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Ecos de las montañas: 31

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Capítulo VIII de El castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

Tiempo era aquel de lid. Diversas razas
peleando en Europa establecían
en ella su dominio: alzaban plazas
de guerra; sus provincias erigían
en reinos cuyo límite, existencia,
prosperidad y suerte
nada más dependían, con frecuencia,
de la ley absoluta del más fuerte.

El piadoso Luis, como la historia
le llama, dividió por vez segunda
su imperio entre sus hijos, con notoria
torpeza en guerras y rencor fecunda.
Judith, con vanidad de su victoria,
sobre el solio imperial recuperado
a sentarse al volver, quiso consigo
sentar a su hijo Carlos, declarado
igual a sus hermanos; y afanosa
trabajó en allegarle bando amigo,
en oro y en promesas generosa.
Aceptaron los hijos de Hermengarda
de Carlos la igualdad de los derechos;
mas la fe ruin que sus palabras guarda
mostraron pronto sus traidores hechos.
Enredados en pleitos tan prolijos,
volvieron a las manos
los padres con los hijos,
y a pelear hermanos con hermanos;
y ensangrentaron otra vez la tierra
en tan feroz como nefanda guerra.
Bernardo, que señor de Barcelona
y heredero ducal de Septimania,
todavía ambiciona,
en su amor abrasado, la corona
y fe de Genoveva de Aquitania,
dueño ya sin rival de sus Estados,
rebelde a los mandatos imperiales
y libre de los hijos desleales
de Luis en mutuas lides empeñados,
allegó gente, levantó bandera
y armó en pro de sus creces personales
la juventud de su comarca entera.
Fundada, pues, de Waifro en el castillo
su esperanza, y su dicha venidera
en el amor de su gentil señora,
de quien espera el corazón sencillo
volver a avasallar en una hora,
al castillo de Waifro con pujante
hueste y pertrechos de batir avanza,
resuelto a dar, conquistador o amante,
cabo y fin a su amor o a su venganza.

El castillo de Waifro era entretanto
de extraño drama misteriosa escena;
triste mansión de soledad y llanto
que de gemidos su señora llena.
Genoveva, al volver a su castillo
como sombra escapada del Erebo,
en silencio glacial pasó el rastrillo
con nueva faz y con carácter nuevo.
Su paso lento, su semblante adusto,
su pertinaz silencio, su mirada
fija a veces y a veces extraviada;
la extraña rigidez con que su busto
llevaba sobre sí de su cintura,
modelo de esbeltez y ligereza,
la inflexibilidad, cual su cabeza
maciza el pedestal de una escultura,
aparecer la hicieron de su gente
a la vista asombrada,
como su errante sombra inanimada
desprendida del cuerpo de repente,
o como su marmórea figura,
por el poder diabólico arrancada
de encima de su hueca sepultura,
y en lugar de su cuerpo ya sin vida,
por poder infernal al mundo enviada
fantasma de vapor, visión mentida.
Así pasó al volver a su castillo
rígida, esquiva y muda Genoveva
el puente y el rastrillo;
e internándose en él a paso lento,
el camino tomó de su aposento,
de ver ni oír sin dar visible prueba
y a todo lo exterior indiferente:
cual insensible autómata obediente
al mecánico impulso que le lleva,
que al parecer marchando por sí mismo
por medio va de la asombrada gente,
sin que haya mientras pasa quien se atreva
a examinar su oculto mecanismo.
Genoveva, en su cámara encerrada,
por su nodriza nada más servida,
rehusa a nadie ver ni escuchar nada,
como ajena a las cosas de esta vida,
de otro mundo en las cosas ocupada;
y el bastardo de Hunaldo y sus mancebos
y Ayzón, que con porfía,
para verla o hablarla, medios nuevos
inventan importunos cada día,
no consiguen jamás mirar su puerta
ante su afán o su cariño, abierta.

Demandan e interrogan a la nodriza en vano;
la anciana, de la puerta sentada en el umbral,
contesta solamente que Genoveva cuenta
a solas de su vida las horas que se van.
En demandar insisten y a responder se niega
la anciana a Genoveva sin reflexión leal:
mandóla ella el silencio guardar más absoluto
y en su aposento a todos la entrada rehusar.
Y calla y llora, y vuelven el viejo y los mancebos
a preguntar tenaces; y, fiel como tenaz,
la anciana de la dama repite solamente
que cuenta de su vida las horas que se van.
Y el viejo y el mancebo, de su señora hechos
la ley y los caprichos humildes a acatar,
esperan que el capricho de su señora pase
y de contar acabe las horas que se van.
El viejo cree que el duelo del hondo desengaño
de la doblez del conde la dama olvidará;
y pasará cual todo sobre la tierra pasa,
como el placer más vivo, como el mayor afán.
Pero el bastardo olvida que la infeliz doncella
cuya alma su amor único nutrió en la soledad,
su amor único ahora para arrancar del alma,
tal vez pedazos de ella con él arrancará.
Y mientras él se fía con cálculos vulgares
en la inconstancia de almas de condición vulgar,
y mientras él medita de insólita venganza
con cálculos mundanos el tenebroso plan;
olvídase el bastardo de Dios, que ha condenado
su raza de fe estéril a fatalismo tal,
que al dar la vida a un ángel en ella, nacer le hizo
también bajo el influjo de tal fatalidad.
Ninguno de su raza será sobre la tierra
feliz: de buena muerte ninguno morirá;
es sino de su raza, y sobre todos pesa
de su destino infausto la condición fatal.



Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II