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Ecos de las montañas: 39

De Wikisource, la biblioteca libre.
La fe de Carlos el Calvo. Epílogo de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

IV

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Era un año después: había expirado
la Emperatriz Judith; con regia pompa
mandó el Rey celebrar sus funerales
y a su cuerpo labrar tumba marmórea.
Lloró el hijo a la madre: vistió luto;
fué pesadumbre verdadera y honda;
mas es ley de la vida: todo en ella
nace, vive y se va, como las hojas
que nacen en el árbol, que sombrean
el campo en el estío, que se agostan
en el otoño, que se caen y en polvo
el viento, arrebatándolas, las torna.
Era un año después. Carlos el Calvo,
merced a la influencia protectora
y al oro del incógnito, reinaba
como en aquella época azarosa
reinaban los monarcas, que sus guerras
zurcían sin cesar unas tras otras;
mas reinaba, hacia atrás en sus fronteras
sin volver sus enseñas vencedoras.
El incógnito aliado, a cuya diestra
política y al oro que atesoran
sus arcas su corona debe Carlos,
conserva su influencia poderosa
sobre él; su favorito tiene entera
su confianza real: conoce en todas
las jornadas su vida, y hasta parte
su real trabajo y distracción por horas,
y hasta educa los perros con que caza
y elige los caballos en que monta;
y según a sus cálculos conviene,
halaga sus pasiones o las doma.
Carlos jamás le preguntó su nombre,
y el saberle tal vez poco le importa;
pues de sus obras cada cual es hijo,
y no importa quién sea quien tal obra.
Carlos espera que el silencio un día
por espontánea voluntad él rompa;
y ese día llegó: y así el incógnito
habló, por fin, con el monarca a solas:

–«Tres años van que os sirvo desde el día
en que os di en una lid vida y corona
con mi oportuna entrada en el combate
y después con el oro de mi bolsa.
–Yo os lo he agradecido, dijo Carlos:
jamás mi voluntad la vuestra acota,
y ni aun cuenta os pedí de vuestro nombre
cual vos no la pedís de vuestras doblas.
Huélgome que rompáis vuestro silencio;
¿queréis que legalice y reconozca
las deudas que con vos he contraído?
La cuenta acepto, sin mirarla, toda.
–No se trata de cuentas: yo he obrado
siempre en el mundo por mi cuenta propia;
yo os he dado mi auxilio y mis tesoros,
mas nada me debéis: mi cuenta es otra.
Yo me he adherido siempre a las ideas:
a una mía lo está vuestra persona,
y por mi idea voy del rey de Francia
por la vida mirando y por la honra.
–¿Alguna de las dos amenazada
veis hoy? –Las dos lo están. –¿Quién en la sombra
la acecha? –Un traidor. –¿Quién es? –Bernardo,
señor de Septimania y Barcelona.
–¿Él otra vez? –Él siempre: es una oruga
que baboseó las imperiales ropas
de vuestro viejo padre: es una espina
que se os clava en el alma y se os encona.
Vuestros padres ya a Dios han dado cuentas
de su vida: mas vos de su memoria
arrancar debéis hábil esa espina
e impedir a esa oruga que le roa.»

Carlos sintió subirle a las mejillas
el fuego del rubor: su amigo toca
una llaga que él nunca se ha atrevido
a tocar: de su madre la deshonra.
Un adulterio real, hecho o calumnia,
lleva cual los cometas una cola
de luz, que en el espacio de los tiempos
la voz jamás de los cronistas borra.
Un adulterio real, hecho o calumnia,
un áspid es que el corazón acosa
de su real sucesión: la duda es áspid
al que el fallo mejor jamás ahoga.
Carlos había sentido en los rumores
del palacio agitarse de una crónica
truncada los pedazos, que en su oído
ninguna lengua atar osó… ni osa.

El viejo favorito de la sierpe
de aquella duda a reunir ahora
iba los trozos de veneno henchidos;
y Carlos tuvo miedo a su ponzoña.
El viejo favorito, sin embargo,
a entrar volviendo en la cuestión, que aborda
hoy sin duda de intento, y la vergüenza
sin mirar que la faz del rey sonroja,
empezó de la historia de su madre
los rumores a atar, con insidiosa
destreza uniendo trozos de la víbora
y a los ojos del rey dándola forma.
Cuando con todos sus anillos sueltos
volvió a formar la sierpe, cuando toda
la historia de Judith, hecho por hecho,
supuesto tras supuesto, hoja por hoja
tuvo junta…, es decir, cuando a los trozos
dió vida de la víbora, soltóla
de Carlos a los pies para que él mismo
a voluntad, la aplaste o la recoja.

