centro del canal guardando,
aunque a merced de la corriente boga.
De un largo palo de virar se sirve
de doble garfio y regatón, que apoya
o engancha a voluntad de ambas orillas
en las peñas y troncos que las bordan.
Sus formas y su faz su traje oculta;
su parte superior cubre una gorra
de nutria, la inferior espesa barba,
y ancho gabán sin cinto su persona.
Ni se puede juzgar si es viejo o joven,
pues las hebras de plata que se notan
en su barba, lo mismo puede dárselas
el hielo de la edad que el de la atmósfera.
Sus ojos centellean cuando giran
bajo de sus pestañas en sus órbitas;
y si espejos del alma son los ojos,
alma debe tener muy vigorosa.
Sobre su plano esquife conducido
a la merced del agua juguetona,
que ya se arremolina en un remanso,
ya de un liso peñón la base azota,
ya se arrastra en zigzag entre colinas
que se pisan la falda unas a otras,
ya por los techos de nivel perfecto
recta como una cinta se prolonga,
va el navegante audaz atravesando
por estas solitarias y recónditas
cavidades, del agrio Pirineo
inhabitado la región ignota.
Como uno de esos genios de las aguas
de que habla la leyenda mitológica,
desembocó aquel hombre en otro lago
que de montes se abriga en una concha.

El lago era un excéntrico capricho
de la naturaleza creadora,
que le colgó en el monte cual pudiera
su nido en los zarzales una alondra.
¿Por qué le puso Dios en aquel sitio?
¡Sus designios recónditos quién sonda!
Dios hizo el mundo como quiso: acaso
se le labró a las águilas por copa;
acaso por espejo a la montaña
para que en él se mire vanidosa
se le puso a los pies, o en sus entrañas
porque labre estaláctitas a gotas.

En cuanto entró aquel hombre de aquel agua
en la sábana tersa y silenciosa,
con dos remos que puso en los escálamos
lanzó su barca y despertó las ondas.
El agua que dormía bajo el vidrio
sutil sobre que el hielo se elabora,
rompió al ondear sus istrias mal soldadas
y alegre el barco salpicó de aljófar.
Crujieron los cristales sutilísimos
al romperse y dejar sus hebras rotas
flotando sobre el agua, que mil círculos
empezó a abrir ante ellas revoltosa.
De aquella agreste soledad los ecos,
no hechos ya a hablar en sus moradas cóncavas,
a través de la niebla contestaron
al extraño rumor que les evoca.
Era la voz del que bogaba: acaso
se ayudaba en su afán con su monótona
ruda canción, o su compás le hacía
dar regularidad a su maniobra.
Tosca, salvaje, primitiva, estaba
su canción escasísima de notas
hecha sobre una frase monorrítmica
de ocho palabras célticas o godas.
Un grito monosílabo servía
de apoyo o estribillo a cada estrofa,
que su voz sostenía mientras aire
transmitir el pulmón puede a la boca.

Ya en el centro del lago, no podía
verse la barca ni el que en ella boga,
mas se oía brotar entre la niebla
su original y bárbara salmodia.
Oyéndola, un espíritu cobarde
o un ánima de fe supersticiosa
rezarían a Dios, por voz tomándola
de aún invisible aparición diabólica.

Mientras el agua cruza protegido
por el velo de niebla que la entolda,
trepa un hombre a la altura donde el lago
en su taza de mármoles reposa.
Distinguirle la niebla no permite
tampoco; mas se siente poderosa
y uniforme su marcha en la maleza
que por la cuesta al avanzar no afloja.
Es un hombre de guerra: le delatan
por tal las piezas de metal que chocan
a cada paso que asegura en tierra
y de su marcha la igualdad sonora.
Es un hombre de guerra: sube solo
y ya al borde del lago casi toca,
cuando el rumor del cántico y los remos
del de la barca percibiendo, acorta
el paso; escucha, párase el monótono
canto a reconocer, y de una estrofa
al fin tomando el estribillo, vuelve
al de la barca su salvaje nota.
Creyó aquél una vez que era del eco
repetición, y continuó la copla;
mas al grito al tornar del estribillo,
ve bien que es de otra voz que se le torna.
Se interrumpe, y percibe del que sube
la voz que en su silencio se prolonga:
vuelve al cantar, y tornan a volvérsele:
fuerza el remo, y el otro el paso dobla.
Tomó uno tierra, aproximóse al agua
el otro, y por señal comprobadora
de identidad en ambos, se dijeron
a la vez: «Aquitania. –Barcelona.»

El sol, cuyo esplendor había ahogado
hasta entonces calígine brumosa,
comenzó a desgarrar la niebla espesa
y a alumbrar el país y las personas.