«Así se cuenta, díjole acabando
de la mujer adúltera la historia:
así el juicio de Dios de la calumnia
la absolvió y salió incólume la esposa.
Mas no lo cuenta así ni así lo escribe
el conde desleal de Barcelona,
a quien halaga echarse al pie del trono
y un pico asir de su imperial alfombra.»

Carlos, voluntarioso, vengativo,
rencoroso y colérico, a quien dobla
la ajena voluntad que le maneja,
y siempre vil cuando cedió a la propia,
su ofendido amor propio rebelarse
sintió en su corazón, y de la cólera
amarillo tornándosele el rostro
dijo con voz reconcentrada y honda:

–«Que no lo cuenta así, ni así lo escribe?
¿Qué escribe, pues, qué cuenta? –Que la esposa
no ofendida del juicio y la calumnia
se acogió al monasterio altiva y hosca,
fiada en su virtud y en su justicia,
reparación para obtener más pronta,
sino que huyó con él, amante ciega,
por espontánea voluntad, y sola…
Sola con él, de su caballo a grupa,
y asida a su cintura, y con su boca
la del galán adúltera buscando
y apurando en sus besos su deshonra.
Que así fueron por páramos y selvas
como un juglar errante y una moza
sin pudor fugitiva de su casa,
pernoctando al azar de choza en choza.
Que un campesino les prestó su yegua,
siguiéndoles a pie, porque la loma
pudieran trasponer en que se alzaba
el murado convento, donde mora
aún la abadesa que amparó su fuga
y allí a la Emperatriz mantuvo incógnita.
Y allí les vió llegar el conde Huberto
una mañana al despuntar la aurora,
y les reconoció: pero Bernardo,
dejando a vuestra madre con las monjas,
fué a emboscarse en el monte entre el convento
y el castillo del conde, que en la próxima
altura se veía: y asaltándole
de repente al volver, de una traidora
lanzada le tendió, con su secreto
dejándole expirar sobre la roca.
Al trasponer el sol, vino sobre ella
a dar con él su desolada esposa,
que aún llora su alevoso asesinato
y el nombre vil del asesino ignora.
Despojado de cinto y coselete,
del birrete condal y algunas ropas,
achacóse su fin de bandoleros
sin Dios ni ley a vagabunda horda.
Déjalo así entender el buen Bernardo,
señor de Septimania y Barcelona,
duque y conde muy pronto independiente,
del honor imperial haciendo mofa.»

Carlos, tal al oír, dijo ebrio de ira:
–«¿Así lo cuenta? –Así. –¿Dónde? –En las hojas
de una carta, en la cual en vuestra madre
echa de infame adúltera la nota
y mancilla el honor del rey de Francia
de su raza infamando a las matronas;
y yo soy quien por él osa deciros:
el áspid aplastad que a su honor osa.
Al gusano aplastad que poco a poco
sierpe voraz a vuestros pies se torna;
ahogad ese reptil antes que vuele
con alas de dragón por vuestra atmósfera.
–¿Crees que puede tomar tan alto vuelo?
–Tal vez sus alas a probar se apronta
aprovechando el tormentoso viento
que contra vos en las fronteras sopla.
Pepino, a quien de título y derechos
de rey el pacto de Verdún despoja,
con Sancho de Navarra aliado avanza
y las fronteras de Gascuña asolan:
y detrás de los dos está Bernardo
que el fuego atiza. Aunque la mano esconda
tras de la hoguera inquieta, de su mano
de la llama a través se ve la sombra.
Mientras vivió Judith fué mi consejo
que hubierais paz con él: os iba su honra;
mas del calumniador en el castigo
va la venganza de su honor ahora.
Prevenido no os creen, pero yo os tengo
hueste escogida a la campaña pronta;
caed sobre Pepino y sobre Sancho,
y tras el velo de sus huestes rotas
quedaréis cara a cara con el conde
y… os podréis entender con él a solas.»

Dijo, y dió el favorito a su frase última
doblez tan insinuante e insidiosa,
que tornó en el espíritu de Carlos
sed de sangre voraz la hirviente cólera;
y rompiendo sus diques, de su asenso
fué la expresión una palabra sola.
«¡A caballo!», exclamó. Mientras se armaban
de marcha en pie las prevenidas tropas
le puso el favorito, y partió Carlos
al frente de su hueste poderosa.

Voló: cayó sobre Pepino y Sancho;
trabó la lid: fué suya la victoria:
citó a consejo como rey y amigo
al conde, y acampó frente a Tolosa.



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II