Es el paisaje en que la escena pasa
incomparable, de esos que se gozan
sólo en el Mediodía. Es, a la altura
media del monte, una ancha plataforma
que da al Oriente: su mitad ocupa
el agua perenal que el lago colma;
de la otra en el suelo accidentado,
bizantinas mitad y mitad góticas,
se levantan las ruinas de un castillo
que en convento volvió fe religiosa
y que volvió a tornar en fortaleza
la raza conservada en Covadonga.
Al Poniente la guarda de montañas
inaccesibles, ásperas, boscosas,
un triple cinturón, que ataja el paso
a la vista por tierras españolas.
En cambio, por Oriente dilatarse
puede por la comarca encantadora
que cual lápiz de frutos y de flores
desde Foix tendió Dios hasta Narbona.
Al Mediodía el golfo, que sus huertos
acaricia y arrulla con sus olas,
y al Norte las almenas y alminares
del castillo de Waifro se la acotan.
Tal es la escena en que los dos incógnitos,
penetrando en las ruinas, van ahora
a dar razón de sí, desenvolviendo
la acción de esta leyenda artificiosa.
De ellos uno era el viejo del castillo,
el que bajó por agua; el que por la otra
parte subió del monte, Ayzón, el jefe
de la hueste del conde vencedora.
Ayzón, cual godo de progenie noble,
usa luenga melena, ancha tizona,
largo manto germano y calzón frigio,
con correas sujeto hasta la corva.
Como barón independiente lleva
casco con guardacuello y con corona,
mas sin visera ni crestón: los godos
tienen cubrirse el rostro por deshonra,
y el crestón y las plumas en el casco
cual vanidades de los francos odian:
y Ayzón es godo y catalán, y ansía
ver de su patria la coyunda rota.
Quiere que libre del dominio injusto
de las razas germana, franca y goda,
gobernada por condes de su tierra,
camine libre, independiente y sola.
Tales son los dos hombres que, metiéndose
por las desiertas ruinas pavorosas,
traban plática tal bajo los restos
de los hundidos arcos de sus bóvedas.
Y así a Ayzón le decía el viejo torvo,
haciendo con su voz huir medrosas
a las aves salvajes guarecidas
en sus desiertas cavidades lóbregas:

«Esta fué la mansión de nuestros padres,
Ayzón: de aquella raza lidiadora
de independientes, que jamás el cuello
dobló bajo coyunda ignominiosa.
Aquí de lo VARONES DE LA FAMA
los descendientes se acogieron; monjas,
a quienes el estruendo de la guerra
ahuyentó como banda de palomas,
les dejaron su claustro abandonado,
que ellos cercaron de murallas sólidas,
de gruesos cubos y almenadas torres…
escombros viles, como ves, ahora.
Engendrados nosotros de su sangre,
de su idea política y gloriosa
continuadores solos, trabajamos
con serio afán en rematar su obra.
Los germanos, los árabes, los francos
usurpadores son: hasta las costas
del mar, desde estos montes, nuestros padres
conquistaron la tierra generosa
que es nuestra patria, de la cual no debe
una extranjera raza ser señora
ni protectora ya. ¡Fuera señores!
Cataluña es mayor, puede andar sola.
Sé que tal vez es pronto todavía;
mas debemos sembrar con mano pródiga
de nuestra independencia las semillas:
alguno habrá que su cosecha coja.
Nadie nos oye aquí, ni nos espía:
habla; de muertos héroes las sombras
escucharán no más nuestros proyectos,
y a ellos tal vez sonreirán gozosas.»

Dijo el viejo: y Ayzón, que le escuchaba
contemplando el lugar con vista absorta,
dijo: –«Si le hay, busquemos un abrigo
mejor y estancia para hablar más cómoda.
El tiempo es frío, asendereado vengo:
lo que yo os tengo que decir no es cosa
para dicha de priesa, y meditarlo
con más sosiego y madurez importa.

–Olvidé que tus pies, ya acostumbrados
sólo pulidos mármoles y alfombras
a pisar, y tu cuerpo, ya enervado
con el aire letal de los aromas
del imperial alcázar, se laceran
del monte con las piedras, y se dobla
bajo el arnés de guerra, más pesado
que la seda y tisú de vuestras ropas.
Como giran los astros en la suya,
giran así los hombres en la órbita
de acción en que en servicio de su patria
su valor o la suerte les coloca.
–Yo esperaba encontrar en estas ruinas
acogida mejor…, a más suntuosa
morada paso, y ocasión propicia
presentado de ser a altas personas.

–Y eso hallarás, Ayzón: pero ser deben
de tal paso y honor dignas tus obras:
si tu relato es tal que valga tanto,
realizarás tus esperanzas todas.
Sígueme: en ese claustro hay una estancia
cuya maciza fábrica, hasta ahora
más fuerte que el pillaje y el incendio,
la ira del tiempo destructor arrostra.
Ven: allí encontrarás…, si hallo yo digna
de abrir tal paso a tu ambición tu historia,
la puerta del edén que asaltar quieres
y la deidad a quien insano adoras.»

Dijo el viejo, y de Ayzón la diestra mano
asiendo con su mano vigorosa,
le hizo pasar del claustro derruído
las ojivales aberturas rotas.
Al cruzar la desierta galería,
el eco les volvió su hueca bóveda
del son descompasado de sus pasos
sobre las sueltas piedras que la escombran.
Allá en su fondo, en el macizo muro
que las arañas y el hollín empolvan,
al tacto más que con la vista, dieron
con un portón que en la pared se empotra.
Metió a tientas el viejo del postigo
una torcida llave en la mohosa
cerradura: correrse su pestillo
se oyó, y abrió empujándola su hoja.
Pasó él, siguióle Ayzón, y sobre entrambos
cerrándose de golpe, de la gótica
galería quedó vibrando el ruido
por las vacías cavidades lóbregas.



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II